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Mural en Oaxaca, México. (Education Images/Universal Images Group via Getty Images)

Feminismo, indigenismo, violencia, desigualdad, nacionalismo e identidad son algunos de los temas que los artistas mexicanos utilizan en su obra. He aquí una muestra de películas, libros, música o grafitis que reflejan el México actual. 

Después de su visita a México, Salvador Dalí afirmó: “De ninguna manera volveré a México; no soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas”. La complejidad de este país, bello y desolado, violento y hospitalario es difícil de explicar, sobre todo, a los que lo conocen solamente a través de sus hermosas playas y magníficos vestigios arqueológicos. Es un país de contrastes que, hoy en día, se han cristalizado en la polarización extrema que interpela a la sociedad y a la clase política. Los actores, antes silenciosos, alzan sus voces y reclaman ser protagonistas de este México del siglo XXI sin intermediarios, sin ser parte del discurso homegeneizante del pueblo mexicano, que –en palabras del actual presidente– es bueno y honesto, sobre todo cuando deja en manos del Ejecutivo la responsabilidad de decidir su futuro. Quizás no sea justo trazar esta imagen de México recordando los enfrentamientos entre Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y actores colectivos emergentes porque este afán de presentarse como el portavoz de los mexicanos no es exclusivo del presidente actual. Sin embargo, en los últimos dos años se hizo más visible por el arraigo de AMLO en el imaginario social y político del llamado milagro mexicano de hace medio siglo.

Recientemente, en su conferencia de prensa mañanera, AMLO arremetió en contra de la clase media, aspiracionista, individualista, egoísta y enfocada a progresar en lo material. Desde la llegada al poder, el presidente construyó discursivamente a su adversario político, los fifís, conservadores y reaccionarios, pero en sus inicios no era sinónimo de la clase media, sino de una élite ensimismada y ciega ante la desigualdad ofensiva de la sociedad mexicana. El enfrentamiento entre los fifís y los chairos (seguidores del presidente) incendió las redes sociales y puso en evidencia el profundo clasismo de los mexicanos. Nuevo orden (2020), la película de Michel Franco, premiada en el Festival Internacional de Cine de Venecia, fue criticada en México por su presunto racismo. Este largometraje presenta una apología del odio al retratar un México urbano al borde del colapso por la inequidad económica y las consecuencias a nivel familiar, cívico y militar. Se trata de una representación del odio que divide a las personas privilegiadas (blancas, adineradas y preparadas profesionalmente) de las marginadas (morenas, pobres y dedicadas a servir a los ricos). Aunque esta simplificación puede caer en la banalización de la situación racial y económica que sí se vive en el país, Nuevo orden aprovecha el encono que provoca este tema al interior de las relaciones entre mexicanos y lanza una pregunta que es, en sí, la anécdota del filme: ¿qué va a pasar el día en el que los desfavorecidos puedan vengarse de los privilegiados? La respuesta que da la cinta se queda en la distopía, el pandemónium y en una hiperbólica representación de un odio que, como toda emoción desbordada, llega a cegar todo pensamiento racional.

A pesar de la estética distópica, el cuestionamiento que Franco formula es profundamente político: ¿está México en el borde de un conflicto social violento?

También la han planteado los directores mexicanos que han trascendido las fronteras nacionales y hoy se colocan dentro de los nombres más conocidos de la escena cinematográfica global tanto por sus creaciones como por los premios otorgados: Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu. Si bien sus filmes contemporáneos se insertan en la industria multinacional del cine y sus historias apelan a una narrativa más global que local, en su haber cuentan con cintas que han reflejado un México fragmentario abatido por el clasismo y la desigualdad económica. Amores perros (2000) de González Iñárritu cuenta sobre la violencia urbana a partir de historias disímiles que se encuentran en contrapunto; personajes ambivalentes de los tres estratos sociales más representativos en México: la clase privilegiada, la clase media vulnerada y la clase invisibilizada que vive en situación de calle. Se trata de personajes llenos de ira, fieles a sus proyectos de vida individualistas por los que son capaces de tomar las decisiones más viles. La multipremiada Roma (2018) de Cuarón retrata la vida doméstica y el melodrama cosmopolita de una familia de clase acomodada en los 70; se recurre a la focalización en un personaje socialmente marginado: Cleo, la empleada doméstica de origen indígena. Aunque la cinta no va más allá de la estampa cotidiana y cae en clichés del melodrama, es un ejemplo que ilustra los avatares de una sociedad racista y clasista que niega serlo. Porque hay que entender que México es clase media. A pesar del debate actual en torno al clasismo, de acuerdo con el reciente estudio de Parametría el 79% de los mexicanos se declara parte de la clase media, de los cuales solamente el 5% se considera clase media alta, adicional al 1% que se autoclasifica como la clase alta. Más allá de las dificultades sociológicas de definir este concepto, la clase media sigue siendo una identidad, o aspiración, compartida de los mexicanos, que confía todavía en la movilidad social y la posibilidad de superar el clasismo.

