Esta nueva centuria será de los individuos globales, abiertos al cambio, con amplia capacidad crítica… Para los demás no hay lugar. Súbase al tren.

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Vivimos en un mundo en permanente cambio. Tal vez constituya ésta la característica definitoria de nuestro tiempo: la ausencia de estructuras fijas, evidentes, inmóviles. De hecho, resulta probable y paradójico que el cambio a ritmos cada vez más acelerados represente el único elemento estable del siglo XXI. Es cierto que toda época ha experimentado alteraciones profundas, algunas de repercusiones históricas. Sin embargo, la nuestra asiste a una serie de transformaciones tecnológicas y geopolíticas que han contribuido a desplazar el eje de poder e invención del Atlántico Norte a regiones del globo antes aletargadas. A esa constante transición se enfrenta el mundo y con él España. La forma de afrontarlo decidirá nuestro porvenir.

A mediados del siglo XX, Gordon E. Moore planteó la hoy conocida como “ley de Moore”: la capacidad de procesamiento de los equipos electrónicos se duplicará cada dos años. Las implicaciones de ese proceso, que se cumple incluso cincuenta años después de su formulación, son inmensas. Nuestros teléfonos móviles poseen hoy una capacidad de computación superior a la que permitió al Apollo 11 alunizar en 1969. Nick Bostrom, de la Universidad de Oxford, ha concluido que, en el año 2019, nuestros ordenadores personales gestionaran información con la misma agilidad que el cerebro humano. En 2030 serán quinientas veces superiores. Algunos autores (muchas veces con la incierta vocación de profetas y futuristas), como el ingeniero de Google Ray Kurzweil, han llegado a predecir que en torno al año 2045 habremos alcanzado el momento de la singularidad, en el que la inteligencia artificial desbancará a la humana.

Ordenadores más potentes propiciarán la creación de máquinas más versátiles. Cadenas de producción, distribución y venta totalmente mecanizadas, impresoras 3D o coches que se conducen solos, ejemplifican algunos de los avances destinados a transfigurar el mapa social y económico del mundo. Este éxito plantea importantes retos, porque supondrá la destrucción de millones de puestos de trabajo y el necesario desplazamiento de trabajadores a nuevos sectores. Estadísticas publicadas por el Departamento de Trabajo de EE UU muestran que, entre el año 2000 y el 2010, el 63% de tipógrafos perdió su empleo, así como el 26% de los contables. Durante ese mismo periodo se cerró el 46% de las agencias de viajes. El elemento común es la aparición de hardware y software capaces de realizar funciones que antes requerían del trabajo de una o varias personas.

Estrechamente relacionado con la mecanización se encuentra también el fenómeno de Internet y de la era de la información. Alrededor de 16 millones de personas utilizaban la Red en 1996. La cifra, a día de hoy, es de 2.400 millones (un 34% de la población mundial). Todos los días se envían entre 100.000 y 200.000 millones de mensajes electrónicos. En 2007, Wikipedia se convirtió en la mayor enciclopedia de la historia y superó en extensión los 11.000 volúmenes sobre cultura y saberes chinos encargados por el emperador Yongle en el siglo XV. Wikipedia es accesible de manera gratuita desde prácticamente cualquier parte del mundo. En marzo de 2012, Google Books superó la cifra de 20 millones de libros escaneados, a tan solo 2 millones del total disponible en la biblioteca del Congreso de EE UU, la mayor del mundo. Hoy en día, la información no sólo se produce y consume de modo bilateral. El surgimiento de redes sociales ha alterado, de forma radical, la estructura de las relaciones humanas. Twitter cuenta hoy con más de 500 millones de usuarios, quienes intercambian más de 340 millones de mensajes cortos cada día. Facebook, por su parte, ha superado los 1.000 millones de usuarios, lo que significa que uno de cada siete seres humanos está conectado a esta red social, creada hace menos de una década. La combinación de conectividad e información ha fomentado amplios espacios virtuales donde se generan auténticas corrientes de opinión y se configuran movimientos sociales. Las revueltas árabes desencadenadas en los dos últimos años, pese a su ambiguo destino, constituyen, tal vez, el ejemplo más evidente del poder de contestación de esas redes y de la dificultad de reprimir la libre expresión de opiniones en la Red.

Nuestros teléfonos móviles poseen hoy una capacidad de computación superior a la que permitió al Apollo 11 alunizar en 1969

En paralelo a estos avances en computación, mecanización y conectividad asistimos a una verdadera revolución en el campo de las ciencias biológicas. El siglo XXI se inauguró, en el plano biocientífico, con la secuenciación del genoma humano. Los avances incesantes en la genética, en la proteómica y, más recientemente, en la neurobiología y en la psicología cognitiva no sólo han contribuido a ampliar nuestra visión científica del mundo, sino que también han despertado grandes expectativas de cara al tratamiento de enfermedades como el Alzheimer y el Parkinson. Si el siglo XX presenció una eclosión imparable de descubrimientos físicos que alteraron nuestra visión del universo (con la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad como desarrollos más trascendentales), nuestra comprensión del funcionamiento de los sistemas biológicos, incluso de los más complejos, como el cerebro humano, ha crecido a pasos agigantados durante los primeros lustros del siglo XXI. Las repercusiones del progreso en las ciencias de la vida y de la mente se han dejado ya sentir en las humanidades y en las ciencias sociales, como han puesto de relieve autores de la talla de Steven Pinker, Eric Kandel y Daniel Kahneman. Y, más allá del terreno epistemológico, parece plausible que los avances médicos suscitados aumenten la esperanza y la calidad de vida. Las direcciones que puedan tomar los avances científicos son impredecibles y quizás ambivalentes (debates bioéticos como los generados por el transhumanismo dan cuenta de ello), pero resulta indudable que algunas de ellas se revelarán enormemente fecundas para la mejora de la vida humana.

