Un grupo de jóvenes activistas afrocolombianas de Chocó pintan un mural, “Somos Atrato”, que representa la herencia afrocolombiana y el vínculo con el río Atrato en Quibdó, Colombia (Jan Sochor/Getty Images)

Libros, películas, series, grafitis, música y una bebida para conocer un país complejo y lleno de contraste, pero con una diversidad cultural y social muy ricas y vibrantes. 

Si el mundo pudiese resumirse en un país, ese probablemente sería Colombia. Ya la simple geografía anuncia un lugar de contrastes. En el país andino se conjugan desde los picos gélidos del Nevado del Ruiz a fértiles valles como el Cauca, las llanuras del Meta, las playas paradisíacas del Pacífico, el abrasador desierto guajiro y el desconocido y virgen Amazonas. Sólo en Bogotá, la capital, situada a 2.600 metros de altura, uno puede vivir, en un simple día, todas las estaciones del año, desde temperaturas inferiores a los 5ºC hasta pasajes donde el sol achicharra la piel, pasando por lluvias torrenciales, todo en un espacio de unas pocas horas, sin previsión alguna. Aventurarse a dejar el paraguas en casa, aunque no se atisbe una sola nube en el horizonte, es arriesgarse a caminar mojado. Todo puede cambiar en cuestión de minutos. Colombia es, ciertamente, un país inesperado, un vibrante vivero lleno de diferencias, desde la modernidad de sus imponentes centros urbanos, donde colectivos como el feminista y LGTBI dan batalla, donde en las discotecas se baila reguetón y en el que hay una explosión de tribus urbanas, a la tradición católica e indígena, la ranchera tradicional, el vallenato, el palenque, la panela, la maloca y la chicha. Desde los heavys, raperos, punkies, gomelos (pijos) y modernos hasta los pueblos originarios del Amazonas, los cowboys llaneros, los mineros de esmeraldas, los currantes de las favelas o el campesinado rural que da de comer a un país que ama apasionadamente, pero donde también existe el odio con rabia, capaz de mostrar lo mejor y lo peor del ser humano. Tras casi seis décadas de un conflicto armado que todavía perdura y que sigue marcando profundamente a los habitantes de una Colombia combativa, que ha dejado atrás sus épocas más oscuras, pero que tiene importantes desafíos por delante.

En Colombia hay muchas colombias, incluso en espacios reducidos. Los contrastes quedan patentes dentro de las mismas ciudades del segundo país más desigual de América Latina, tras Brasil y, por ende, uno de los más desiguales del mundo. Uno puede estar caminando por un barrio acomodado, cruzar de calle, y meterse de lleno en una favela, dándose de bruces con la miseria y la marginalidad de los que parecen sobrar, como diría la canción protesta chilena. Casas arregladas con cuatro ladrillos y techo de chapa junto a lujosos condominios en un país donde la pobreza afecta al 39,3% de la población. Ese espacio refleja la película Los Reyes del Mundo, de la directora Laura Mora Ortega, estrenada el año pasado y ganadora de la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián. Cuenta las peripecias de Rá, Culebro, Sere, Winny y Nano, cinco chavales de entre 12 y 19 años que viven en la marginalidad de las calles empinadas de Medellín, la segunda ciudad más grande del país. Ellos son su propia familia y malviven del rebusque y algún robo. El filme retrata con fascinante detalle y excepcional crueldad -tal y como es en las comunas de Medellín- de la vida callejera de niños y jóvenes en las grandes urbes colombianas, el rechazo y las dificultades para salir adelante ante el estigma de ser pobre y no haber tenido acceso a una buena educación. Los propios artistas son muchachos de barrio, lo que en cine se conoce como actores naturales, ya que no tienen una formación profesional como intérpretes. Ellos siguen sufriendo el flagelo de la violencia en la calle. De alguna manera no han escapado a su personaje de la película porque se están representando a ellos mismos. Carlos Andrés Castalleda, el chaval que encarna a Rá, el chico mayor de la película, fue extorsionado cuando volvió a vivir al municipio de Yarumal, cerca de Medellín. “Ahora sí tiene con qué pagar”, le dijeron los criminales. Tuvo que exiliarse y dejar a su familia y a sus amigos cuando las exigencias crecieron. La extorsión es común en los barrios y en muchas zonas rurales del país. Quien no paga, si tiene suerte, ve su negocio en llamas. Si no la tiene, acaba asesinado.