Roma alude también a la conflictiva relación entre el México mestizo y los pueblos indígenas. Cuando López Obrador mandó las cartas a España y al Vaticano exigiendo que pidieran perdón por los crímenes de la conquista, la reacción de los zapatistas fue muy contundente: ya basta con la manipulación oficial del pasado, de la hipocresía de un nacionalismo que hoy en día despoja a los indígenas, destruye la Naturaleza y deja impunes asesinatos de activistas locales. Esta carta incluye una afirmación llena de orgullo por lo que los pueblos indígenas son el día de hoy, y no solo por lo que fueron hace siglos. Los zapatistas afirman: no fuimos derrotados. Hay muchas manifestaciones actuales de este orgullo, y de la voz que no necesita intermediarios, como Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística (2020) de Yásnaya E. Aguilar Gil. Se trata de un ensayo de la lingüista, escritora y activista mixe (poco más de 134 mil personas se identifican como mixes) en el que se reúnen sus artículos y publicaciones en redes sociales de 2015 a 2018. Esta compilación de textos hace un recorrido por las diversas relaciones que la lengua guarda con la política, la educación, la discriminación, el activismo y el aprecio cultural. Con una prosa sencilla, directa y amena, Aguilar Gil revela aquello que los mexicanos monolingües –es decir, la mayoría que solo habla español– desconocen de esa otra minoría bilingüe que ha crecido hablando una lengua indígena y la lengua hegemónica. La autora rompe con los dañinos estereotipos del “buen salvaje”, del “pobre indito inocente” y del “indio ladino” para hablar de lo que es realmente importante: la configuración de la realidad a través de la lengua que nos da identidad. La imparcialidad con la que presenta su testimonio y su perspectiva es de agradecerse en tiempos de polarización ideológica y domesticación del Otro. Naturalmente, en sus páginas se aborda la violencia que atraviesa al país; pero, Aguilar Gil nos presenta la violencia simbólica y sistemática que, por siglos, ha mantenido a los grupos indígenas fuera de las oportunidades educativas, económicas, políticas y culturales. Una violencia que se manifiesta desde la prohibición tajante de hablar la lengua propia hasta la expresión seudocómica de los memes en los que se descontextualizan fotografías de personas de origen indígena con el fin de mofarse de lo que, erróneamente, se piensa como “lo indígena”.

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Mujer raramuri en Zócalo, Ciudad de México. (Gerardo Vieyra/NurPhoto via Getty Images)

Otra voz interesante es la del Colectivo Membda (minidocumental sobre el origen de Membda) y su hip-hop hñähñu, una sacudida para los que aún piensan que las comunidades indígenas que viven en México habitan un pasado anacrónico ajeno a la tecnología y a las tendencias de la digitalización y de la vida contemporánea. Si bien es cierto que la mayoría de las comunidades indígenas viven en la marginación económica y han sido explotadas y empobrecidas a lo largo de la historia, esto no significa que las personas de origen indígena deban vivir al margen de la globalización como si estuviesen encadenadas a permanecer en el pasado. Ejemplo de ello son Héctor Polvadera e Israel Ñonthe, dos jóvenes otomíes (los otomíes son uno de los grupos indígenas más antiguos y más numerosos de México. Cerca de 300.000 personas hablan la lengua hñähñu) del poblado Ixmiquilpan en el estado de Hidalgo (aproximadamente a 100 km de distancia de la ciudad de México) quienes, desde 2011 han dado vida al Colectivo Membda. Sus composiciones en lengua hñähñu abrevan del rap, el hip-hop, el tribal, la electrocumbia y el moombahton. ¿De qué hablan sus canciones en lengua hñähñu? Hablan de las preocupaciones universales: la relación del hombre con la naturaleza; el arraigo a la tierra; la identidad individual y colectiva; el amor y la búsqueda de la libertad.

