Luces. Cámara. Acción. El capital. Ahora.

La crisis económica ha hecho resurgir el interés por Carlos Marx. Las ventas de El capital se han disparado en todo el mundo, lo que da idea de las proporciones de una crisis cuya amplitud y devastación han sumido al capitalismo –y a sus sumos sacerdotes– en una caída ideológica en picado. Pero por mucho que la fe en los dogmas neoliberales se haya derrumbado, ¿por qué resucitar a Marx? Para empezar, fue un adelantado a su tiempo, prediciendo el triunfo de la globalización capitalista de las últimas décadas. Previó con acierto muchos de los factores que inevitablemente acabarían dando lugar a la actual crisis económica mundial: lo que él denominaba “contradicciones” inherentes a un mundo basado en mercados competitivos, producción de bienes y especulación financiera.

En la época en que escribió sus obras más célebres no habían pasado ni cien años desde la Revolución Francesa y la Americana, pero Marx ya tuvo premoniciones de la situación crítica que atraviesan AIG o Bear Stearns un siglo y medio después. Era especialmente consciente del “papel enormemente revolucionario” que, según él, había desempeñado la burguesía –precursora de los actuales banqueros y directivos de Wall Street– en la historia de la humanidad. Como escribió en El Manifiesto Comunista: “La burguesía no puede existir sin revolucionar constantemente los instrumentos de producción y, por lo tanto, las relaciones de producción, y con ellas la totalidad de las relaciones de la sociedad… Resumiendo, crea un mundo a su imagen y semejanza”.

Pero Marx no apoyaba la globalización capitalista para su época ni para la nuestra. Al contrario, consideraba que “la necesidad de un mercado en constante expansión para sus productos persigue a la burguesía por toda la superficie del globo”, por lo que previó que el desarrollo del capitalismo inevitablemente allanaría el camino “a crisis más extensas y exhaustivas”. Marx describió cómo los desastres especulativos podían desencadenar y agudizar crisis generalizadas en la economía. Y no se dejó engañar por las ilusiones políticas de quienes sostenían que tales crisis podrían ser evitadas permanentemente mediante la aplicación progresiva de reformas.

Como todos los revolucionarios, deseó ver en vida el derrocamiento del viejo orden. Pero al capitalismo le quedaba mucha cuerda, y Marx pudo apenas llegar a atisbar, si bien con agudeza, los caminos equivocados que tomarían las generaciones futuras. Los que ahora abrimos sus libros descubrimos que gran parte de lo que tenía que decir es relevante en la actualidad, al menos para quienes busquen “recuperar el espíritu de la revolución”, y no simplemente “sacar a pasear su fantasma de nuevo”.

Si Marx observase la actual crisis, seguro que disfrutaría mucho señalando cómo los defectos del capitalismo han llevado a la situación económica presente. Se daría cuenta de cómo las modernas innovaciones financieras han permitido que los mercados dispersen los riesgos de la integración económica mundial. Sin estos artificios financieros, la acumulación de capital durante las últimas décadas habría sido significativamente menor. Como también lo habría sido si las finanzas no hubiesen calado más y más hondo en la sociedad. El resultado ha sido que en los últimos años la demanda de los consumidores (y, por tanto, la prosperidad) ha dependido cada vez más de las tarjetas de crédito y del endeudamiento hipotecario, mientras el debilitamiento de los sindicatos y los recortes en las prestaciones sociales han dejado a la gente más expuesta ante las sacudidas del mercado.

En las últimas décadas, este sistema financiero inflado y volátil ha contribuido al crecimiento económico global. Pero inevitablemente también ha originado una serie de burbujas financieras, la más peligrosa de ellas la del sector inmobiliario en EE UU. La posterior explosión de esta burbuja ha tenido un impacto tan profundo en todo el mundo precisamente porque era uno de los pilares que sostenían tanto el consumo como los mercados financieros internacionales. Sin duda, Marx consideraría esta crisis un ejemplo perfecto de cuando el capitalismo se asemeja “al brujo que ya no es capaz controlar los poderes del inframundo que invocó con sus hechizos”.

