Los partidarios del clérigo chiíta iraquí Muqtada Sadr continúan protestando el día 14 contra la nominación de una facción chiíta rival para el cargo de primer ministro, frente al edificio del parlamento en la Zona Verde de la capital, Bagdad, el 12 de agosto de 2022.(Haydar Karaalp/Anadolu Agency via Getty Images)

Hay una profunda división entre los principales bandos políticos iraquíes tras la ocupación del Parlamento de Bagdad por los manifestantes. Pero el pulso no tiene por qué degenerar en violencia, si los dirigentes del país saben entablar un diálogo con el respaldo de sus socios extranjeros.

Hace diez meses que los iraquíes fueron a votar, en las quintas elecciones generales desde el derrocamiento de Sadam Husein, y el nuevo Parlamento todavía no ha formado gobierno. Que la formación de gobierno se alargue no es nada nuevo en el Irak posterior a 2003, pero esta vez las repercusiones pueden ser más graves de lo habitual. Las tensiones entre los partidos chiíes —los que más escaños parlamentarios tienen— son tan profundas, y el resto del campo político está tan fragmentado, que es posible que los políticos no consigan llegar a ninguna solución de compromiso. Los manifestantes populistas ocuparon el Parlamento a finales de julio, y desde entonces los observadores temen incluso que Irak vuelva a caer en la lucha civil. Esta vez sería una guerra entre correligionarios, a diferencia de la sangrienta guerra sectaria que asoló el país entre 2005 y 2008. Sin embargo, hay varios factores que pueden contribuir a evitar ese resultado, entre ellos la posibilidad de que las potencias externas vuelvan a intervenir para ayudar a los líderes iraquíes a encontrar una salida al estancamiento.

Una ruptura con la tradición

La escalada de finales de julio fue consecuencia de una mezcla de varios incidentes. A mediados de junio, el clérigo populista chií Muqtada al Sadr decidió retirar a sus 74 parlamentarios después de no haber conseguido formar gobierno a pesar de haber obtenido el mayor número de escaños en los comicios de octubre de 2021. Al Sadr había forjado una coalición electoral con la mayor agrupación kurda, el Partido Democrático del Kurdistán, y el mayor bloque árabe suní, la Alianza por la Soberanía. Tras las elecciones, intentó aprovechar esa coalición para formar gobierno. Al hacerlo, rompió con casi dos décadas de tradición, la de que los gobiernos se han formado partiendo de un pacto entre las élites en el que entran los principales partidos de la asamblea. Al Sadr siempre ha presentado su movimiento como un grupo de gente que no está en el sistema y, de hecho, si alcanzó la fama tras la invasión estadounidense de 2003 fue en gran medida porque su milicia del Ejército del Mahdi luchaba contra los soldados ocupantes cuando otros grupos armados chiíes se habían fusionado con las fuerzas de seguridad del gobierno provisional iraquí auspiciado por Estados Unidos. Sin embargo, los sadristas han formado parte del pacto entre las élites desde las elecciones de 2005, las primeras bajo la ocupación estadounidense, y algunos obtuvieron escaños parlamentarios como miembros del conglomerado islamista chií de aquella época. Se volvieron indispensables para el pacto a partir de 2010, cuando su fuerza en el Parlamento empezó a aumentar.

Con su abandono de la tradición, Sadr pretendía dejar de lado a su principal rival chií, el ex primer ministro Nuri al Maliki, que a su vez está alineado con otros partidos chiíes, entre ellos las facciones proiraníes. Para Al Maliki y sus aliados, la maniobra de Al Sadr fue inaceptable, de acuerdo con la idea de que los chiíes, la secta mayoritaria en Irak, deberían ser también mayoría en el gobierno y tener la prerrogativa de nombrar al primer ministro. El propio Al Maliki había intentado una maniobra similar tras las elecciones de 2010, cuando quiso impedir que su principal adversario, Ayad Allawi, formara gobierno. Pareció que Al Maliki había tenido éxito cuando el Tribunal Supremo Federal emitió una sentencia en la que interpretaba a su favor el término “bloque más numeroso en el Parlamento”. Pero a la hora de la verdad, como el pacto entre las élites ya se había asentado, los distintos bloques se repartieron los puestos del gabinete por consenso, de forma que Al Maliki se quedó con los cargos más importantes, pero también concedió ministerios a sus rivales, incluido Allawi. Es decir que el intento de Al Sadr, si lo hubiera logrado, habría creado un precedente.

