El leninismo de mercado vive.

 

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“China es comunista sólo de nombre”

Falso. Si Vladímir Lenin se reencarnara en el Pekín del siglo XXI y se las arreglara para apartar su mirada de los resplandecientes rascacielos y el ostensible consumismo de la ciudad, reconocería al instante en el gobernante Partido Comunista Chino (PCCh) una réplica del sistema que él diseñó hace casi un siglo para los triunfadores de la Revolución Bolchevique. Uno sólo necesita echar un vistazo a la estructura del partido para ver lo comunista -y leninista- que sigue siendo el sistema político en el gigante asiático.

Es verdad que hace mucho que el país se deshizo de los pilares del sistema económico comunista, reemplazando la rígida planificación central por empresas públicas con mentalidad comercial que coexisten con un vigoroso sector privado. Sin embargo, y a pesar la liberalización que se ha producido en la economía, los líderes han tenido mucho cuidado en mantener el control de las altas instancias de la política gracias al dominio del PCCh sobre tres elementos: personal, propaganda y Ejército Popular de Liberación.

EL EPL es el Ejército del partido, no del país. A diferencia de lo que sucede en Occidente, donde a menudo surgen controversias sobre la politización de las Fuerzas Armadas, en China el partido se mantiene constantemente en guardia por el fenómeno opuesto, la despolitización del Ejército. El temor es obvio: la pérdida del control del PCCh sobre los generales y sus tropas. En 1989, un alto general se negó a hacer marchar a sus soldados sobre Pekín para disolver a los estudiantes de la Plaza de Tiananmen, un incidente ahora marcado a fuego en la memoria colectiva de la clase gobernante. Después de todo, la represión militar sobre los manifestantes preservó el dominio del partido sobre el poder en 1989, y sus líderes han trabajado duro desde entonces para mantener a los generales de su lado, en caso de que se les necesite de nuevo para sofocar las protestas.

Como en la Unión Soviética, PCCh controla los medios de comunicación a través de su Departamento de Propaganda, que emite órdenes de forma diaria a los medios, tanto formalmente en papel, e-mails y mensajes de texto, como informalmente por medio del teléfono. Las instrucciones señalan, a menudo con detalle, cómo deberían manejarse las noticias consideradas delicadas -como la concesión del Premio Nobel de la Paz a Liu Xiaobo- o si deberían ser publicadas.

Y lo que quizá es más importante, el partido dicta todos los nombramientos de personal senior en ministerios, empresas, universidades y medios de comunicación a través de un organismo misterioso y poco conocido llamado Departamento de Organización. A través de él se supervisa todo puesto importante, en cualquier campo, del país. Claramente, los chinos recuerdan el dictado de Stalin de que la cúpula de mando lo decide todo.

De hecho, si se compara al PCCh con una lista de características de este tipo de regímenes elaborada por Robert Service, veterano historiador de la URSS, las similitudes son notables. Como hizo el comunismo en los días de su apogeo en el resto del mundo, en China el partido ha erradicado o debilitado a los rivales políticos, eliminado la autonomía de los tribunales y los medios de comunicación, restringido la religión y la sociedad civil, denigrado las versiones rivales de lo que constituye la nación, centralizado el poder político, establecido amplias redes de cuerpos de seguridad y enviado disidentes a campos de trabajo. Hay buenas razones por las que el sistema chino es a menudo descrito como “leninismo de mercado”.

 

“El partido controla todos los aspectos de la vida en China”

Ya no. No hay duda de que China fue un Estado totalitario bajo el gobierno de Mao Zedong desde 1949 hasta su muerte en 1976. En esos malos tiempos, los trabajadores corrientes tenían que pedir permiso a sus supervisores no sólo para casarse, sino también para mudarse a vivir junto a sus cónyuges. Incluso el preciso momento elegido para comenzar una familia dependía de una aprobación desde las alturas.

Desde entonces, el PCCh ha reconocido que este tipo de profunda interferencia en la vida de la gente es en realidad un estorbo para poder construir una economía moderna. Bajo las reformas iniciadas por Deng Xiaoping a finales de los 70, el partido se ha ido alejando gradualmente de las vidas privadas de todos excepto de los más recalcitrantes disidentes. El declive en los 80 y 90 del viejo sistema en el que el lugar de trabajo, la sanidad y otros servicios sociales eran  estatales y se mantenían “desde la cuna hasta la tumba”, también desmanteló un intrincado entramado de control centrado en los comités de barrio que, entre otros propósitos, eran utilizados para husmear en las vidas de los ciudadanos corrientes.