A pesar de lo apurado de la situación actual, Marx no albergaría ilusiones de que la catástrofe económica, por sí misma, vaya a traer cambios. Sabía perfectamente que el capitalismo, por su propia naturaleza, engendra y alimenta el aislamiento social. Un sistema así, escribió, “no deja entre los hombres ningún vínculo salvo el interés desnudo, el insensible ‘pago al contado”. El capitalismo sumerge a las sociedades “en las gélidas aguas del cálculo egoísta”. El aislamiento social resultante origina pasividad ante las crisis personales, ya se trate de despidos en las fábricas o de embargos de casas. De igual modo, este aislamiento impide que las comunidades de ciudadanos activos e informados se agrupen y adopten alternativas radicales al capitalismo.

 





CONFESIONES DE UN VERDADERO CREYENTE

Reivindicados: la generación del 68 redescubre los iconos de protesta de su juventud.

En 1995, una revista publicada por un think tank conservador de Washington reunió a un grupo de escritores y expertos para debatir una cuestión cuya conclusión era previsible: “Socialismo: ¿vivo o muerto?”. Doce de los participantes votaron “muerto”.

Una única voz se arriesgó a convertirse en objeto de burla, según sus propias palabras, al sostener que “una vez que se apague el sórdido recuerdo del comunismo soviético y amaine el fervor de la histeria antiestatal, los políticos y los intelectuales del próximo siglo podrán volver a aprovechar de nuevo el legado del socialismo”.

Aquel solitario disidente era yo. En los años 60 fui miembro del grupo antibelicista radical Estudiantes a favor de una Sociedad Democrática (SDS, en sus siglas en inglés), e incluso después de que aquella organización se sumiese en la violencia y el caos, mantuve viva mi fe y edité un periódico teórico marxista que propugnaba el socialismo democrático. Después me invadió el desencanto con Marx y el socialismo, pero nunca caí en la postura fácil de que el hundimiento del comunismo soviético había arrojado aquellas ideas a la basura de la historia.

Y, aunque en 1995 me sentía aislado a causa de mis opiniones, creo que ha resultado que tengo cualidades proféticas. En los últimos meses, una profunda crisis económica mundial ha minado la fe en los poderes mágicos del mercado. John Makin, economista del American Enterprise Institute, el mismo think tank que hace años acogió aquella reunión de expertos sobre la muerte del socialismo, ha recomendado al Gobierno de Obama que nacionalice la banca. Los políticos y los legisladores estadounidenses –que no son precisamente famosos por admirar el socialismo escandinavo– han empezado a analizar las experiencias de Suecia y Noruega en busca de inspiración. Un reciente reportaje de la revista Newsweek incluso anunciaba: “Ahora todos somos socialistas”.

Pero, ¿qué hay del socialismo como solución para la actual crisis? Si piensas en la Unión Soviética o en Cuba, ha fracasado. Pero si consideramos los países escandinavos, así como Austria, Bélgica, Canadá, Francia, Alemania y los Países Bajos, en cuyas economías influyó la agitación socialista, entonces existe otro tipo de socialismo –llamémoslo “socialismo liberal”–, que tiene mucho que ofrecer a EE UU.

Los gobiernos de estos países son dueños, totalmente o en parte, de sectores necesarios para el bienestar de la sociedad. Desde servicios eléctricos a redes de transporte eficientes en consumo de energía. En estos países, los organismos reguladores están más a salvo de los grupos de presión empresariales y los contenciosos judiciales que en EE UU. El Estado tiene un mercado capitalista y existe la propiedad privada, pero también el sector público ejerce un control significativo sobre el funcionamiento de la economía y la distribución de la riqueza. Como ha defendido el historiador Martin Sklar, estas economías representan una fusión de socialismo y capitalismo.

