Un hombre camina al lado de un grafiti en la ciudad de Cacacas, enero de 2015. Juan Barreto/AFP/Getty Images)
Un hombre camina al lado de un grafiti en la ciudad de Cacacas, enero de 2015. Juan Barreto/AFP/Getty Images)

 

En comparación con muchos de los demás países de la lista, Venezuela no es una zona de guerra. La calma ha regresado a las calles de Caracas después de que los choques entre manifestantes, fuerzas de seguridad y milicias progubernamentales costaran varias docenas de vidas, sobre todo de manifestantes, a principios de 2014. Pero las causas fundamentales de la crisis siguen sin resolverse, y el país podría sufrir otro brote de inestabilidad este año.

El Gobierno del presidente Nicolás Maduro afronta una crisis económica que se ha agravado por la espectacular caída de los precios del petróleo, del que Venezuela obtiene alrededor del 96% de sus ingresos. La situación era preocupante ya antes: el país sufría una tremenda inflación (más del 60%), escasez de alimentos, medicamentos y otros artículos básicos, el fracaso de los servicios públicos y una de las tasas de crímenes violentos más altas del mundo.

La popularidad del Gobierno ha caído sin cesar desde que Maduro tomó posesión del cargo tras la muerte de Hugo Chávez, en marzo de 2013. El índice de aprobación del presidente es inferior al 25%, increíblemente bajo para Venezuela, y refleja el descontento incluso entre las filas chavistas que constituyen su base.

Todo esto no sería irremediable si no fuera porque el régimen actual, que llegó al poder en 1999, ha sido incapaz de fortalecer las instituciones del Estado. El Tribunal Supremo (TSJ), las autoridades electorales (CNE) y tres componentes de lo que los venezolanos denominan el “poder moral” (fiscal general, defensor del pueblo e interventor general) están llenos de personas leales al Gobierno. El Parlamento, que debería ser un foro para el debate pacífico, autoriza sin cuestionar las decisiones de la presidencia. Como consecuencia, Venezuela se ha quedado sin válvulas de escape que ayuden a aliviar la tensión.

En medio de los enfrentamientos del año pasado comenzó un intento de diálogo entre el Gobierno y la alianza de oposición, Unidad Democrática (MUD). Una de las pocas cosas en las que coincidieron fue la necesidad de llenar las vacantes que aguardaban desde hacía mucho tiempo en el TSJ y la CNE y sustituir a los tres miembros del “poder moral” cuyos mandatos debían expirar a final de año. Por desgracia, el Ejecutivo no recurrió al consenso y así desaprovechó una oportunidad para rebajar las tensiones con la oposición. Mientras los actores regionales no estén dispuestos a ejercer una presión más decisiva, hay más probabilidades de que las elecciones legislativas previstas para 2015 desencadenen otro brote de violencia que de que produzcan un Parlamento aceptado por todos.

El panorama que surge de esta lista de conflictos es desalentador. No obstante, hay un atisbo de esperanza: la creciente fragmentación del mundo significa que no existe una división global entre bloques. Aunque la crisis entre Rusia y Occidente preocupa a Europa, los últimos restos de la guerra fría están desapareciendo con la normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Hoy es posible abordar muchos conflictos por sí solos, y el papel cada vez más importante de las potencias regionales, aunque añade más complejidad y, en ciertos casos, nuevos antagonismos, también ofrece oportunidades para ejercer una diplomacia más imaginativa.

Este no es el momento de que las viejas potencias se retiren, pero tienen que reconocer que, para mantener la paz en 2015, será necesario colaborar con una variedad mucho mayor de países que en el pasado.