La homofobia en el contexto balcánico.

AFP/Getty Images

La película Parada (2010) tiene su dosis de realidad. Al comienzo se recuerda al espectador que, en los Balcanes occidentales, el término peyorativo para los musulmanes es balija, para los croatas es ustaša, para los serbios es četnik, para los albano-kosovares es shiptar, pero todos tienen en común que usan  peder (maricón) para loshomosexuales. En la película se retrata las vicisitudes de Radmilo: un homosexual que quiere contratar a un grupo de guardaespaldas para que proteja a los miembros de un colectivo LGTB de los hooligans, que quieren reventar la marcha del Orgullo Gay en Belgrado.

Las marchas de Belgrado (2001, 2010), Sarajevo (2008), Sofía (2008), Split (2011), Budva (2013): podríamos hablar de batallas campales donde las consignas nacionalistas, el attrezzo religioso, el lanzamiento de objetos y los chándales, capuchas y zapatillas deportivas, interpretan una coreografía de turbas y agolpamientos por doquier. Y, también, podríamos quedarnos con un grupo de violentos sin freno o hacer un juicio a la carrera acerca de sociedades balcánicas encerradas en sí mismas y aparentemente muy intolerantes.

Sobre la mesa de los políticos locales, cuestiones tales como el riesgo para la seguridad pública, el número de detenidos, los destrozos del mobiliario urbano, las agresiones a los manifestantes, la mala imagen ante los organismos internacionales y, directamente, la pérdida de votos que supone no organizar la marchan del Orgullo Gay o, paradójicamente, más todavía, tener que organizarla.

La prohibición de la manifestación del Orgullo Gay en Belgrado, el 28 de septiembre, junto con el eco mediático favorable a esta decisión en amplios sectores sociales de toda la región, puede dejar perplejo a más de un simpatizante de la causa; que podría saber que la costa adriática según el Ministerio de Turismo croata es gay-friendly, que Rumanía organiza su marcha sin incidentes desde 2004, que la legislación kosovar desde 2006 ya no incluye la homosexualidad entre los trastornos mentales, que en Sarajevo se hizo el primer taller de concienciación para miembros de la policía, o que el Parlamento macedonio no aprobó una enmienda que definía el matrimonio como la unión entre hombre y mujer. Sin embargo, el problema es más complejo que organizar la marcha del Orgullo Gay sin incidentes.

 

Chovinismo masculino: ‘Hooligans’

Según Gallup Monitor, los ciudadanos del “sureste europeo (15% de la mediana de esta región) son los últimos en Europa que van a decir que sus comunidades son buenos lugares para los homosexuales”. La inmensa mayoría no se suma a la violencia de los hooligans, pero eso tampoco significa que se pongan del lado de los que organizan marcha. Los datos no arrojan dudas, pero tampoco resuelven su razón de ser.

Tal como dice Jasmina Kuka, doctora en Ciencias Políticas y consultora en temas culturales: “la Gay Parade ofrece la oportunidad a una parte de la sociedad de enfrentarse contra un enemigo al que pueden poner cara, pero al que también pueden vencer en la calle”. Detrás del esfuerzo de alerta, organización y movilización de los hooligans, hay un fuerte sentimiento de camaradería, pero también de impotencia. El catalizador es una suerte de chovinismo masculino, que hunde sus raíces en un patrón de hombre que guarda las formas en los espacios públicos, padre de familia y detentador de todas las virtudes nacionales. Un lenguaje social que censura la espontaneidad y la efusividad sexual en los lugares públicos.

Este códex, que opera por consenso social, ha seducido las conciencias de muchos jóvenes, que no tienen otras referencias que las de la cultura acrítica del nacionalismo étnico; de base, se aprecia la incapacidad de estos grupos, como también de la sociedad civil, de combatir las injusticias sociales a gran escala: la corrupción, los altos niveles de desempleo, las malas condiciones de los servicios públicos, la falta de alternativas de vida o la cultura del favoritismo que tanto daño hace. Frente a todas esas frustraciones individuales y colectivas, un grupo muy reducido de manifestantes, escoltados por una cifra de policías que les quintuplica en número, es una victoria al alcance, una victoria que discute el monopolio de la violencia y a quienes regulan la convivencia social.

 

LGTB y la opinión pública

Mariña Barreiro, coordinadora de proyectos del Sarajevski otvoreni centar, lo expresa así: “El problema es que a medida que la visibilidad del LGBT aumenta, también aumenta la violencia contra ellos”.La visibilidad es tan delicada como el tipo de visibilidad. Las agendas del LGTB son muy variadas, pero sus armas de seducción no terminan de cambiar la percepción local, especialmente, en lo que se refiere a la organización de la Gay Parade. Mientras que la homofobia ha adoptado su denominación de origen balcánica, el LGTB no ha logrado articular una respuesta uniforme que seduzca a aquella mayoría que no se considera homofóbica pero que se opone a la celebración de la marcha (“que hagan lo que quieran pero en sus casas”, “la propaganda gay promueve la homosexualidad entre los más jóvenes”).

La indignación no siempre resuelve el origen de los problemas por muy injustos que estos sean. A veces, por el contrario, los fortalece aún más. El LGTB se encuentra preso en muchos casos de su condición clientelar. No sin razón, Boban Stojanović, militante serbio por los derechos del LGTB, cuestionaba que en la rueda de prensa posterior a la prohibición de la marcha del Orgullo Gay en Belgrado, solo una de las seis personas invitadas había estado la noche anterior en la manifestación espontánea (200 personas) que hubo por las calles de la capital serbia. A eso mismo debería añadirse que, en la mesa, los cinco restantes, eran extranjeros.

La dependencia de los fondos internacionales -solo Croacia, de los países miembros de la antigua Yugoslavia, llega a ser donante con fondos propios de algunas organizaciones locales- tiene una consecuencia desfavorable: desacredita al LGTB ante los ojos de la opinión pública, por interpretarse que sus miembros son strani plaćenici (pagados por los extranjeros), a los que se apoyaría para que acercaran las sociedades locales a la UE, por encima de los costes derivados de los altercados o de las necesidades de otros sectores en riesgo (empleo, sanidad, educación, pensiones…). Además, dicen los críticos, la comunidad internacional impondría al LGTB hacer suyos unos patrones de intervención pública que son ajenos a lo que sería el acervo local. Lo que debería representar una reivindicación festiva para la igualdad y el respecto con un marcado sello local, se transfigura, una vez al año, en una provocación y una incitación a la violencia promovida por extranjeros.

Vale la pena ir un poco más allá del exhibicionismo. La homofobia puede revelarse como una reacción conservadora ante el atrevimiento del LGTB, pero también se puede revelar como un mecanismo de defensa ante un evento que se rechaza porque, sencillamente, se prefiere no reconocer que el LGTB está discriminado y se manifiesta por ello. Los opositores, si lo hicieran, tendrían que actuar en consecuencia contra todas aquellas injusticias que les afectan y de las que solo se quejan en privado; porque hacerlo públicamente supondría unos costes y riesgos que la sociedad no quiere asumir, al menos, de momento.

Al contrario que Radmilo, que logró reunir a un serbio, un croata, un bosnio-musulmán y un albano-kosovar por una causa común, las sociedades del sureste europeo, por muchos motivos, no están por la labor de hacer lo mismo contra la corrupción, las desigualdades o las injusticias sociales. El colectivo LGTB lo pone en evidencia y eso, en el fondo, le duele a muchos; mucho más que ver por la calle la falta de pudor de unos pocos que no hacen daño a nadie.

 

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