(Spencer Platt/Getty Images)
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Desde 2007, numerosas han sido las medidas  puestas en marcha para soliviantar la crisis. Pero, ¿qué es lo que hay que cambiar de base para evitar repetir errores del pasado?

Me pregunta la directora de esglobal acerca de lo que en mi área de conocimiento, la economía, ha quedado asentado como convicción tras la “Gran Recesión”. En una cuestión tal subyace el convencimiento de que esta maldita crisis ha hecho tambalear algunas convicciones. Y es verdad: la escena económica y financiera global a partir del verano de 2007 ha sido como un banco de pruebas de ideas y presunciones acerca de los comportamientos de los agentes económicos. En realidad, los fallos no han sido tanto del propio análisis económico sino de su utilización, ya sea para interpretar lo que ha ocurrido como, fundamentalmente, en relación a las políticas económicas orientadas al tratamiento de los problemas revelados. Esta es, por tanto, una ocasión para que los propios economistas, los más cercanos a la actividad política, pero también para los académicos, revelen su catadura no solo intelectual, sino también moral: su capacidad, en definitiva, para la corrección de prejuicios fuertemente arraigados y para admitir errores de gran significación. Lo que sigue son solo un par de ellos.

La primera fuente de escepticismo es la que genéricamente se deduce de la propia autonomía de la dinámica económica y, en todo caso, de la particularizada en los mercados financieros. Si cabía alguna duda acerca de la necesidad de una estrecha supervisión sobre la actividad financiera, ha quedado despejada. Las veleidades desreguladoras o autoreguladoras, alimentadas incluso en algún momento desde algunos bancos centrales, se han revelado manifiestamente incompatibles con la necesaria estabilidad. La regulación estricta no impedirá que vuelvan a existir crisis financieras -las proposiciones de H. Minsky acerca de la inestabilidad financiera intrínseca al sistema disponen de mayor vigencia que cuando las formuló- pero al menos su alcance puede quedar mas acotado. Si, además, esa regulación y supervisión se internacionaliza tanto como la actividad de los operadores financieros, el contagio propio de las modernas crisis financieras también podría ser objeto de mayor control.

Otra lección relevante es la deducida de las políticas económicas destinadas a paliar las consecuencias de la crisis. La preeminencia concedida a políticas de ajuste presupuestario en plena recesión en la confianza, de esa suerte de propósitos de enmienda en las finanzas públicas, podrían llegar a generar un círculo virtuoso de la mano del reforzamiento de la confianza de los operadores en los mercados financieros y de los inversores en bonos públicos de forma particular. La realidad ha demostrado que la austeridad presupuestaria no es precisamente expansiva cuando se concreta en un contexto recesivo y sin excesivo margen de maniobra de la política monetaria. La evidencia sugiere que es preferible soportar efectos secundarios derivados de la expansión antes que soportar una prolongación de la recesión a la que conduce el carácter procíclico de la austeridad a ultranza.

Ambas lecciones disponen de un denominador común: la importancia de las instituciones, de los Gobiernos, en la elección de las respuestas. La mayor importancia que en esta crisis ha revelado la calidad de las políticas económicas que la fiabilidad de la propia teoría económica. Y la muestra la aportan los resultados observados, seis años después, en los dos bloques mas directamente afectados por la crisis: EE UU, país donde nació la crisis, creciendo el doble que la eurozona y con una tasa de desempleo que es poco más de la mitad. La lección esencial, en última instancia, es que la evidencia siempre es mejor compañera que los prejuicios.