Todos los partidos chiíes opuestos a Al Sadr se organizaron bajo el nombre de Marco de Coordinación Chií. Presionaron al poder judicial para que ofreciera una interpretación de la Constitución —que exige que el Parlamento tenga un quórum de dos tercios para elegir al presidente, que a su vez nombra al primer ministro— que impidiera a Al Sadr formar gobierno. Al Sadr y sus socios esperaban votar para convocar la sesión de elección del presidente por mayoría simple, confiando en que podrían reunir el quórum necesario durante la sesión. Sin embargo, en febrero, el Tribunal Supremo Federal estableció en una sentencia que el Parlamento necesita un quórum de dos tercios para convocar la sesión de elección del presidente. De modo que los partidos del Marco consiguieron frustrar los planes de Al Sadr con la formación de lo que llamaron un tercio de protección (Al Sadr y sus aliados lo denominaron tercio de bloqueo) en la sesión.

Ahora bien, tampoco los partidos del Marco han podido alcanzar el umbral exigido, a pesar de que Al Sadr retiró sus diputados en junio. Intentaron convencer a los socios kurdos y árabes suníes de Al Sadr para que se unieran a ellos y así poder formar gobierno sin los diputados sadristas, pero fracasaron. Así que decidieron actuar como si los sadristas hubieran renunciado a participar en el proceso. Llegaron a nombrar a su propio candidato a la presidencia, Mohammed Shiyaa al Sudani, que, aunque se declara independiente, es próximo a Al Maliki. Enfadado por el intento de apartarle, Al Sadr llamó a sus partidarios a salir a la calle para manifestarse contra lo que denominaba el liderazgo corrupto y, más tarde, a favor de unas elecciones anticipadas. El 30 de julio, sus seguidores asaltaron el edificio del Parlamento, mientras su jefe aprovechaba la desilusión general de los iraquíes con las instituciones de toma de decisiones controladas por unas élites corruptas.

Sin embargo, el motivo de Al Sadr para romper con el pacto entre las élites no es su preocupación por la corrupción sino su deseo de excluir a Al Maliki del gobierno y así poder construir su propio aparato estatal, cosa que su rival pudo hacer durante sus dos mandatos como primer ministro (2006-2014). Al Sadr se ha mostrado incluso dispuesto a incluir a otros partidos del Marco —todos, en realidad, salvo la Alianza del Estado de Derecho de Al Maliki— en un gobierno encabezado por su movimiento. Pero los demás partidos han rechazado esta opción por miedo a dejar fuera de la ecuación a algún partido chií y en deferencia a los deseos de su patrocinador, Irán, que no quiere ver la casa chií dividida.

Al Sadr contra Al Maliki

En definitiva, las manifestaciones no son verdaderamente una revolución popular sino una lucha dentro de la clase dirigente, que enfrenta sobre todo a Al Sadr y sus seguidores contra Al Maliki y los suyos. El detonante de la escalada de Al Sadr fueron unas cintas de audio, filtradas a mediados de julio, que supuestamente revelaban la intención de Al Maliki de pararle por la fuerza. En una de las grabaciones, un hombre que se dice que es Al Maliki asegura que tiene tribus armadas en las provincias del sur y que está preparado para atacar Nayaf, donde reside Al Sadr, para poner fin a las aspiraciones del clérigo populista. (Al Maliki afirma que la grabación es falsa, pero casi todos los expertos la consideran auténtica). La noticia de la cinta sacudió los círculos políticos, pero los sentimientos de Al Maliki respecto a Al Sadr no son ninguna sorpresa. Su enconada rivalidad se remonta a los primeros días de la guerra sectaria, que terminó en 2008 con la Operación Carga de los Caballeros, cuando Al Maliki, como primer ministro, movilizó las fuerzas del Estado contra el Ejército del Mahdi.

