Se ha dicho de él que es un déspota, una amenaza e incluso un asesino. Pero el régimen autocrático de Vladímir Putin no gobernará Rusia para siempre. Tras casi una década en el poder, se encuentra más aislado que nunca. ¿Dejará tras de sí un sistema político paralizado y una economía improductiva? ¿O continuará con la farsa democrática que le ha llevado hasta aquí?

 

 

"Ha establecido una autocracia"

Sí, pero no durará. Cualquier persona sensata estará de acuerdo en que la evolución de la Rusia poscomunista constituye un ejemplo de libro de lo que no hay que hacer. Casi dos décadas después de la caída de la URSS, Rusia no es una democracia. Pero tampoco es una autocracia absoluta al estilo, pongamos, de Cuba o Corea del Norte. Se encuentra en algún punto intermedio. Es un régimen semiautoritario vestido de democracia. Es una simulación donde instituciones oficiales aparentemente democráticas ocultan un sistema que es a la vez autoritario, oligárquico y burocrático hasta el extremo de la parálisis. Resulta difícil distinguir la línea que separa lo auténtico de lo falso. Es cierto que Rusia tiene partidos políticos, un Parlamento, sindicatos y movimientos juveniles. Pero en realidad son todos pueblos de Potemkin. Las élites rusas llevan cientos de años perfeccionando este tipo de pantomimas. En la actualidad, el Kremlin incluso le sigue la corriente a una oposición liberal marginal y a otras formas de discrepancia que, de modo involuntario, por su simple presencia, forman parte de la farsa.

Esta pseudodemocracia puede acabar siendo aún más peligrosa y destructiva que la autocracia pura y dura que los rusos sufrieron durante décadas. Los regímenes totalitarios hacen que, más pronto o más tarde, surja un anhelo de libertad. En cambio, las falsas democracias sólo sirven para que las instituciones y principios de la democracia liberal queden desacreditados; los ciudadanos que las padecen pueden acabar por preferir la auténtica mano dura. Esto no quiere decir que la democracia en Rusia sea una causa perdida. Cuando los rusos eligieron a Borís Yeltsin y a Vladímir Putin esperaban que ambos garantizasen el orden, apoyasen la democracia y lograsen un nivel de vida similar al de los países occidentales. No eligieron como gobernantes a extremistas, nacionalistas o comunistas, a pesar de las duras penurias y la pobreza humillante de los 90.

En la actualidad, un 70% de los ciudadanos afirma estar preparado para vivir en una sociedad libre. Quizá por primera vez en la historia de este país no existen obstáculos insuperables que impidan lograrlo. El mayor de los impedimentos que siguen interponiéndose son las élites políticas y económicas. Como no están listas para vivir en una sociedad competitiva, intentan convencer al resto del mundo de que Rusia no está madura para ser plenamente libre. Para ello cuentan con la ayuda de Occidente, que intenta por todos los medios no irritar al presidente Putin por temor a dañar sus relaciones con Moscú. Al final, Occidente tendrá que decidir si prefiere buenas relaciones con el Kremlin o que Rusia sea libre.

 

"Ha logrado un milagro económico"

No. Se trata de una cantinela que suelen repetir el Kremlin y las empresas occidentales que operan en Rusia. A primera vista, Putin dirige una economía de aspecto impresionante. El PIB pasó de 200.000 millones de dólares (unos 137.000 millones de euros) en 1999 a 920.000 millones en 2006. En el primer semestre de 2007, el crecimiento alcanzó el 7%. Pero este ascenso económico tiene un doble fondo –el elevado precio del petróleo– y se ha conseguido, al menos en parte, gracias al proteccionismo. El actual Presidente no ha logrado contener la inflación y se ha visto obligado a congelar los precios de los alimentos. La deuda de las empresas de este país ha pasado de 30.000 millones de dólares en 1998 a 384.000 millones en 2007 y los inversores rusos tienden cada vez más a llevarse su dinero al extranjero. Las élites fingen confiar en el futuro de su nación, pero se marchan en manadas a Londres y a otras capitales europeas.

Llamar a Rusia superpotencia energética, como le gusta hacer al Kremlin, es un reconocimiento tácito de su fracaso a la hora de diversificar la economía. El petróleo y el gas suponen más del 63% de las exportaciones rusas y el 49% del presupuesto federal. Rusia muestra todos los rasgos característicos de un petroestado: una fusión del poder y los negocios, la aparición de una clase hiperrica que vive de las rentas, corrupción generalizada, intervención estatal en la economía y aumento de la desigualdad. Al igual que otros petroestados, Rusia evita modernizarse. Los bienes y servicios representan apenas un 1,7% de las exportaciones, y los productos de alta tecnología contribuyen con un patético 0,3%.