Los Reyes del Mundo es, además, un viaje por la Colombia profunda, esa donde más asoma la miseria, que afecta al 15% de los colombianos, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). El país andino sólo es superado en pobreza extrema en la región por Honduras (20%), Nicaragua (18,3%) y Guatemala (15,4%).

El periplo de los jóvenes comienza cuando Rá recibe una carta con la que el Gobierno restituye al joven la tierra de su abuela fallecida en un pueblo de montaña. Millones de hectáreas de cultivo fueron sustraídas a sus legítimos propietarios durante el conflicto armado colombiano, ocupadas por los grupos criminales, las guerrillas o los paramilitares. El Gobierno tiene un programa para devolver esos terrenos, pero el proceso es lento, engorroso y, en muchas ocasiones, insatisfactorio.

Indígenas de diferentes partes de Colombia participan en las protestas contra el presidente colombiano Iván Duque en Bogotá, en diciembre de 2019 (Juancho Torres/Getty Images)

Ese cóctel de desigualdad, carestía, corrupción y violencia provocó grandes manifestaciones en 2019 y un estallido social contra el Gobierno del conservador Iván Duque en 2021 que dejó 83 muertos en todo el país y que han marcado profundamente los últimos años en Colombia. Miles de personas salieron a las calles de manera masiva, por primera vez en las últimas décadas, a reclamar sus derechos, enfrentando una dura respuesta estatal. “Miembros de la Policía Nacional de Colombia han cometido abusos gravísimos en contra de manifestantes en su mayoría pacíficos durante las protestas”, denunció en su día la ONG Human Rights Watch (HRW), mientras el Ejecutivo acusaba a los manifestantes de ser violentos y “vándalos” promocionados por los grupos guerrilleros que operan en el país. “En reiteradas ocasiones los policías han dispersado manifestaciones pacíficas de manera arbitraria y empleado la fuerza de forma excesiva y a menudo brutal, incluso mediante el uso de municiones letales”, continúa el informe de HRW.

“No disparen, estamos desarmados, respeten la vida, los derechos son sagrados”, reza la canción “No Disparen”, del grupo de rock Doctor Krapula, que se convirtió en un himno de esas protestas y que a la vez es una potente expresión de denuncia social. “Discursos de odio y de polarización, aterrorizando a toda la población, manipulan las mentes con falsa información, entre el caos y el miedo alimentan la corrupción”, dice el grupo de artistas de un país que obtuvo apenas 39 puntos sobre 100 en el Índice de Percepción de la Corrupción de 2022, ocupando el puesto 91 entre los 180 países evaluados. Cada año cientos de millones de euros de dinero público se van por el sumidero corrupto colombiano. La mayoría, además, no vuelve. Apenas el 5% (4,94 billones de pesos colombianos, alrededor de un millón de euros) de los recursos comprometidos por la corrupción entre 2016 y 2020 han sido recuperados en el país andino, según Transparencia Colombia.

“Quieren normalizar las muertes violentas, al que piense diferente pues que lo desaparezcan, ya no importan las causas, lo que importa es la renta, la industria, los negocios y una buena explotación”, añade el tema de Doctor Krápula, refiriéndose a los asesinatos de líderes sociales, comunitarios y defensores de derechos humanos en el país, con diferencia, más peligroso del mundo para dichos colectivos. Al menos 189 activistas, la mayoría del ámbito rural, fueron asesinados en Colombia durante 2022, según cifras de Indepaz. El segundo país donde más asesinatos de defensores de los Derechos Humanos se dieron fue Ucrania, con 50, y el tercero fue México, con 45, según la organización Front Line Defenders, que registró el asesinato de 401 activistas el pasado año, y el 46% de esos homicidios ocurrieron en Colombia.

En junio de 2022, ganó las elecciones Gustavo Petro, que se convirtió dos meses después en el primer presidente de izquierda de la historia de Colombia, un hito, después de dos estallidos sociales, prometiendo detener la corrupción, generar justicia social e igualdad, y paliar la violencia, pero, por ahora, no está logrando que deje de verterse sangre de los colombianos ni el cese de las hostilidades. En 2023, hasta el 24 de abril, ya han sido asesinados 55 líderes sociales y defensores de Derechos Humanos, según Indepaz y se han producido 33 masacres en todo el país.