Una tercera propuesta que reivindica la memoria mítica y cultural de los pueblos indígenas es el proyecto 68 voces – 68 corazones, una propuesta audiovisual para plataformas digitales creado por la mexicana Gabriela Badillo, una joven diseñadora y cofundadora de la casa productora Hola Combo. 68 voces – 68 corazones presenta cápsulas animadas de poemas, relatos y leyendas narrados en cada uno de los 68 idiomas que se hablan en México y que, en total, dan origen a las 364 variantes lingüísticas que coexisten en el país. A través de estos minivídeos ilustrados y animados por artistas mexicanos podemos escuchar la narración en algunos de los idiomas que están en peligro de extinción tales como el kiliwa de Baja California y el ayapaneco de Tabasco. Lo valioso de este proyecto es la documentación de las distintas cosmovisiones de las comunidades indígenas, así como el registro del léxico y la fonética de estas lenguas. Cada vídeo ha sido producto de una investigación minuciosa, una documentación y, en muchos casos, del contacto directo con los hablantes de las lenguas indígenas quienes han compartido las narrativas, las creencias e ideologías que han heredado a través del tiempo. Pero, sobre todo, quienes han dotado de voz a las narraciones de estas historias universales.

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Grafiti durante el Día Internacional de la Mujer en la Universidad de Sonora, Hermosillo, México. (Luis Gutierrez/Norte Photo/Getty Images)

Finalmente, es imposible pensar el México de hoy e ignorar las demostraciones de protesta más emblemáticas de los últimos años en la ciudad de México: las movilizaciones de mujeres. Las protestas enardecidas han sido actos de reclamo de justicia ante las sangrientas cifras de feminicidios y la cultura patriarcal que sume a las mexicanas bajo el yugo de jerarquías masculinizantes y prácticas desiguales entre los géneros. A través de acciones performativas, ciclos de actividades culturales, recuperación de espacios públicos y marchas multitudinarias las mujeres han dejado un registro de su paso por las principales calles de la ciudad de México por medio del grafiti, las intervenciones de monumentos históricos y las pintas en mobiliario urbano. Se trata de actos simbólicos –y legítimamente enardecidos– que buscan dejar huella sobre los otros símbolos patriarcales de un país sumido en la inequidad, la injusticia y la impunidad. Entre la megamarcha de 2019 y la de 2021 el discurso de los titulares de los medios masivos ha pasado de considerar las pintadas como actos vandálicos a considerarlas como legítimos registros de una población vulnerada, violentada y harta. No se puede olvidar que desde 2007 las movilizaciones de mujeres comenzaron a cobrar relevancia hasta convertirse en protestas de más de 20 mil personas. La documentación fotográfica del grafiti y los grafitis que estas mujeres han hecho será un registro valioso del momento histórico que atraviesa el país y nos dan una versión distinta del México que siempre ha sido narrado desde la visión patriarcal.

Estas protestas despiertan polémica, no solamente por parte del presidente, firme defensor de la candidatura de Salgado Macedonio a la gobernatura de Guerrero en las elecciones de junio pasado, un político machista, acusado de acoso y violación. Entre las mismas mujeres hay división y críticas, como lo atestigua la lucha entre los hashtags #PrimeroLasMujeresLuegoLasParedes y #EllasNoMeRepresentan.

La situación de violencia contra las mujeres es un tema constante –presentado como protesta o como una situación normalizada justificada por la cultura– en los productos culturales mexicanos: no solo largometrajes, sino telenovelas, historietas, música y documentales. La diosa del asfalto (2019) de Julián Hernández es una respuesta a la violencia que se ejerce impunemente contra las mujeres al representar la vida y los pactos de sororidad que se establecen entre las mujeres que, durante los 80 en la ciudad de México, se hicieron llamar “las Castradoras de Santa Fe”. El barrio de Santa Fe hoy es uno de los más desarrollados, pudientes y es en donde se ubican grandes oficinas de corporaciones multinacionales y torres de departamentos de lujo. Sin embargo, en los 80, esta zona periférica del –entonces llamado– Distrito Federal era uno de los focos rojos en cuanto criminalidad, narcomenudeo y feminicidios. La película de Hernández retoma los testimonios de dos chicas banda que formaron parte de las Castradoras y en ella la premisa “ojo por ojo” se materializa al establecer un pacto de sangre entre estas mujeres quienes, por mano propia, se cobrarían violentamente las agresiones de hombres que las violentaron y abusaron emocional y sexualmente de ellas. A pesar de que la cinta está ambientada en los 80 en un barrio que, supuestamente, pasó de la brutalidad al progreso, la historia de sororidad que muestra es pertinente al México actual en el que la movilización de las mujeres cobra diversas manifestaciones y, aunque aquí se decanta por una exacerbada e irracional violencia, logra que el espectador se cuestione sobre las aristas y los matices de la naturaleza humana y, en última instancia, sobre las implicaciones de la justicia por cuenta propia.