El PCCh se ha beneficiado enormemente de este giro, a pesar incluso de que en la actualidad muchos jóvenes saben poco sobre qué es lo que hace el partido y lo consideran irrelevante para sus vidas. Eso se ajusta a la perfección a los intereses de sus líderes. Y en cualquier caso a la gente no se la anima a interesarse en las operaciones internas del PCCh. Algunos poderosos órganos del mismo, como los Departamentos de Organización y Propaganda, no muestran señalizaciones en el exterior de sus oficinas. Sus números de teléfono no aparecen en las guías. Su bajo perfil ha sido una inteligente estrategia para mantener su actividad diaria lejos de la vista del público mientras se permite que el partido se adjudique todo el mérito del rápido crecimiento económico del país. Así es como funciona el gran arreglo de China: el PCCh permite a los ciudadanos amplia libertad de acción para que mejoren sus vidas siempre y cuando se mantengan al margen de la política.

 

“Internet hará caer al partido”

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No. Hace una década el ex presidente estadounidense Bill Clinton pronunció unas famosas declaraciones en las que afirmaba que los esfuerzos de los líderes chinos para controlar Internet estaban destinados al fracaso, que eran algo parecido a “clavar gelatina en una pared”. Ha resultado que Clinton tenía razón, pero no en el sentido que él pensaba. Lejos de ser una cinta transportadora para los valores democráticos occidentales, Internet ha conseguido en gran parte lo contrario en China. El gran cortafuegos funciona bien para bloquear o al menos filtrar las ideas occidentales. Tras él, sin embargo, los ciberciudadanos hipernacionalistas gozan de carta blanca.

El PCCh se ha envuelto en el manto del nacionalismo para asegurarse el apoyo popular y ha exagerado el potente relato de la histórica humillación de China por Occidente. Incluso las propuestas de inversión extranjera son a veces comparadas con los “Ocho Ejércitos Aliados” que invadieron y ocuparon Pekín en 1900. Pero cuando estas posturas comienzan a entrar en ebullición en Internet, con frecuencia el Gobierno se las arregla para canalizarlas de un modo muy hábil para sus propios fines, como cuando usó el estallido on line de sentimientos antijaponeses para presionar a Tokio después de que el capitán de un pesquero chino fuera arrestado en aguas niponas. Puede que estas tácticas de intimidación no ayuden mucho a la imagen de China en el extranjero, pero dentro del país han reforzado el apoyo al partido, ya que a los medios de comunicación estatales les gusta destacar cómo éste planta cara a las potencias extranjeras.

A través de su Departamento de Propaganda, el PCCh utiliza toda una variedad de tácticas, a menudo muy creativas, para asegurarse de que su voz domina la web. No sólo cada población tiene su propia policía de Internet con una formación especializada y encargada de contener las posibles agitaciones surgidas a escala local, sino que también supervisa un sistema para conceder pequeños pagos de efectivo a los ciberciudadanos que envíen comentarios a favor del Gobierno a los tablones de anuncios y grupos de discusión de la Red. Además, los portales dominantes en el país saben que sus rentables modelos de negocios dependen de que mantengan el contenido subversivo alejado de sus páginas web. Si incumplen las reglas de forma continuada, pueden ser simplemente clausurados.

 

“Otros Estados quieren seguir el modelo chino”

Buena suerte. Desde luego, muchos países en desarrollo sienten envidia del ascenso de China. ¿Qué Estado pobre no querría tres décadas de un crecimiento anual del 10%? ¿Y qué tirano no querría un 10% de crecimiento y la garantía de que mientras tanto se mantendrá en el poder una larga temporada? Sin ninguna duda el gigante asiático tienen importantes lecciones que enseñar a otros sobre cómo gestionar el desarrollo, desde cómo pulir sus reformas poniéndolas primero a prueba en diferentes partes del país a manejar la urbanización de modo que las grandes ciudades no se vean invadidas por barrios marginales y poblados chabolistas.

Además China lo ha logrado a la vez que, conscientemente, ignoraba los consejos de Occidente, usando el mercado sin resultar seducido por cada uno de sus encantos. Durante años, los banqueros extranjeros viajaron hasta Pekín para propagar el evangelio de la liberalización financiera, diciéndoles a las autoridades chinas que dejaran fluctuar su moneda y abrieran su cuenta de capitales. ¿Quién podría culpar a los líderes chinos por detectar el evidente egoísmo de estos consejos y rechazarlos? El éxito del Imperio del Centro ha dado lugar a una noción en boga: la existencia de un nuevo Consenso de Pekín que esquiva la imposición del libre mercado y la democracia que fueron los sellos distintivos del antiguo Consenso de Washington. En su lugar, el Consenso de Pekín supuestamente ofrece una economía pragmática y una política autoritaria a la medida.