Algunas de las comunidades más golpeadas por esos asesinatos son las pobladas por los indígenas Nasa en las montañas del Cauca, un lugar muy penetrado por el narcotráfico. A los pocos minutos de abandonar la vía panamericana y entrar por los caminos secundarios, los bosques dan lugar a plantaciones de coca que se extienden hasta el horizonte, algunas de ellas en el mismo borde de la carretera.  “Todo es por el territorio”, decía el año pasado, postrado en un camastro, el indígena Nasa Fabián Camayo, mientras se recuperaba de los dos tiros que le habían pegado un grupo de disidentes de la guerrilla de las FARC que había asesinado a su hermano, Marcos, en noviembre, y había matado a su otro hermano, Albeiro, mientras él estaba en el hospital. Una decena de allegados fueron ultimados en apenas tres meses. Los mataron porque protestaron contra los cultivos y el grupo armado que los custodiaba. La casa de Fabián está sobre un risco arbolado, desde donde comienzan a apreciarse los cultivos contra los que lucha junto a sus compañeros de la Guardia Indígena del Cauca. “Adelante compañeros, dispuestos a resistir, defender nuestros derechos, así nos toque morir”, dice una de las estrofas del himno de la Guardia Indígena, retomado en 2021 y completado con colaboraciones de artistas urbanos colombianos, que los Nasa cantan con orgullo y que también se convirtió en otro de los himnos de las protestas de 2021, cuando cientos de indígenas entraron en la ciudad de Cali, subidos en los desvencijados autobuses rurales conocidos como chivas, bastón de mando en mano y pañoleta verdiroja al cuello, al son de la canción. “Compañeros han caído, pero no nos vencerán, porque por cada indio muerto, otros miles nacerán”, reza la letra, a modo de resistencia, recordando a aquellos que se dejaron la vida luchando por sus derechos en la Colombia rural de la cordillera.

Las montañas del Cauca han sido y siguen siendo, a pesar de su cercanía con centros urbanos muy poblados como Cali, uno de los epicentros del conflicto armado colombiano, surgido hace casi seis décadas, y que ha moldeado la vida de la Colombia moderna. Ni Medellín, ni sobre todo Cali y Bogotá pueden entenderse si no se comprende que están pobladas por millones de personas que tuvieron que dejar sus comunidades rurales por la guerra entre el Estado, los grupos guerrilleros y los paramilitares. Son ellos, y sus descendientes, quienes pueblan sus barrios más humildes, tras haber llegado huyendo, la mayoría de las veces sin nada en los bolsillos. Por eso, la jungla urbana de Bogotá, una ciudad de unos ocho millones de habitantes, más grande que cinco países de Sudamérica, ha sido construida a la carrera, a base de ensanches apresurados, y barrios sin planeamiento en las laderas de sus cerros. Al menos 752.000 personas sufrieron desplazamiento forzoso desde sus comunidades entre 1985 y 2019, según la Comisión de la Verdad, creada gracias al pacto de paz entre el Estado colombiano y la extinta guerrilla de las FARC, firmado hace siete años en La Habana, que supuso un avance radical en pos de la pacificación del país, pero que no ha logrado acabar con la violencia. Uno de los mejores trabajos sobre ese proceso es el libro De la guerra a la paz, firmado en 2016 por el ensayista y poeta colombiano William Ospina, uno de los mayores expertos en las dinámicas de un conflicto que dejó 450.664 asesinatos entre 1985 y 2018, según la Comisión de la Verdad, que evalúa que, teniendo en cuenta el subregistro, la estimación de homicidios puede llegar a superar las 800.000 víctimas. El autor analiza en el libro las causas de la violencia, espoleada por la concentración de tierras y la desigualdad, y también las consecuencias del conflicto, así como las oportunidades y los desafíos que plantea el acuerdo de paz. Ospina propone una visión crítica, y también reflexiva, sobre el combativo país, poniendo el foco en el desarrollo rural y el difícil ejercicio de memoria y reconciliación en una Colombia que está intentando mirar hacia adelante.

Niños de pueblos indígenas colombianos, que se encuentran en un refugio temporal proporcionado por la alcaldía de Bogotá (Juancho Torres/Getty Images)