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Julia Ramírez Roja, de "Las Patronas", pasa paquetes de comida y botellas de agua a los migrantes que viajan en el exterior de La Bestia.(Denis Düttmann/picture alliance via Getty Images)

La resistencia femenina a la violencia omnipresente tiene muchas historias y muchas expresiones de solidaridad que rebasan las fronteras de género, como la historia de las patronas, relatada por Arturo González Villaseñor en el documental Llévate mis amores (2014). Estas mujeres del poblado veracruzano Guadalupe (La Patrona) desde 1995 se han encargado de ayudar a los migrantes centroamericanos que pasan por el poblado apenas asidos a la Bestia el tren que recorre de sur a norte al país. Las Patronas son mujeres con historias de desprendimiento, pérdida, ausencias y pobreza; pero con una idea que las ha unido desde mediados de los 90: ayudar al prójimo más allá de un precepto religioso. Estas mujeres preparan “lonches” (paquetes individuales de comida en los que incluyen arroz, frijoles y alguna otra porción de proteína) que arrojan a los migrantes conforme la Bestia va atravesando el poblado. En este documental, se habla de un México que se debate entre la violencia y la pobreza, pero también se da cuenta de la esperanzadora afiliación voluntaria de algunos de sus ciudadanos. Lejos de romantizar esta red de ayuda, el documental presenta testimonios de vida de estas mujeres y narrativas personales que arrojan una visión multifocal a las razones más sencillas –pero no siempre socorridas– de una ética del cuidado.

Otra forma de resistir y exorcizar la violencia es el arte. Teresa Margolles es una de las artistas mexicanas más controversiales en la escena del arte contemporáneo: su obra es odiada, denostada, juzgada de banal, engañosa y artificiosa. Sin embargo, lo irrefutable de su obra –y por tanto, lo más valioso– es que toca uno de los puntos más sensibles de la mexicanidad contemporánea: el espectáculo de la violencia en un ambiente de narcotráfico, ajustes de cuentas, desapariciones forzadas, fosas clandestinas, descabezados, cuerpos mutilados esparcidos por las calles; jóvenes que nunca logran llegar a su destino y cuyos miembros aparecen en bolsas de plástico. Margolles ha trabajado con la materialidad del cadáver desde principios de los 90 en sus tiempos como líder del colectivo SEMEFO (nombre que emula al del Servicio Médico Forense oficial). Sin embargo, la obra de Margolles del siglo actual se ha decantado por el cadáver en la escena pública; por el despojo humano que queda como posdata de los ajustes de cuentas entre carteles de narcotraficantes. Para ello, ha empleado sangre de las víctimas del crimen; restos de las pertenencias de los asesinados; fragmentos de objetos encontrados en escenas de fuego cruzado; agua y componentes químicos con los que se lavan los cuerpos antes de hacerles la autopsia. Parte de la controversia y la crítica de su trabajo radica en los modos de obtención de sus materiales. La misma artista ha señalado que, no solo hay violencia en el país, sino que hay una frágil protección de las evidencias de los crímenes. Su obra artística comprende instalaciones, performance, fotografías, escultura, joyería, ready-made y registro en vídeo. En 2009, representó a México en la bienal de Venecia con un corpus de siete obras titulado ¿De qué otra cosa podríamos hablar?

La violencia individual y social también se ha instalado en la literatura mexicana de este siglo. Numerosos son los títulos de los escritores que han hablado de esa violencia transversal que cruza al México actual. Sin embargo, uno de los ejemplos más emblemáticos en la literatura mexicana contemporánea es la novela Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor. Esta novela premiada y aclamada por la crítica nacional e internacional presenta, a manera de narraciones polifónicas en contrapunto, el testimonio de personajes periféricos que viven en el poblado La Matosa en el estado costero de Veracruz. La trama inicia con el macabro descubrimiento del cuerpo en descomposición de La Bruja, personaje misterioso y emblemático de una sociedad moderna que no se deshace de sus raíces míticas, sus creencias en fuerzas sobrenaturales y, sobre todo, en su incesante búsqueda de supervivencia en un extraño ambiente de “horrorismo mágico”. La prosa de Melchor es rica en registros del léxico propio de la costa veracruzana; los coloquialismos y la fluidez del lenguaje hacen de esta novela uno de los ejercicios literarios más interesantes y relevantes de la narrativa mexicana actual. En Temporada de huracanes todos, hombres y mujeres, ejercen la violencia de igual manera a través de actos abyectos, crueles y, en los casos más extremos, criminales. En esta novela encontramos los lados más oscuros de la naturaleza humana y los hilos individuales que, poco a poco, van enredándose en una madeja abrumadora de personajes ambivalentes, resentidos contra sí mismos y contra su lugar en el mundo. Sin embargo, hay belleza en el fango de abyecciones y Fernanda Melchor no escatima en presentarla de manera tan contundente como abrasiva.

La violencia y la belleza, la crueldad y el amor, la exclusión y la voluntad de entender al Otro. Este es el México de hoy, un país que busca su futuro, una sociedad que no quiere resignarse al violento presente.