Los pobres mexicanos, cada vez más desamparados, buscan consuelo en lo que los militares estadounidenses llaman “un culto a la muerte”.

El barrio de Tepito, donde se dice que todo está a la venta menos la dignidad, ha sido uno de los barrios más duros de la ciudad de México desde los tiempos aztecas. Famoso por su mercado negro y sus campeones de boxeo, Tepito es un lugar cuyos vecinos aprenden a luchar pronto y a luchar duro. Ahora también se ha convertido en el epicentro de la fe que más crece en el país: la de la Santa Muerte, una religión híbrida que fusiona el simbolismo católico y el culto prehispánico a Mictlantecuhtli y Mictlancihuatl, señor y señora de los muertos, respectivamente, representados por esqueletos.

Estuve allí hace poco para asistir a una misa al aire libre en uno de los primeros santuarios públicos de la Santa Muerte, fundado hace ocho años por una bisabuela llamada Enriqueta Romero. Durante mi visita en noviembre, Romero me puso alrededor del cuello un collar con un esqueleto colgante mientras unos 5.000 fieles se dirigían hacia el esqueleto colocado en una vitrina fuera de su casa. Vestida con una bata descolorida, me dijo que las iglesias católicas de México se quedaban vacías mientras miles de santuarios de la Santa Muerte se habían esparcido por el país, porque “la Iglesia regaña” pero la Santa Muerte nunca lo hace. “Ella acepta a todo el mundo, con o sin defectos”.

Algunos convictos dan fe de la ayuda de la Santa Muerte para salir de la cárcel, mientras otros devotos le imploran ayuda con un trabajo, una enfermedad, una hija embarazada o un hijo drogadicto. Los taxistas y las prostitutas le ruegan protección, y también los soldados y los policías. Una rubia huesuda con vaqueros ajustadísimos y maquillaje compacto profesional pone una vela al lado del santuario de Romero, mientras una mujer transexual se aferra a su altar personal como una cría. Los fieles traen regalos –cigarrillos, tequila, flores o billetes falsos– a los pequeños altares temporales que flanquean el camino de entrada a la casa de Romero como si fuera un mercadillo. Algunos untan el esqueleto con mezcal, otros colocan porros en sus descarnados labios.

El culto a la Santa Muerte, detectado por primera vez entre los pobres mexicanos a mediados del siglo pasado, fue una práctica clandestina hasta la pasada década; desde entonces, se ha consolidado y generalizado. Cuenta con entre dos y cinco millones de seguidores, y se practica de una forma cada vez más abierta en México y en Estados Unidos. Su ascenso ha suscitado una retórica alarmista. Un informe estadounidense califica la Santa Muerte como “el culto de los señores de la droga a la muerte, y es cierto que sus santuarios son escrutados durante las redadas contra los narcos a ambos lados de la frontera. En marzo de 2009, el Ejército americano derribó alrededor de tres decenas cerca de la frontera con EE UU como elemento de guerra psicológica contra la narcocultura.

Pero la lucha antidroga sólo está conectada de forma tangencial con la Santa Muerte: “Sus bases las forman principalmente los pobres –los excluidos de la economía formal– o quienes han perdido su fe en el sistema judicial”, afirma Lois Lorentzen, directora del Centro de la Universidad de Estudios Latinos en las Américas de San Francisco. La popularidad de la Santa Muerte, enraizada en áreas urbanas peligrosas como Tepito y regiones rurales que se les parecen cada vez más, refleja la incertidumbre política y económica de casi cincuenta millones de personas que viven bajo el umbral de la pobreza.

Su crecimiento reciente coincide con acontecimientos que han afectado con mucha intensidad a sus ya marginados seguidores. La crisis financiera mundial golpeó México con más fuerza debido a su dependencia de EE UU. La economía disminuyó un 7,3% en 2009, su peor año desde 1932. Incluso antes de esto, muchas fábricas de la frontera que producían artículos para empresas estadounidenses se marcharon a China, y la vida de millones de campesinos sufrió un fuerte golpe con la eliminación, en 2008, de los aranceles agrícolas decretada por el Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN). La depresión mundial ha afectado también a los emigrantes mexicanos, produciendo una caída de las remesas del 15% el año pasado.

           
“La gente pide protección a la Santa Muerte”, dice la cineasta Eva Aridjis, “protección contra la muerte”
           

Al mismo tiempo, la lucha mexicana contra las drogas ha dado un giro hacia la ultraviolencia, con más de 15.000 personas asesinadas desde que el presidente Felipe Calderón declaró la guerra a los carteles tras su disputada elección en 2006. Mientras los ricos blindan sus coches, contratan guardaespaldas y se implantan microchips para poder ser localizados en caso de secuestro, los pobres no tienen esas opciones. “La gente pide protección a la Santa Muerte”, afirma la realizadora Eva Aridjis, autora de un documental sobre este culto, “protección contra ella en realidad, contra la muerte”.

Para el historiador Ronald Wright, se trata de una respuesta específicamente mexicana a las desgracias del país. Mientras en otras naciones en desarrollo bajo similares presiones, como Colombia o zonas de Oriente Medio, la gente ha recurrido al fundamentalismo cristiano o islámico como respuesta, México tira de elementos de su propia cultura. “Los pobres mexicanos se sienten abandonados”, me dijo. “Están haciendo uso de antiguas tradiciones para reconstruir una identidad que les ayude a sobrevivir”.

En el caso de la Santa Muerte, la iglesia considera el culto una herejía, la religión de los criminales. Aun así, intentar combatir el tráfico de drogas destruyendo los santuarios es como arrasar las salas de tatuaje para acabar con las bandas de moteros. Estas tácticas pueden generar un contraataque. A raíz de la represión del año pasado, cientos de seguidores de la Santa Muerte se manifestaron en la plaza principal de la ciudad de México coreando: “Somos creyentes, no criminales”.

Cuando comienza la misa, Romero me invita a subir al escenario y a situarme cerca de su altar. Se hace el silencio sobre la multitud. Hombres y mujeres, jóvenes y muy mayores, escuchan cómo un hombre con micrófono apela a la “chica blanca”, la “muerte más santa” para que socorra a los necesitados. Incluso los niños prestan atención. Hay una ardiente devoción, lágrimas y una sensación de que por fin aquí hay alguien que escucha. Si algo amenaza la seguridad de México, no son las convicciones religiosas de los pobres, es la desesperación política y económica que les atrae aquí.