Hasta ahora, nunca se había visto a una potencia nuclear con una economía basada en los recursos naturales. Las élites que gobiernan Rusia ya no están obsesionadas con el poder atómico. La política de los hidrocarburos ha demostrado ser igual de efectiva. Cuanto más dependiente de los recursos naturales se hace la economía, más intenta el Kremlin centralizar su poder, intimidar a Occidente y coaccionar a vecinos como Bielorrusia, Ucrania y  antiguos países satélites. Rusia es la prueba de que un petroestado nuclear puede crecer sin desarrollarse. Pero que un petroestado atómico que no logra modernizarse siga albergando ambiciones en el mundo es una situación poco sana desde el punto de vista geopolítico.

 

"La Rusia de Putin es antiamericana"

Cierto a medias. Después de la guerra fría, podía perdonarse a los rusos por albergar cierta animadversión hacia Estados Unidos. Pero es que la mayoría no la albergaba. En los 90, cerca de dos tercios de la población rusa veía a su antiguo adversario como un país amigo. En fechas tan recientes como 2001, sólo un 15% tenía una opinión negativa de EE UU. Cuando, tras el 11-S, se preguntó a los ciudadanos “¿Donarías sangre para los estadounidenses heridos en un atentado terrorista?”, el 63% respondió “sí”. En los años siguientes, este apoyo ha disminuido. Pero, aún en la actualidad, casi la mitad de la población sigue afirmando tener sentimientos positivos hacia Estados Unidos. Aunque el Kremlin está llevando a cabo una activa campaña propagandística antiamericana, los rusos siguen siendo mucho más proamericanos que la mayoría de los europeos. Sólo el 39% de los franceses, el 37% de los alemanes y el 23% de los españoles dice tener una opinión buena de EE UU.

Los europeos detestan la hegemonía benévola de Estados Unidos. Para los rusos, y especialmente para sus élites, la situación es mucho más compleja. Es cierto que a algunos les irrita que se infravalore a Rusia, o que pura y simplemente se la ignore. Otros detestan la supremacía estadounidense porque consideran, no sin cierta envidia, que Rusia no puede comportarse del mismo modo. Las élites ven la propaganda antiamericana del Kremlin como una herramienta eficaz para consolidar el poder sobre la base de un enemigo artificial (¿qué otro país salvo EE UU podría servir para ello?). Sin embargo, no quieren provocar fricciones reales con los estadounidenses, ya que temen quedarse aislados y marginados.

Resulta irónico que Moscú utilice la historia de Estados Unidos para justificar sus planes, sobre todo un tercer mandato de Putin. Franklin Delano Roosevelt, que completó tres mandatos como presidente de EE UU, incluso ha acabado siendo uno de héroes populares de las campañas políticas en Rusia. Roosevelt “se está convirtiendo en nuestro aliado ideológico”, ha llegado a decir un colaborador cercano de Putin. Es cierto que la desconfianza hacia Estados Unidos en este país está aumentando. Si algo molesta a la élite rusa es el hecho de que los estadounidenses ya no hagan tanto caso a su viejo contrincante.

 

"Sus amigos de la KGB gobiernan Rusia"

Algo así. La realidad es mucho más complicada. Para los no iniciados, fue el anterior presidente Borís Yeltsin –a quien Occidente aclamó como liberal y demócrata– el primero que introdujo gente de los servicios de seguridad en la política rusa. Nombró a Vladímir Putin, que había estado 16 años en el KGB, como sucesor. Yeltsin metió en casa a este grupo para asegurarse de que sus adeptos conservasen su influencia y proteger sus intereses económicos.

Pero, por otro lado, Putin apenas ha delegado poderes en sus antiguos compañeros del KGB, como muchos presuponen. Más bien ha creado una tela de araña integrada por diferentes clanes y grupos de interés, entre los que se encuentran las fuerzas de seguridad, los tecnócratas liberales, los moderados y los pragmáticos políticos. El actual presidente ha utilizado con ingenio las luchas internas entre estos grupos para evitar que ninguno de ellos sea capaz de monopolizar el poder. Al hacerlo ha seguido una vieja regla de los gobernantes rusos: en el Kremlin, apoyarse en una sola fuerza política es un suicidio.