En la actualidad, muchos países europeos están dispuestos a avanzar en esa dirección. Cuando comenzó la crisis el pasado otoño, el primer ministro británico Gordon Brown tomó medidas para nacionalizar los maltrechos bancos del país. En Francia, el presidente Nicolas Sarkozy anunció en septiembre que “la autorregulación como forma de solucionar todos los problemas se ha terminado. Se acabó el no intervenir. Se acabó el todopoderoso mercado que siempre sabe qué es lo mejor”.

En Estados Unidos, sin embargo, hasta el socialismo liberal ha sido siempre difícil de promover. Pero algunas de las barreras contra estas ideas están cayendo, a pesar de que algunos republicanos enemigos declarados del presidente Barack Obama lo tachen de “socialista”. Para empezar, el recuerdo de la URSS se ha ido desvaneciendo, y con él la identificación –surgida de la guerra fría y el macarthismo– de cualquier forma de socialismo con las penurias de la población rusa. Al mismo tiempo, la actual crisis económica ha desacreditado la hostilidad hacia las normas reguladoras y la fe ciega en el mercado que caracterizaron la época de Bush.

Muchas de las objeciones que se planteaban contra la implantación de un sistema sanitario público o la construcción de ferrocarriles de alta velocidad se basaban en la idea de que las actuaciones del Gobierno a esta escala no son prácticas –en que son utópicas, caras o inmanejables–. Ahora que las debilidades del sector privado han quedado tan patentes, este tipo de planes parece cada vez más realizable.

En momentos de crisis, el célebre pragmatismo de los norteamericanos entra en acción. Recordemos la Gran Depresión o la agitación social de finales de los 60.

Ahora, el Gobierno de Obama ha vuelto a incluir en la agenda política la necesidad de un sistema sanitario público. También existe un amplio debate sobre la conveniencia de nacionalizar bancos, y el Gobierno ha tomado el control de las mayores entidades de crédito hipotecario, Fannie Mae y Freddie Mac. El plan de reactivación económica de Obama y su primer proyecto de presupuesto suponen un incremento no sólo cuantitativo sino también cualitativo del papel económico y social de la Administración.

Históricamente, una vez que las crisis han remitido, los norteamericanos han tendido a retornar a su liberalismo lockeano. Los planes de Bill Clinton para reconstruir ciudades e implantar un sistema sanitario pú blico fueron recortados en cuanto se superó la recesión de los 90. En 1994 se impuso el “Contrato con América” de la derecha republicana.

En estos momentos en los que todo el mundo, desde las autoridades del Departamento del Tesoro hasta los antiguos miembros de Estudiantes por una Sociedad Democrática, escrutamos el futuro, la gran pregunta es si el impulso a favor de lo que en la práctica es una versión americana del socialismo sobrevivirá una vez pasada la crisis. El tiempo dirá hasta qué punto los estadounidenses desean pasar de la actitud contemplativa a la acción para crear un nuevo sistema político que, aunque formalmente no se denomine “socialista”, es tan distinto de lo anterior como lo fue la América del New Deal de la América de Herbert Hoover.  

John Judis es redactor senior de The New Republic y profesor invitado en el Carnegie Endowment for International Peace. Recientemente ha publicado, The Folly of Empire: What George W. Bush Could Learn from Theodore Roosevelt and Woodrow Wilson.  

 

En primer lugar, Marx se plantearía cómo superar esta pasividad social y consumista. Opinaba que los sindicatos y los partidos de trabajadores que estaban surgiendo en su época se habían saltado un paso. Por eso en El Capital escribió que el “objetivo inmediato” era “que los proletarios se organizasen en una clase”, cuya “primera tarea” sería “ganar la batalla por la democracia”. En la actualidad, Marx alentaría la creación de nuevas identidades colectivas, asociaciones e instituciones en las que la gente pudiese resistir al statu quo capitalista y empezar a decidir la mejor manera de satisfacer sus necesidades.

