La ingeniería financiera nos llevó al borde de la ruina, pero la ingeniería humana –la evolución dirigida– transformará la economía mundial, y más pronto de lo que creemos.

 

A medida que los países y los sectores industriales se ven abrumados por oleadas sucesivas de bancarrotas, despidos, reestructuraciones, contratos fallidos y primas vergonzosas, quizá pueden perder de vista una segunda oleada de maremotos, mucho más amplia, que se acerca por el horizonte. Mientras la economía se derrumba, la tecnología avanza a toda velocidad. La capacidad de adaptarnos al ritmo cada vez más rápido de los cambios decidirá quién sobrevive. Para utilizar la jerga actual de los rescates, existen por lo menos tres tecnologías listas para su desarrollo: la programación de tejidos, la capacidad de fabricar células y los robots. Cuando estos avances y otros converjan, habrá una enorme reestructuración del poder económico mundial.

Ya podemos programar la vida. Hace unos meses, los investigadores del J. Craig Venter Institute y de Synthetic Genomics insertaron largas cadenas de ADN en una célula de micoplasma, con lo que la convirtieron en una célula de otra especie. En enero de 2008, ese mismo equipo construyó e insertó la mayor molécula orgánica del mundo en una célula; el equivalente a todo un paquete de software para programar células. Un año después, fabricaron miles de esos programas en un solo día.

Juntos, estos descubrimientos significan que es posible escribir un código vital, manipular una célula y ejecutar una función deseada
concreta. Significa que podemos convertir células en entidades programables de fabricación. Pero este software construye su propio hardware y permite a las empresas empezar a usar bacterias para producir sustancias químicas, combustibles, medicamentos, tejidos, sistemas de almacenamiento de datos o cualquier otra serie
de productos orgánicos.

Estos descubrimientos, y sus nuevas aplicaciones, están extendiéndose rápidamente. Los investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, en sus siglas en inglés) han recopilado un registro de piezas biológicas. Como una especie de tienda de células. Es posible adquirir proteínas de fuente abierta, ARN, ADN, reguladores y terminadores. En 2008, cientos de estudiantes de 21 países se reunieron para fabricar materia viva. El equipo de Rice University trató de introducir resveratrol (la sustancia que hace que el vino tinto sea bueno para las personas) en la cerveza. Un miembro del jurado exclamó: “¡Guau, cerveza contra el cáncer. Dios existe!”. El equipo de Taiwan fue un poco más ambicioso. Intentó manipular bacterias del intestino para que hicieran de riñón. Durante la próxima década, cientos de diseños abiertos y privados florecerán en millones de proyectos y aplicaciones. Algunos de esos productos transformarán por completo nuestra forma de producir la mayoría de lo que consumimos.

Un segundo gran maremoto es la capacidad creciente de desarrollar estructuras orgánicas complejas, como extremidades, vejigas, corazones y tráqueas. Todos los organismos complejos empiezan siendo células indiferenciadas y pluripotentes; es decir, que contienen todo un genoma y pueden fabricar todas las partes del cuerpo. Las salamandras axolotl de México regeneran de forma natural partes de su cuerpo, incluidos fragmentos del corazón y del cerebro, además de extremidades enteras. Un ser humano muy joven puede regenerar una parte de un dedo. Llevando esta idea un poco más allá, Cliff Tabin, de la Facultad de Medicina de Harvard (EE UU), está creando alas suplementarias en pollos.
Y pronto quizá sea posible hacer todo eso sin necesidad de un cuerpo entero, sólo unas cuantas células. El año pasado, varios investigadores consiguieron devolver las células humanas a su estado pluripotente. Es decir que, en vez de utilizar células madre embrionarias, podemos desarrollar células epidérmicas a partir de nuestro propio tejido de otras partes del cuerpo. Anthony Atala, de Wake Forest University, está creando vejigas y orejas humanas en recipientes de cristal. Y Harald C. Ott, un investigador en el Hospital General de Massachusetts, sacó todas las células del corazón de una rata sin dejar nada más que el marco. Después, su equipo introdujo células madre de rata en el armazón; las células se organizaron por sí solas y el corazón empezó a latir. Resulta que la vida surge, y estamos empezando a aprender las reglas para programarla.