Un manifestante con una máscara que representa al ex primer ministro iraquí Nouri al-Maliki, realiza un simulacro de ejecución en las instalaciones del Parlamento iraquí. ( Ameer Al-Mohammedawi/picture alliance via Getty Images)

Pese a la preocupación por la posibilidad de que vuelva a haber un conflicto civil, en este momento hay pocas ganas de guerra, a diferencia de lo que ocurría a mediados de los 2000. La razón principal es que todas las partes saldrían perdiendo, dado que ninguna tiene la fuerza suficiente para eliminar a sus rivales. Otro motivo es el alto precio del petróleo, porque todos quieren beneficiarse de los ingresos que llegan a las arcas del Estado. Tampoco a las potencias regionales que en otro tiempo querían un Irak inestable les conviene ahora ese objetivo. Irán está interfiriendo en mayor o menor medida en los asuntos internos de Irak desde la invasión estadounidense, aunque de forma menos descarada desde que Estados Unidos mató al comandante de la Fuerza Qods, Qassem Soleimani, y al líder paramilitar iraquí aliado, Abu Mahdi al Muhandis, en enero de 2020. Aun así, ante las tensiones actuales, Teherán ha fijado líneas rojas a todas las facciones chiíes y ha amenazado con cortar los vínculos con la primera que apriete el gatillo. Por último, a pesar de la Operación Carga de los Caballeros, existe un tabú de larga tradición contra la violencia entre los propios chiíes.

De hecho, la forma de superar las tensiones en el pasado prueba que las facciones chiíes rivales son capaces de resolver sus diferencias a través de la política, aunque a veces vaya acompañada de intimidaciones o amenazas de violencia.  En 2016, por ejemplo, Al Sadr animó a sus seguidores a protestar por los nombramientos en el gabinete del ex primer ministro Haider al Abadi. Sus seguidores ocuparon el Parlamento, hasta que Al Abadi cedió a las demandas de Al Sadr y sustituyó a varios ministros. Otro enfrentamiento más reciente entre chiíes se produjo cuando el actual primer ministro Mustafá al Kadhimi trató de frenar el poder de los grupos paramilitares proiraníes (y sus partidos políticos afiliados) y arrestó a los altos mandos tras las protestas de Tishreen de 2019. Una de las detenciones provocó una refriega en el interior de la Zona Verde, el distrito fortificado de Bagdad en el que se encuentran los edificios más importantes del gobierno, y los partidarios de los paramilitares amenazaron con derrocar al gobierno. Las autoridades dejaron en libertad al comandante.

Sin embargo, el enfrentamiento en el corazón de la capital es motivo de preocupación en varios aspectos. Ha vuelto a poner de manifiesto la fragilidad del sistema político iraquí instaurado en 2003. Aunque, después de cada elección, las élites oligárquicas se han reunido para repartirse el pastel de los puestos de gobierno, ahora parecen incapaces de hacerlo. Su interés fundamental sigue siendo el mismo: hacerse con todos los ingresos posibles del Estado para ampliar las redes clientelares que les permitan posteriormente la reelección. Los adversarios de Al Sadr dentro de la clase dirigente ven su intento de excluirlos del gobierno —e impedirles echar mano del dinero del petróleo— como un desafío existencial.

Asimismo, Al Sadr se sintió amenazado por el intento de sus rivales de formar un gobierno sin él. Es probable que no le preocupase perder los ministerios que su movimiento ha controlado durante la última década, como el de Sanidad y el de Electricidad, ya que sus adversarios serían unos insensatos si le dejaran totalmente fuera de las maniobras clientelares. E, incluso en ese caso, Al Sadr ha demostrado en otras ocasiones que puede mantenerse al margen del gobierno y seguir en posición de volver a la política. En 2007, ordenó a seis ministros que abandonaran sus puestos en el gabinete y en 2021, a pesar de haber ganado la mayoría de los escaños en las elecciones, no tuvo miedo de retirar a sus diputados, a sabiendas de que sigue teniendo herramientas para vetar a cualquier gobierno que desapruebe. Una de ellas es ordenar a sus partidarios que ocupen el Parlamento. Sin embargo, se resiste a ceder el poder ejecutivo a Al Maliki, que podría aprovechar para renovar la influencia burocrática que adquirió durante sus dos mandatos como primer ministro.