Hasta ahora no ha surgido de esta crisis ninguna visión ambiciosa de este tipo, y es este vacío lo que más preocuparía a Marx. En Estados Unidos, algunas propuestas que recientemente han llamado la atención han sido tachadas de “socialistas”, pero parecen radicales simplemente porque llegan más lejos de lo que la izquierda del Partido Demócrata está lista para defender a día de hoy. Dean Baker, codirector del Centro de Investigaciones Económicas y Políticas, ha pedido que se fije un tope de dos millones de dólares a ciertos sueldos de Wall Street y que se apruebe una ley de transacciones financieras que imponga una cuota progresiva sobre las ventas o traspasos de acciones, bonos y otros activos financieros. Para Marx esto sería un perfecto ejemplo de lo que es pensar sin salirse del problema, ya que esta pro puesta respalda de manera explícita, aunque le ponga límites, el elemento que la gente considera el problema: una cultura del riesgo desvinculada de las consecuencias. Marx se burlaría también de quienes creen que nacionalizar bancos –como se hizo en los 90 en Suecia y Japón– supondría algún cambio real.

 
 
Una figura en alza: de curiosidad de museo a hombre del momento.  

Por irónico que parezca, una de las propuestas más radicales que circulan estos días proviene de un economista de la London School of Economics, Willem Buiter, antiguo miembro del Comité de Política Monetaria del Banco de Inglaterra que, desde luego, no es marxista. Buiter ha propuesto que el sector financiero en su totalidad se transforme en un servicio público. Puesto que en el mundo actual los bancos no pueden existir sin que el Estado asegure sus depósitos ni sin los bancos centrales, que actúan como prestamistas en último término, este experto sostiene que no tiene sentido que sigan existiendo entidades bancarias privadas con ánimo de lucro. Deberían ser de propiedad estatal y gestionadas como servicios públicos. Esta propuesta recuerda a la exigencia de que “el crédito se centralice en los bancos del Estado”, que el propio Marx hizo en el Manifiesto. En su opinión, una revisión general del sistema financiero reforzaría la importancia de que las clases obreras ganasen “la batalla por la democracia” con el fin de transformar radicalmente el Estado, de un órgano impuesto sobre la sociedad a un órgano que responde ante ella.

“Pasar de la financiación de la economía a la socialización de las finanzas”, ha escrito Buiter, supone “un pequeño paso para los juristas pero un gran salto para la humanidad”. Desde luego no hace falta ser marxista para albergar aspiraciones radicales. Pero sí hay que ser algo marxista para admitir que incluso en un momento como el actual es bastante improbable que los cambios radicales empiecen por “un pequeño paso de los juristas”. Marx nos diría que sin la existencia de fuerzas populares canalizadas a través de movimientos y partidos radicales nuevos la socialización de las finanzas caería en terreno estéril. Hay que destacar que durante las crisis económicas de los 70 las fuerzas radicales existentes en el seno de muchos partidos socialdemócratas europeos impulsaron propuestas de este tipo, pero no fueron capaces de conseguir que los líderes las aceptasen.

Los partidos políticos de todas las tendencias bloquearon durante décadas cualquier intento de debatir seriamente la necesidad de democratizar de manera radical la economía, y seguimos pagando las consecuencias de marginar esas ideas. La irracionalidad que impregna la lógica básica del mercado capitalista resulta de nuevo evidente. Con el simple objetivo de no hundirse, cada fábrica y cada empresa despide empleados e intenta pagar menos a los que quedan. El aumento de la inseguridad laboral acaba traduciéndose en una reducción de la demanda en toda la economía. Como bien sabía Marx, el comportamiento microrracional da resultados nefastos a escala macroeconómica. Ahora podemos ver adónde nos lleva ignorar a Marx mientras confiamos en la “mano invisible” de Adam Smith.