Por último, un tercer tsunami, que ya estamos cansados de esperar: los robots. Quienes tenemos cierta edad crecimos confiando en que, a estas alturas, íbamos a tener a la doncella robot de los Jetsons, Rosie, para simplificar nuestras vidas. Sin embargo, hasta ahora, lo único que hay es la aspiradora robotizada. Hemos esperado tanto tiempo y hemos visto tanta ciencia-ficción que nuestras expectativas son ya muy escasas.
Pero el cambio llega, y rápido. El robot BigDog, de Boston Dynamics, por ejemplo, es la vanguardia de un cambio de modelo en el transporte, la logística y tal vez la guerra. Puede transportar casi 160 kilos por terreno difícil, incluidos hielo y riscos boscosos, escarpados y llenos de nieve. Robert Wood, de Harvard, está trabajando en la dimensión opuesta, construyendo robots del tamaño de una mosca. Todo lo relacionado con la vigilancia, el transporte y la comunicación se va a ver alterado por la era que se avecina. Cuando eso se una a unos procesadores miniatura y de terabytes, las repercusiones en ingeniería y en tratamiento de datos serán extraordinarias. Antes de darnos cuenta, los robots estarán en todas partes.

La robótica y el diseño de materiales ya están cambiando a los seres humanos. En los Juegos Olímpicos de 2008, el corredor, y doble amputado, Oscar Pistorius intentó competir contra los capacitados. Corrió con un par de piernas artificiales, hechas de fibra de carbono, y no entró en el corte de salida sólo por menos de un segundo. La próxima vez, algún sucesor de Pistorius se clasificará. Las posibilidades van más allá de piernas y brazos. Nuestros abuelos, duros de oído, empleaban enormes megáfonos; nuestros padres, unas cajas grandes que colocaban sobre la oreja y que soltaban pitidos de forma inoportuna. Ahora usamos audífonos apenas visibles, y los implantes cocleares proporcionan a los sordos, al menos, cierta sensación de sonido. De aquí a unos años conseguirán oír normalmente. Dos o tres años después, harán muchas cosas que nosotros no podemos: percibir cosas específicas, aumentar o disminuir la sensibilidad y captar sonidos que sólo llegan a los perros, los murciélagos o las ballenas.

Lo mismo ocurre con los ojos. Es posible que, pronto, los implantes permitan a los ciegos distinguir entre luz y oscuridad y, con el tiempo, formas, colores y detalles. Tal vez un día los ojos implantados sean capaces de enfocar, ver la luz ultravioleta o infrarrojos, y registrar y transferir imágenes de manera externa.

A medida que los innovadores empiecen a leer, reproducir y programar la vida, transformarán todos los sectores industriales. Hoy, la mayoría de los cereales que consumimos están genéticamente modificados, y las empresas de ropa, medicamentos, plásticos, coches, combustible e información emplean tecnologías procedentes de la biología. Marcas tan distintas como L’Oréal, Procter & Gamble, Kaiser Permanente e Intel se juegan parte de su futuro en las ciencias de la vida. La división de biología de Toyota está fabricando piezas de automóvil a partir de plásticos cultivados en plantas. El software de mapas de Google ayuda a mostrar y recorrer los genomas de las bacterias, y la compañía apoya a un científico de Harvard que pretende descifrar los genomas de 100.000 personas.

Durante las últimas décadas, la capacidad de cifrar dígitos creó un estallido de riqueza sin precedentes, una reestructuración a gran escala de las industrias y la rápida ascensión de países que antes eran pobres (Irlanda, Singapur, Corea del Sur, Taiwan y algunas regiones de India, por ejemplo). Algo parecido está ocurriendo en los países con experiencia en biología. Lo que comenzó a mediados de los 90 como una extraña subespecialidad relacionada con la industria farmacéutica se ha convertido en un elemento clave de los planes de
desarrollo. Brasil es el primer país del mundo en producción de biocombustible gracias a los programas de ciencias de la vida emprendidos hace décadas. Corea del Sur invierte en la clonación y en la ingeniería de tejidos. Costa Rica une la medicina, el ecoturismo y la biofabricación. Los próximos Bangalores surgirán gracias a la biología.

La codificación de la vida y otras tecnologías aplicadas, como la robótica, son quizá las armas más poderosas que han tenido jamás los seres humanos. La capacidad de adoptar estas tecnologías y de adaptarse a ellas determinará quién es rico y poderoso en el ámbito individual, nacional y regional. Es la base para los próximos Ford, Intel, Microsoft y Google. Boston, San Diego, Rockville y Silicon Valley, por no hablar de Pekín, Singapur y Seúl, continúan invirtiendo en acciones de las ciencias de la vida, que valen hoy mucho más que las de otros sectores industriales. Pero incluso la ascensión y caída de los países y de las regiones puede ser poca cosa en comparación con la dimensión que acabará teniendo el cambio. Al empezar a leer y a escribir el código de la vida, nos convertimos poco a poco en una especie diferente, estamos pasando de ser Homo sapiens a ser Homo evolutis. Y ése es el maremoto supremo.