Entre los datos terribles de la Comisión de la Verdad se encuentra uno que estremece: al menos 16.238 niños, niñas y adolescentes fueron forzosamente reclutados por los grupos armados entre 1990 y 2017. Teniendo en cuenta el potencial subregistro se calcula que pudieron ser hasta 30.000 los menores afectados, un flagelo que, además, continúa hoy en día. Monos de Alejandro Landes (2019) es una celebrada película que, haciendo gala de una formidable fotografía, relata las vivencias de un grupo de niños reclutados a la fuerza por un grupo armado que jamás es identificado en el reportaje, conocido simplemente como “la organización”, aunque su estilo se asemeja mucho al de las guerrillas del país. De hecho, el actor que interpreta al instructor del grupo de menores, Wilson Salazar, fue guerrillero de las FARC con el alias de ‘El Enano’. El filme muestra cómo, con el paso del tiempo, el conflicto aleja a los niños de su infancia, de su identidad y de su familia, convirtiendo a algunos de ellos en máquinas de supervivencia. Monos refleja, además, las duras condiciones de vida en la montaña y la vida de obediencia y disciplina a la que son sometidos los reclutas. Es, sin duda, un crudo reflejo de la realidad de miles de combatientes menores de edad durante décadas en una cruenta guerra.

Ese conflicto armado continúa. En la actualidad, hay seis guerras en el país, de acuerdo con el análisis del Comité Internacional de la Cruz Roja, entre el Estado, los narcoparamilitares del Clan del Golfo, la guerrilla del ELN y las distintas disidencias de las FARC, que se enfrentan entre ellos por el territorio rural ante unas ciudades donde muchos viven completamente ajenos a las batallas por el territorio, algo eminentemente rural. Las dos colombias están todavía en proceso de conocerse. 

El conflicto sigue siendo espoleado por el narcotráfico. Todos quieren controlar las rentas de la cocaína, que deja jugosos ingresos, de forma directa o tras cobrar impuestos por su producción, y el número de cultivos se ha disparado en los últimos años. En 2021, había 204.000 hectáreas de coca en Colombia, según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de la ONU, que reportó un incremento del 43% en el área sembrada con ese cultivo con respecto al año anterior, convirtiéndolo en el país que más cocaína produce y exporta de todo el mundo.

Un agricultor de cacao trabaja en Vichada, Colombia, zona con miles de hectáreas destinadas a las plantaciones de coca pese a los intentos de conseguir una “zona libre de coca” (Juancho Torres/Getty Images)

El narcotráfico y sus profundas ramificaciones en el Estado colombiano han supuesto una lacra para el Estado en las últimas décadas. Conocer el fenómeno es importante para analizar el país. El Patrón del Mal de Juana Uribe y Camilo Cano (2012) es una serie que relata en 74 capítulos el auge y la caída del Cartel de Medellín. A muchos colombianos no les gustará la inclusión de una obra que cuenta la vida de Pablo Escobar en esta lista. Es perfectamente entendible, dado que su figura ha sido tristemente exaltada por algunos incluso como un icono pop, y porque es terrible que sea uno de los rostros más conocidos del país después de miles de asesinatos del cartel y de llevar 30 años muerto. El Patrón del Mal refleja con precisión el fenómeno del narcotráfico en Colombia y cómo es capaz de penetrar en las instituciones, corrompiendo todo a su paso. La cocaína condiciona todavía, décadas después de que cayese Escobar, parte de la vida en el país y, sin duda alguna, en el conflicto armado. El producto audiovisual está basado en el libro del ex alcalde de Medellín, Alonso Salazar, y sustentado en documentos periodísticos y testimonios reales. Aún con algunos elementos de ficción, muestra sin estridencias innecesarias el horror y la corrupción que el narcotráfico genera en Colombia, acercándose al fenómeno de una forma crítica, con tintes reflexivos, en un país en el que, más allá de los criminales, miles de familias campesinas deciden plantar coca porque es un cultivo menos expuesto a plagas que otros como el plátano, que da más cosechas y permite mandar a los hijos a estudiar, algo que no podrían hacer de otra forma. No son ricos los campesinos cocaleros, todo lo contrario, la práctica totalidad vive en pueblos remotos y humildes casas de madera, con lo básico. El dinero de verdad, lo ganan otros.

Uno de los mayores problemas de la Colombia actual es que el Estado no tiene la suficiente presencia en las zonas más rurales y remotas como para evitar los flagelos de la guerra y el narcotráfico. Las dificultades son políticas, pero la situación empeora aún más en un país que pasa de tres escarpadas y agrestes cordilleras, donde vive el 75% de la población, a la extensa y difícilmente accesible selva amazónica, apenas sin término medio.