La actual crisis financiera también ha dejado al descubierto irracionalidades en ámbitos diferentes al de las finanzas. Un ejemplo es el llamamiento del presidente de EE UU, Barack Obama, a que se comercie con los créditos de emisión de carbono con el fin de solucionar la crisis climática. En base a esta propuesta, supuestamente progresista, las empresas que no superan sus límites de emisión venden créditos a las que no consiguen alcanzar sus objetivos. El Protocolo de Kioto establece un sistema similar entre Estados. Por desgracia, ambas propuestas dependen de los mismos mercados de derivados financieros que, por su propia naturaleza, están expuestos a manipulaciones y colapsos del crédito. Marx insistiría en que para encontrar soluciones a problemas globales como el cambio climático tenemos que romper con la lógica del mercado capitalista, y no utilizar las instituciones públicas para reforzarlo. De igual modo, haría un llamamiento a la solidaridad económica internacional en vez de a la competencia entre Estados. Tal como plasmó en el Manifiesto, “la unidad de acción de los principales… países, como mínimo, es la primera condición para la emancipación del proletariado”.

No obstante, la tarea de crear nuevas instituciones y movimientos impulsores del cambio debe empezar en el propio país. Aunque Marx realizó el llamamiento “¡proletarios del mundo, uníos!”, no por ello dejó de insistir en que los trabajadores de cada país “antes de nada resuelvan los problemas con su propia burguesía”. Las medidas necesarias para transformar las instituciones económicas, políticas y legales existentes serían “por supuesto diferentes en cada país”. Pero en todos los casos, Marx insistiría en que la manera de que suceda un cambio radical es que, en primer lugar, la gente vuelva a pensar de forma ambiciosa.

¿Es probable que esto suceda? Incluso en un momento como el actual, en que la crisis financiera está arruinando a gran parte de la población mundial, en que la ansiedad colectiva se apodera de todos y en que, como siempre, las privaciones y los efectos negativos se ceban en la gente corriente que trabaja, el pronóstico es incierto. Si estuviera vivo, Marx no intentaría determinar la fecha o la manera en que acabará la actual crisis. Es más probable que nos recordase que estas crisis son parte de la dinámica permanente del capitalismo. Los políticos reformistas que creen poder acabar con las desigualdades de clase y las crisis recurrentes inherentes a la sociedad capitalista son los auténticos románticos de nuestro tiempo, aferrándose a una visión ingenua y utópica de lo que el mundo podría ser. Si algo ha demostrado esta crisis, es que Marx fue el más realista.  

 














¿Algo más?






 

‘Socialism Forever’ (American Enterprise, julio/agosto, 1995) es la defensa que John B. Judis hizo del socialismo frente al sistema de libre mercado. En Renewing Socialism: Democracy, Strategy, and Imagination (Londres, Merlin Press, 2008), Leo Panitch se plantea de qué modo los movimientos socialistas pueden cobrar relevancia en el mundo globalizado y cómo pueden evitar los errores del pasado. Para ir directamente a la gran fuente original lea El Capital, de Carlos Marx.

John Bellamy Foster y Fred Magdoff, editores de Monthly Review, analizan la crisis financiera desde la óptica de las teorías socialistas en The Great Financial Crisis: Causes and Consequences (Nueva York, Monthly Review Press, 2009). Alec Nove propugna de forma creíble el socialismo en la profética The Economics of Feasible Social ism Revisited (Londres, HarperCollins Academic, 1991). The Corporate Reconstruction of American Capitalism, 1890-1916: The Market, the Law, and Politics (Cambridge, Cambridge University Press, 1988), de Martin J. Sklar, reconstruye la historia de la filosofía de los gobiernos de Estados Unidos en materia de intervención del Estado y de libre mercado.

Se pueden encontrar publicaciones regulares de literatura socialista en Internet, entre otros en International Socialism, Capi tal & Class, Socialist Worker y Socialist Register .