Hutíes yemeníes en una manifestación en la ciudad de Taez en contra de la intervención militar liderada por Arabia Saudí. AFP/Getty Images
Hutíes yemeníes en una manifestación en la ciudad de Taez en contra de la intervención militar liderada por Arabia Saudí. AFP/Getty Images

La combinación de violencia sectaria, conflicto entre potencias regionales, descomposición del Estado y milicias sedientas de poder dejará al país a merced de aquellos que saben aprovechar el caos: Al Qaeda y el Estado Islámico.

Yemen está en guerra. El país se encuentra dividido entre el movimiento hutí, que controla el norte y avanza rápidamente hacia el sur, y la coalición formada en su contra, respaldada por los aliados que el presidente Abdrabbo Mansur Hadi ha logrado reunir en Occidente y el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG). El 25 de marzo, los hutíes se apoderaron de una base militar estratégica al norte del puerto de Adén y capturaron al ministro de Defensa. Esa noche, Arabia Saudí puso en marcha una campaña militar en coordinación con otros nueve Estados, en su mayoría árabes, para detener el avance hutí y restaurar el gobierno. Hadi huyó a Riad y el 28 de marzo asistió a la cumbre de la Liga Árabe. No parece que ninguno de los grandes partidos quiera verdaderamente evitar una guerra que amenaza con ser regional. Las posibilidades de salvar el proceso político son escasas y exigen que los actores regionales interrumpan de inmediato sus acciones militares y ayuden a los partidos nacionales a lograr un acuerdo sobre un presidente o consejo presidencial que sea aceptable para la mayoría. Solo entonces podrán regresar los yemeníes a la mesa de negociación para abordar otras cuestiones pendientes.

La transición política, que sufre problemas desde hace tiempo, empezó a deteriorarse en serio en septiembre de 2014, cuando los combatientes hutíes capturaron Saná y derrocaron al gobierno de transición, tremendamente impopular. Ni el presidente Hadi ni los hutíes (un grupo predominantemente zaidí/chií, conocido también con el nombre de Ansar Allah) cumplieron el acuerdo de paz firmado. En enero, el conflicto surgido a propósito del borrador de constitución empujó a los hutíes a consolidar su control de la capital, lo cual precipitó, el 22 de enero, la dimisión del Primer Ministro y el Presidente; este último huyó a Adén.

La brecha entre hutíes y hadíes es explosiva, pero no es la única. También existen tensiones en el reciente matrimonio de conveniencia entre los hutíes y el antiguo presidente Alí Abdulá Saleh, depuesto en 2011 pero que en estos años ha aprovechado el descontento popular y se ha aliado discretamente con los hutíes contra sus enemigos comunes para regresar a la política a través de su partido, el Congreso General del Pueblo (CGP) y tal vez su hijo, Ahmed Alí Abdulá Saleh. También abundan las divisiones en el sur, que fue Estado independiente hasta su unión con el norte en 1990. Los separatistas están divididos entre sí y desconfían de Hadi, un sureño que es partidario de mantener la unidad con el norte. Y no hay que olvidar a Al Qaeda y el incipiente movimiento del Estado Islámico (EI), ambos decididos a luchar contra los hutíes y aprovecharse de la descomposición del Estado para adquirir territorio.

Esta mezcla tan combustible ha desbaratado las negociaciones dirigidas por la ONU en Saná, que son un legado de la iniciativa del CCG en 2011 y sus mecanismos de aplicación. Cuando comenzó, el proceso político era prometedor: expulsó a Saleh y facilitó una Conferencia de Diálogo Nacional (CDN) que, durante 10 meses, obtuvo una serie de acuerdos constructivos sobre el futuro político. Sin embargo, tres años después, las partes interesadas no confían en que esas conversaciones basten por sí solas para superar la situación de punto muerto ni desembocar en un acuerdo duradero.

Los países del CCG también han perdido la fe, y cada vez están más dispuestos a recuperar lo obtenido por los hutíes casi a cualquier precio. Arabia Saudí considera que los hutíes son agentes iraníes y, por tanto, próximos a Teherán. Tras la decisión de apoyar a Hadi, los saudíes trasladaron su embajada a Adén y, al parecer, están financiando la movilización tribal contra los hutíes en la provincia central de Marib y en el sur. Están encabezando la campaña para aislar diplomáticamente a esta comunidad chií, estrangular su economía y, ahora, debilitarlos en el terreno militar. Por su parte, los hutíes acusan a Hadi de ser ilegítimo y ofrecen una recompensa de 100.000 dólares por su captura. Han llevado a cabo ejercicios militares en la frontera con Arabia Saudí y seguramente endurecerán su actitud ante la intervención militar saudí. No dependen de Teherán tanto como Hadi y sus aliados dependen de Riad, pero, si continúan su trayectoria actual, su relativa autosuficiencia no durará mucho. Ya están empezando a pedir ayuda económica y política a Irán.

El CCG tenía más poder económico y vínculos históricos que nadie con los distintos bandos yemeníes y habría podido fomentar un acuerdo, pero presionó demasiado al tiempo que desconectaba la válvula de seguridad. En marzo, cuando Hadi pidió a Riad que acogiera unas negociaciones en las que el Consejo hiciera de mediador, este aceptó e impuso a los hutíes unas condiciones imposibles: que reconocieran a Hadi como presidente y retirasen a todos los combatientes de Saná. Los hutíes y el CGP de Saleh, a quien los saudíes culpan en parte del avance de aquellos, se niegan a sacar las reuniones de Saná e insisten en que la ONU siga ejerciendo su mediación allí.

Espoleados por las potencias regionales, Arabia Saudí e Irán, los yemeníes quizá no puedan evitar una guerra prolongada. Para que sea posible, el CCG debería apartarse de la vía militar y coordinar sus esfuerzos diplomáticos con Naciones Unidas, que todavía desempeña un papel fundamental a la hora de facilitar acuerdos. Lo idóneo sería que el Consejo de Seguridad de la ONU condenara la intervención militar regional en Yemen; como mínimo, debe abstenerse de respaldarla y promoverla.

La prioridad inmediata debe ser un alto el fuego negociado y vigilado por el Consejo de Seguridad, seguido de unas conversaciones de paz dirigidas por la ONU con el respaldo del CCG, sin condiciones previas, que centren su atención en la presidencia y dejen las demás cuestiones de reparto de poder para después de que se logre un acuerdo básico sobre un presidente único, con uno o varios vicepresidentes, o un consejo presidencial. Un acuerdo sobre el Ejecutivo permitiría negociar otros aspectos del reparto de poder preelectoral en el gobierno y el Ejército, así como debatir la estructura del Estado, en especial el futuro del sur, donde existe un fuerte sentimiento separatista. Ambos problemas han sido grandes motivos de conflicto desde que terminó la CDN en enero de 2014.

Sin un mínimo consenso dentro y fuera de sus fronteras, Yemen se encamina hacia un largo periodo de violencia en múltiples frentes. Esta mezcla de guerras entre terceros, violencia sectaria, descomposición del Estado y milicias que imponen su poder es ya tristemente habitual en la región. No es probable que nadie gane una lucha así, que solo puede beneficiar a quienes sacan provecho del caos de la guerra, como Al Qaeda y el EI. Lo único indudable es que habría un gran sufrimiento humano. Existe una alternativa, pero solo si los yemeníes y sus vecinos están dispuestos a escogerla.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.