Es cierto que los antiguos compañeros de Putin en el KGB tienen influencia. Fueron la punta de lanza de una agresiva redistribución de la riqueza en Rusia, incluyendo la renacionalización de Yukos, que había sido la mayor empresa petrolera privada del mundo, y el encarcelamiento del anterior presidente de la compañía, Mijail Jodorkovsky. Además, controlan varias empresas estatales poderosas, como Rosneft, la petrolera estatal; Rosoboronexport, la exportadora de tecnología militar de Rusia; y la compañía nacional de ferrocarriles. Pero no fueron los compinches de Putin en el KGB quienes empezaron a apretar las tuercas a la sociedad rusa. Fueron Yeltsin y su equipo, entre los que se incluían liberales de primera fila muy queridos en Occidente como Yegor Gaidar (colaborador de Foreign Policy) y Anatoly Chubais, quienes, al ignorar la necesidad de crear instituciones independientes, se convirtieron en los artífices de la involución democrática rusa. Fue Yeltsin, no Putin, quien elaboró la constitución que consagró el poder personal y que no rendía cuentas a nadie que éste disfruta ahora. Sin duda, ha sacado provecho del sistema. Pero ni él ni sus amigos del KGB lo crearon.

 

"Es omnipotente"

Falso. Todos los regímenes personales acaban convirtiéndose en rehenes de los compinches en quienes delegan sus poderes. Es una tendencia que el científico político Guillermo O’Donnell denomina “omnipotencia impotente”. El actual Presidente ruso no es una excepción.

Putin es la única figura política real de Rusia. No se toma una sola decisión sin su consentimiento. El resultado es una parálisis burocrática total. Todas las autoridades esperan a que él tome una decisión. Pero en los últimos meses, parece reacio a decidir sobre casi todo. Ha construido un Estado hermético e hipercentralizado, así que depende totalmente de su entorno y de la información que le filtran del exterior. Al haber eliminado la verdadera política, las fuentes alternativas de información y los grupos de interés rivales, el Kremlin apenas percibe lo que ocurre en la sociedad. Esto no ayuda mucho a que Putin vea el panorama general, y le obliga a enredarse en piruetas tácticas para intentar mantener la incertidumbre y la desorientación entre la clase política. En eso es bueno, es un estratega de primer orden, que con gran habilidad, equilibra a la vez una infinidad de intereses y fuerzas.

Pero después de haber empezado prometiendo modernizar Rusia, ahora acaba su segundo mandato con todas las reformas aparcadas. No debe subestimarse su inteligencia (comprende a la perfección las trampas en las que se ha metido y ha metido a su país), pero su intento de lograr la estabilidad mediante la dominación política ha llevado a una situación en la que ni él ni nadie en Rusia sabe qué ocurrirá a partir de marzo de 2008, momento en que supuestamente abandonará su cargo. Su legado económico parece ser negativo, ya que deja al país sin alicientes para hacer reformas. De modo similar, su gran objetivo de construir un Estado fuerte por el bien del propio Estado acabará provocando lo contrario, como ocurrió en el antiguo sistema soviético. Putin ha creado una situación en la que cualquier cambio positivo sólo puede conseguirse echando del poder a las élites que hoy gobiernan. Cualquier nuevo régimen político tendrá que legitimarse, antes de nada, destruyendo la red de influencias que el presidente creó a su alrededor. Hasta que llegue ese momento, seguirá agotando sus días como rehén en el Kremlin.

 

"Quiere gobernar para siempre"

Es poco probable. Está por ver si Putin romperá las cadenas que parecen mantener a los gobernantes rusos en su puesto hasta que la fuerza o la muerte los echan contra su voluntad. Desde luego, está dándole vueltas al asunto, intentando imaginar el modo de que el viceprimer ministro, Dmitri Medvédev, al que ha designado sucesor, sea elegido presidente, mientras él conserva la máxima influencia posible. En su mundo ideal, seguramente le gustaría ser la versión rusa de Deng Xiaoping.