Pero si se observa con más detenimiento el modelo chino, resulta claro que no es fácilmente reproducible. La mayoría de los países en desarrollo no tienen la profunda tradición burocrática de China, ni la capacidad de movilizar recursos y controlar al personal que le permite la estructura del PCCh. ¿Podría la República Democrática del Congo establecer y gestionar un Departamento de Organización? El autoritarismo chino funciona porque cuenta con los recursos del partido para respaldarlo.

 

"El PCCh no puede gobernar para siempre”

Sí, puede. O al menos hasta donde se alcanza a ver en el futuro. A diferencia de los casos de Taiwan y Corea del Sur, la clase media china no ha surgido con ninguna exigencia clara de querer lograr una democracia al estilo occidental. Hay algunas razones obvias para esto. Los tres vecinos asiáticos más cercanos, incluyendo a Japón, se convirtieron en democracias en momentos diferentes y bajo distintas circunstancias. Pero todos fueron en la práctica protectorados estadounidenses y Washington fue crucial para forzar el cambio democrático o institucionalizarlo. La decisión surcoreana de anunciar elecciones antes de los Juegos Olímpicos de Seúl de 1988, por ejemplo, se tomó bajo presión directa de EE UU. Japón y Corea del Sur son también más pequeños y cuentan con sociedades más homogéneas, careciendo de la enorme amplitud continental de China y de su multitud de nacionalidades y grupos étnicos en conflicto. Y no hace falta decir que ninguno sufrió una revolución comunista cuyos principios fundadores consistían en expulsar a los imperialistas extranjeros del país.

Puede que la clase media urbana del gigante asiático desee más libertad política, pero no se ha atrevido a alzarse en masa contra el Estado porque tiene demasiado que perder. Durante las últimas tres décadas, el partido ha decretado un amplio abanico de reformas económicas, incluso a la vez que reprimía la disidencia. La libertad para consumir -ya sea en forma de automóviles, propiedades o supermercados bien abastecidos- es mucho más atractiva que las vagas nociones de democracia, especialmente cuando los individuos que aboguen por las reformas políticas podrían perder sus medios de subsistencia e incluso su libertad. El coste de oponerse al partido es prohibitivamente alto. De ahí que los gérmenes de la agitación en los últimos años se hayan localizado principalmente en áreas rurales, donde residen los habitantes más pobres, que están menos involucrados en el milagro económico del país. “¡Trabajadores del mundo, uníos! No tenéis nada que perder más que vuestras hipotecas” no da la talla como eslogan revolucionario.

Todo esto es la razón de que algunos analistas consideren las escisiones dentro del PCCh como un más probable vehículo para el cambio político. Como cualquier gran organización política, el Partido Comunista Chino presenta divisiones en múltiples facciones, que van desde feudos locales (ejemplificados en la escena nacional por la Banda de Shanghai  bajo el presidente Jiang Zemin) a redes internas del partido (como los altos cargos ligados a la Liga de la Juventud Comunista a través del sucesor de Jiang, Hu Jintao). Existen también claras disputas políticas sobre todo tipo de cuestiones, desde el ritmo adecuado de la liberalización política a la importancia que debe adquirir el papel del sector privado en la economía.

Pero hacer hincapié en estas diferencias puede ocultar una realidad mayor. Desde 1989, cuando el PCCh sufrió una escisión en su cúpula dirigente y casi se hizo pedazos, la regla fundamental ha sido el rechazo a las divisiones públicas en el politburó. Hoy, la cooperación en los niveles más altos es tanto la norma como la debilitadora competición entre facciones. Xi Jinping, el heredero forzoso, está preparado para tomar el poder en el próximo congreso del partido en 2012. Asumiendo que su más probable segundo, Li Keqiang, le siga con el habitual mandato de cinco años, la cúpula dirigente parece estar decidida hasta 2022. Para los chinos, EE UU se parece cada vez más a una república bananera en comparación.

La idea de que el Imperio del Centro se convertiría un día en una democracia fue siempre una noción occidental, nacida de nuestras teorías sobre cómo evolucionan los sistemas políticos. Y todas las evidencias que tenemos hasta el momento sugieren que están equivocadas. El partido habla en serio cuando dice que no quiere que China sea una democracia occidental. Y parece tener todas las herramientas necesarias para asegurarse de que no se convierte en una.

 

 

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