En Colombia hay muchas colombias y algunas, como la Amazonía, son prácticamente desconocidas para casi todos los colombianos menos un puñado de estudiosos, algún intrépido aventurero y los pueblos que allí habitan. Sobrevolar la selva del occidente colombiano es todavía una experiencia mística. Las alas del avión navegan sobre un mar verde, que parece no tener fin, aunque la deforestación acaba con miles de hectáreas cada año. El Sendero de la Anaconda de Wade Davis (2019) es un espectacular documental del antropólogo norteamericano recorriendo el remoto Río Apaporis, profundo en la espesura amazónica, en busca del legado que dejó su antiguo profesor de universidad, reuniéndose con representantes de varias comunidades indígenas de la zona. En Colombia hay censados 115 pueblos originarios bajo los que se denominan casi dos millones de personas. Varias tribus del Amazonas, en aislamiento voluntario, no están registradas, sin embargo, en esas cifras. La Amazonía es un mundo abrumador, indómito, donde cada día se lucha por sobrevivir. Davis, uno de los mayores estudiosos de Colombia, realiza un viaje al pasado, al presente y también al futuro de la olvidada región, donde no llegan las carreteras y el tiempo parece estar detenido, sede de una explosión de biodiversidad que enfrenta múltiples amenazas y desafíos, como la protección del medio ambiente y la defensa de los derechos indígenas.

También por sus derechos lucha fervorosamente la comunidad afrocolombiana, habitantes mayoritarios de la región de Chocó, un mundo intermedio entre el desconocido Amazonas y las zonas urbanas colombianas, una selva donde se conjugan ciudades y pueblos grandes como Quibdó, Istmina y Riosucio con áreas donde no llegan las carreteras, pequeñas comunidades aparecen esparcidas por los numerosos ríos y la pobreza es extrema. El PIB per cápita de Chocó es, en promedio, el 40% del de Colombia. “De donde vengo yo, la cosa no es fácil, pero es siempre igual sobrevivimos”, reza la canción De Donde vengo yo de ChocQuibTown (2010), que expone, en tono combativo, las dificultades de vivir en una de las regiones más pobres y vulnerables de Colombia y reivindica también la cultura afrocolombiana, un sector de la población especialmente afectado por la violencia, la pobreza y la exclusión. Aún siendo el 8,6% de la población representan, por ejemplo, el 12,3% de los desplazados internos a la fuerza en Colombia. El 98,3% de los afrocolombianos en situación de desplazamiento vive bajo la línea de la pobreza, según ACNUR.

‘De donde vengo yo’ mezcla ritmos del pacífico colombiano con estilos urbanos como el hip hop y reguetón, símbolo también de un país donde se está produciendo una auténtica explosión cultural en las ciudades a rebufo de las luchas sociales que muchos artistas han tomado como referencia.

El arte combativo del grafitero bogotano Toxicómano Callejero es una de las referencias del arte urbano de la capital colombiana, repleta de ‘garitos’ de música experimental, donde en un mismo paso de cebra uno puede encontrarse con un rockero, un rapero y un cyberpunk cruzando la calle tranquilamente. Toxicómano hace con su arte una crítica a la veloz sociedad actual, a la política tradicional, a la contaminación medioambiental y a la corrupción, defendiendo a la vez los derechos humanos, la diversidad y la cultura urbana.

La Colombia del Siglo XXI es una apasionante mezcla entre lo antiguo y lo nuevo, entre la vanguardia y la tradición, que quiere reconciliarse y enmendar errores. Quizás uno de los mayores ejemplos de ese contraste es la Chicha, una bebida alcohólica tradicional indígena, producida a base de maíz fermentado, la única entrada de esta lista que el lector probablemente no podrá probar si no viaja a Colombia. Quizás, si ha llegado hasta aquí, se lo esté planteando, y el autor se lo recomienda. La Chicha era la bebida alcohólica de referencia en el país desde antes de la llegada de los españoles. Su popularidad pervivió durante los años coloniales y buena parte de la independencia, hasta que, a inicios del siglo XX, la industria cervecera llegó. Entonces comenzó una campaña de demonización de la bebida tradicional indígena, con argumentos como que embrutecía a los hombres, era sucia y nublaba el juicio. Fue finalmente prohibida de facto en 1948, tras el ‘Bogotazo’, las manifestaciones que dieron inicio al conflicto armado colombiano que perdura hasta nuestros días. Se culpó a la Chicha del estallido social y se la borró del mapa durante décadas. Algunos continuaron produciéndola de forma clandestina, pero ésta no fue recuperando parte de su popularidad hasta que la Constitución del 91 y jurisprudencia de hace apenas 8 años volvieron a permitir su producción. Hoy es consumida, en el turístico centro de Bogotá, por personas de toda clase social, raza y nacionalidad, un símbolo de un país donde muchos -no todos- se han propuesto avanzar.