Entre Al Maliki y Al Sadr están los demás líderes chiíes, que forman un grupo variopinto y en algunos casos encabezan partidos proiraníes con brazos paramilitares. Todos ellos han hecho un llamamiento al diálogo tras los sucesos de finales de julio, que les demostraron que, una vez más, habían infravalorado la capacidad de Al Sadr de provocar una escalada mediante el recurso a la política callejera. Sin embargo, casi todos son conscientes de que lo más probable es que ni Al Sadr ni Al Maliki cedan posiciones lo suficiente como para que las fuerzas políticas iraquíes puedan alcanzar un gobierno de consenso. Con una ecuación parlamentaria imposible, en la que ni uno ni otro pueden alcanzar por sí solos una mayoría de dos tercios, quedan pocas opciones.

Al Sadr sigue exigiendo la disolución del Parlamento y la celebración de nuevas elecciones. Algunos de sus oponentes dentro del Marco, como Hadi al Ameri, líder de la Organización Badr, y Faleh al Fayadh, jefe de la Comisión Hashd, aceptan esta opción, pero con cautela. Sin embargo, es poco probable que muchos de los partidos del Marco la acepten en el contexto del sistema electoral actual, a cuyo diseño Al Sadr contribuyó de forma decisiva para satisfacer sus propias necesidades y al que siguen culpando en parte de su derrota de 2021. En caso de que los partidos se pongan de acuerdo, en principio, sobre la celebración de nuevas elecciones, podría pasar otro año mientras las clases dirigentes se esfuerzan por encontrar un sistema electoral que sea aceptable para todos. Otra cuestión pendiente es el estatus del gobierno provisional de Al Kadhimi. La mayoría de los partidos del Marco, especialmente las facciones alineadas con Irán, rechazan la idea de que Al Kadhimi siga al frente hasta que se celebren nuevas elecciones.

Hacia una salida

Los partidarios del influyente clérigo chiíta iraquí Muqtada al-Sadr protestan durante una sentada en el edificio del parlamento en medio de un estancamiento político en el país.(Ameer Al-Mohammedawi/picture alliance via Getty Images)

Uno de los factores que contribuyen a que las élites iraquíes tengan tantas dificultades para alcanzar un nuevo entendimiento político es la aparente retirada de los actores externos. Éstas adquirieron su poder en los años de ocupación estadounidense, de 2003 a 2011, durante los cuales Washington presionaba a los políticos locales para que llegaran a acuerdos. Teherán hacía lo mismo, entre bastidores, para contrarrestar la influencia estadounidense. Hoy en día, ninguno de los dos está desempeñando ese papel, por lo que los líderes iraquíes están solos a la hora de intentar resolver sus diferencias. Es necesario que lo hagan para garantizar el bienestar del sistema político iraquí a largo plazo, pero supone un riesgo inmediato de violencia cuando los dirigentes se queden sin medios pacíficos para gobernar juntos.

Tanto los países de la región como los occidentales deben sumarse a los alentadores llamamientos al diálogo que están haciendo varios líderes iraquíes. Dado que un nuevo gobierno de consenso es probablemente imposible, las conversaciones deben centrarse en la celebración de nuevas elecciones. Acudir de nuevo a las urnas supone la posibilidad de resolver este callejón sin salida, porque es probable que los partidos modifiquen el sistema electoral o, por lo menos, rediseñen los límites de las circunscripciones para reducir la diferencia entre los resultados de los sadristas y los del Marco. Además, uno de los bloques o los dos pueden perder votantes, puesto que es posible que algunos iraquíes quieran dejar patente su insatisfacción por cómo han actuado durante el último año. A largo plazo, los socios externos tendrán que ayudar a Irak a iniciar una revisión de la Constitución, una perspectiva de la que se habla mucho desde el levantamiento de Tishreen. Cada vez son más los políticos que proponen posibles enmiendas, incluso el paso de un sistema parlamentario a uno presidencial, en vista de la parálisis política. Pero habría que preparar el terreno antes de plantear cualquier cambio importante en el sistema político iraquí, probablemente en forma de un amplio diálogo nacional que incluya a todas las comunidades del país, en vez de restringirlo a la secta dominante o en manos de los que se disputan hoy el poder.

El artículo original en inglés ha sido publicado en International Crisis Group.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.