Rajama, una refugiada rohingya en el campo de Shamalapur en Chittagong, Bangladesh. (Getty Images)
Rajama una refugiada rohingya en el campo de Shamalapur en Chittagong, Bangladesh. (Getty Images)

Se gastan más de 120 millones de dólares anuales en programas contra la esclavitud moderna, pero poco se sabe de su eficacia.

El pasado mes de mayo, unos 7.000 migrantes procedentes de Bangladesh y Birmania – estos últimos mayoritariamente de la minoría musulmana rohingya – se quedaron atrapados en el Oceáno Índico tras ser abandonados por los traficantes de personas que les habían prometido una nueva vida en Malasia. Las portadas de medio mundo se llenaron con la historia de estos inmigrantes que, sin embargo, ya llevaban años tomando esta peligrosa ruta en el más absoluto silencio, a menudo con destino a macabros campos de concentración donde eran retenidos hasta que sus familias pagaban un rescate. No era un caso único. El tráfico y la trata de personas son un fenómeno que a menudo permanece en la sombra, pero es un lucrativo negocio que crece rápidamente y mueve unos 32.000 millones de dólares anuales (29.000 millones de euros), según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Según el Protocolo de Naciones Unidas para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, la trata es “el reclutamiento, transporte, traslado, acogida o recepción de personas, bajo amenaza o por el uso de la fuerza u otra forma de coerción, secuestro, fraude, engaño, abuso de poder o una posición de vulnerabilidad, o recibir pago o beneficios para conseguir que una persona tenga bajo su control a otra, para el propósito de explotación”. Por su parte, el tráfico de personas supone simplemente "la facilitación, el transporte o el intento de entrada ilegal de una persona o personas por las fronteras internacionales", de acuerdo con el Departamento de Estado de Estados Unidos. Ambos son considerados crímenes internacionales y, a menudo, se dan la mano, pero mientras la trata supone una violación de los derechos humanos, el tráfico sólo supone la trasgresión de las leyes de inmigración de uno o varios países.

El interés de la comunidad internacional por la trata de personas y su consecuente esclavitud moderna, que comprende no solo la explotación sexual, sino también la laboral o la compra-venta de órganos, han aumentado durante los últimos años y en la actualidad los países de la OCDE, principalmente Estados Unidos, Noruega y Japón, destinan cada año unos 120 millones de dólares anuales a combatirlas, según la organización Walk Free. A esto hay que añadir los fondos privados que también se dedican a esta lucha, pero de los que no hay una cifra concreta.

Sin embargo, poco se sabe sobre este negocio que está rodeado de opacidad o sobre los fondos dedicados a su lucha. No existe siquiera un consenso sobre el número aproximado de víctimas, aunque la OIT estimó en 2005 que unos 2,4 millones de personas eran víctimas de estas redes, mientras que 21 millones son sometidas a condiciones análogas a la esclavitud. “No hemos dedicado el tiempo suficiente a recopilar investigaciones para saber exactamente qué se tiene que hacer. La ineficiencia se debe a que no hay suficiente información sobre cuál es el problema”, asegura Matt Friedman, experto en trata de personas y director ejecutivo del Mekong Club. “La trata de personas es un fenómeno muy clandestino. Las redes operan en secreto y cruzando fronteras, por lo que necesitas servicios de inteligencia muy buenos para luchar contra ellos”, afirma la tailandesa Saisuree Chutikul, también experta en tráfico de personas.

Más preocupante supone para muchos, sin embargo, que también las organizaciones y gobiernos que luchan contra la esclavitud moderna adolezcan de esta falta de transparencia. “Mucho dinero va a reuniones internacionales, a divulgación o a conferencias. En ocasiones nos hemos quejado de que esto parece un circo”, dice Suzanne Hoff, coordinadora de La Strada International, una red europea contra la trata de personas. En este sentido, no fue hasta 2008 que se puso en marcha la International Aid Transparency Initiative, un proyecto para incrementar la transparencia de la ayuda internacional – de la que la lucha contra la esclavitud moderna supone un 1% del total de los fondos- , pero la participación es voluntaria y el funcionamiento de su página web poco intuitivo.