El problema es que, a diferencia de China, ni la tradición rusa ni el sistema que Putin y Yeltsin crearon proporcionan un nicho para que los políticos retirados conserven su influencia. El papel o la función política que el actual presidente quiere tener cuando deje el cargo le exigirá convertirse en subordinado de uno de sus antiguos subordinados. Un pacto de este tipo dependerá de la lealtad y la disposición de Medvédev a respetar las condiciones que Putin le ofrece. El viceprimer ministro puede cumplir hasta cierto punto, o rechazarlo por completo. Al fin y al cabo, en Rusia los nuevos regímenes se autolegitiman  condenando  o renegando del anterior.

Con bastante probabilidad, Putin influirá en la política durante un año o más, hasta que se alcance un nuevo equilibrio de poder. Al convertir las elecciones parlamentarias del pasado diciembre en un referéndum sobre su presidencia, Putin ha manifestado su esperanza de seguir influyendo. Incluso puede que intente regresar al Kremlin tras un breve retiro, si su sucesor está dispuesto a apartarse y dejarle paso de forma voluntaria. Pero sin duda es consciente de que ese momento llegará cuando el petróleo se agote y la economía empiece a fallar ¿Estará dispuesto a presidir el segundo declive de su país? No parece que quiera arriesgar su legado de ese modo.

 

"Occidente no puede influir en Rusia"

No es cierto. Las élites que gobiernan Rusia quieren vivir al estilo de la jet set y tener su segunda residencia y su cuenta bancaria en Occidente, mientras dejan aislada al resto de la población. La primera parte de esta ecuación les deja expuestos a la influencia de los países occidentales, que podrían al menos intentar ser más inquisitivos sobre los dudosos negocios de las élites rusas que ahora llaman hogar a Londres, París o Nueva York. Sin embargo, hasta la fecha ha sucedido lo contrario. Los países occidentales se han dejado utilizar como una gran lavadora para el dinero ruso.

Putin ha usado con increíble éxito a Occidente para justificar y perpetuar su petroestado. Ha logrado usar para sus fines a políticos, entre ellos al ex canciller alemán Gerhard Schröder, al ex presidente francés Jaques Chirac y al ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi. Schröder fue nombrado presidente del consejo de administración de una empresa rusa de construcción de gaseoductos (Chirac y Berlusconi fueron sólo seducidos) a cambio de decirle al mundo que Rusia aún no está preparada para ser más democrática, transparente y libre. Putin ha obligado a las empresas occidentales que operan en Rusia a doblegarse a las políticas del Kremlin, y ha utilizado a los intelectuales y las élites mediáticas de Occidente para apoyar su campaña de imagen. Algunos líderes occidentales, entre ellos el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Nicolas Sarkozy, se han mostrado menos receptivos a los abrazos de Putin. Aún así hacen todo lo posible por no irritarle, ya que consideran que Rusia en un elemento esencial en sus planes de seguridad energética, no proliferación y apaciguamiento de Irán. En organismos como el G-8 o el Consejo de Europa, estos líderes a duras penas le recuerdan –si es que lo hacen– los compromisos democráticos.

Los partidarios del nuevo realismo, tanto en Rusia como en los países occidentales, dicen que la antigua potencia soviética debe ser “aceptada tal como es”. Opinan que es inútil criticar a Putin por el deterioro de la democracia. Es mejor, dicen, que Moscú y Occidente se centren en sus intereses comunes ¿A dónde ha conducido esta versión de la realpolitik? A una crisis en las relaciones. El desafío para Occidente, en particular para Estados Unidos, es encontrar ahora una política que les permita implicar a Rusia sin asentir ante el régimen no democrático.

 

¿Algo más?
Lilia Shevtsova relata el ascenso al poder de Vladímir Putin, su transformación como presidente y su impacto en el futuro de Rusia en dos obras, Putin’s Russia (Carnegie Endowment for International Peace, Washington, 2003) y Russia-Lost in Transition: The Yeltsin and Putin Legacies (Carnegie Endowment, Washington, 2007).

Entre otras valoraciones adicionales de las políticas del actual presidente se encuentran La Rusia de Putin, de Anna Politkóvskaya (Editorial Debate, Barcelona, 2005); Inside Putin’s Russia: Can There Be Reform Without Democracy?, de Andrew Jack (Oxford University Press, Nueva York, 2004); y Kremlin Rising: Vladimir Putin’s Russia and the End of Revolution, de Peter Baker y Susan Glasser (Scribner, New York, 2005).

Anders Åslund analiza la costosa persecución de Putin contra los oligarcas en ‘Los últimos magnates de Rusia’ (FP Edición Española, febrero/marzo 2006).