La efectividad de los programas tampoco suele ser valorada, a pesar de que las cifras hablan de una eficacia muy limitada en la ayuda. Así tan sólo 40.000 víctimas de tratas fueron detectadas por los gobiernos – y no siempre ayudadas – entre 2010-2012, según el informe de la Oficina de Naciones Unidas para la Droga y el Crimen (UNODC en sus siglas en inglés). “Tenemos muy pocos ejemplos de programas super eficientes que ayuden a reducir la esclavitud humana”, asegura Matt Friedman, quien cree que la lucha contra la trata debería centrarse en trabajar con el sector privado ya que las organizaciones no siempre entienden el problema al que se enfrentan. “El sector privado entiende mejor el trabajo forzado que la sociedad civil y por ello están en una mejor posición para solucionarlo”, afirma Friedman.

Un dinero concentrado y dirigido por los donantes

A pesar de la falta de información, los especialistas han detectado una serie de lacras en los programas de lucha contra la trata de personas. La primera es que el dinero está muy concentrado en ciertas actividades, como el rescate de víctimas, mientras que otras, como la prevención o la reintegración de las mismas, son ignoradas. "Ponen más fondos en el rescate que en la prevención porque el primero es más vistoso y así pueden conseguir aún más donantes", dice Saisuree Chitikul. “Tendría que ser una respuesta completa. Obviamente necesitamos prevención, perseguir [a los traficantes] y protección y reintegración [de las víctimas]”, explica Rebecca Surtees, antropóloga e investigadora del Instituto Nexus sobre derechos humanos de Estados Unidos. Pero los programas integrales, dice la especialista, a menudo son desechados por las organizaciones y los gobiernos porque su visión es casi siempre cortoplacista. “La reintegración es un proceso muy complejo. […] Pero tenemos que considerar el riesgo de no tener reintegración. Sin ella, continuarás teniendo a las mismas personas volviendo a las redes de tráfico”, afirma Surtees.

Por otra parte, el uso de los fondos está casi siempre controlado por la propia agenda de los donantes, que deciden los programas que deben ser financiados, siguiendo a menudo criterios más de imagen que de eficacia, dicen los expertos. “Entiendo que a menudo tienen su propio programa y sus propias instrucciones sobre lo que quieren subvencionar, pero el dinero debería ser destinado de forma más libre según las necesidades”, opina Suzanne Hoff de La Strada International.

Por último, las organizaciones y los gobiernos no tienen la suficiente flexibilidad para adaptarse a la rapidez con la que las redes de trata de personas cambian. “Los criminales siempre van por delante de la policía. Se adaptan muy fácilmente a los cambios”, dice Saisuree. Los traficantes modifican así, no sólo las rutas, sino también sus métodos. En el caso de los campos de traficantes encontrados en el sur de Tailandia y el norte de Malasia en el mes de mayo, por ejemplo, el desmantelamiento de las redes les llevó a desplazar los campos a barcos en alta mar que eran más difíciles de detectar por las autoridades. “Los traficantes no tienen restricciones de salarios o de contratos. Simplemente mutan cuando lo necesitan para poder conseguir todo el dinero que puedan”, afirma Matt Friedman.

La falta de datos dificulta saber si el problema está creciendo o si los esfuerzos resultan realmente efectivos. El aumento del número de refugiados, del que a menudo se nutren las redes de trata, hace sospechar, sin embargo, que cada vez más personas caen presas de este contrabando humano. “El problema de la trata es como un desastre [natural]. Pero es una catástrofe muy lenta y tenemos que encararla partiendo de esa base para poder ser flexibles y adaptarnos a las condiciones cambiantes”, concluye Friedman.