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Estos avances tecnológicos irán acompañados, en el siglo XXI, de fuertes alteraciones en las estructuras políticas e internacionales. Tal vez la más significativa sea el ascenso de Asia y, en concreto, de China. Es en estos momentos concebible que la economía china supere a la estadounidense en Producto Interior Bruto (PIB) en las próximas dos décadas. En su informe titulado “Global Trends 2030”, el National Intelligence Council concluye: “en 2030 Asia habrá superado a América del Norte y Europa en términos de poder global, PIB, población, gasto militar e inversión en innovación y desarrollo”. En 2025, más de la mitad de la población del mundo vivirá en Asia y rondará los 5.000 millones de personas. La población europea y norteamericana sólo sumará el 9% del total mundial. La Agencia Internacional de la Energía estima que, en los próximos veinte años, la demanda energética se incrementará un 39%. El 93% de este aumento se deberá al crecimiento experimentado por países ajenos a la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), sobre todo asiáticos. Las economías de China e India podrían duplicar su tamaño en los próximos veinte años. Y, aunque conviene no subestimar los riesgos a los que se enfrentan, en particular las dificultades de mantener un crecimiento sostenido por mucho más tiempo, es evidente que el horizonte de un mundo multipolar se nos antoja cada vez más nítido e indoblegable.

Otro cambio de gran escala remite al imparable desarrollo del poder del individuo. Esta tendencia, alimentada por un aumento generalizado de las tasas de alfabetización (según estadísticas de la UNESCO, en 2010 el 89,6% de los jóvenes de entre 15 y 24 años sabía leer y escribir; destaca el progreso que se ha producido en el continente asiático), así como del acceso a la información y a las redes sociales, no hace sino alterar el mapa político del mundo. Los individuos desempeñan hoy un papel mucho más activo en el orden doméstico e internacional. Una prueba de ello nos la brinda el incremento del número de democracias existentes en el mundo, acelerado desde los años 80. La democracia representativa o “liberal” se erige hoy como el régimen político vigente en más del 60% de los Estados. El último informe de FreedomHouse afirma que el 66% de la población mundial es “libre” o “parcialmente libre”, una cifra sustancialmente mayor que la de 1972, fecha en que comenzaron a publicarse estos documentos. En cualquier caso, es preciso recordar que la expansión del libre acceso a la información y la generalización del uso de Internet han originado no pocos problemas, algunos demasiado graves como para soslayarse. En particular, la tensión entre privacidad e información de dominio público, puesta de manifiesto en las controversias que acompañan a las redes sociales como Facebook y Twitter, o herramientas de búsqueda como las suministradas por Google y Yahoo, así como los recientes casos de espionaje sobre individuos e instituciones perpetrados por potencias como Estados Unidos, obligan a matizar la bondad de un fenómeno que, pese a sus claroscuros, creemos que resulta incuestionablemente positivo para el desarrollo libre de los individuos.

Las transferencias de poder a Asia y la profundización en procesos cívicos y democráticos coadyuvarán a consolidar la globalización, caracterizada por una creciente interdependencia entre las economías y sociedades del mundo. Este mundo global nos vinculará a todos de forma cada vez más estrecha, y aunque las fricciones culturales, ideológicas y religiosas también arrecien, es probable que se uniformicen determinados modos de vida y de pensamiento. Los problemas derivados de este hecho son evidentes, pero la dinámica de reforzamiento de los lazos entre todos los miembros de la familia humana, con independencia de su lugar de procedencia, suscita grandes esperanzas.

¿Qué lecturas debemos extraer de este fenómeno tan vasto y polifacético?

La primera se refiere a la incertidumbre sobre lo que deparará, en la esfera geopolítica, un futuro tan complejo. No es posible identificar un hecho o acontecimiento que se alce como responsable único de esta tendencia tan profunda al cambio acelerado. De hecho, este artículo no pretende enumerar todos los cambios que vamos a vivir. Dejamos fuera avances en ciencia de materiales, en nuevas fuentes de energía, en ingeniería civil e infraestructuras, en neurociencia y en computación cuántica, así como retos que madurarán en este siglo y precisarán de actuaciones valientes, como son la erradicación de la pobreza, la lucha contra la desigualdad y la brecha tecnológica, el cambio climático o el envejecimiento de nuestras sociedades. Aspiramos a ilustrar cómo las ciencias aplicadas se hallan destinadas a desdibujar la idea clásica del hombre, sobre todo en lo que respecta a sus límites y sus funciones. Hoy en día resulta imposible delinear esas hipotéticas fronteras infranqueables para la condición humana. Además, el orden político global sufre la mayor alteración desde el nacimiento de los grandes imperios europeos hace más de cinco siglos. Desde entonces, nada había desafiado la primacía de Occidente. Todo ello, acompañado de un aumento notable del poder del individuo y del colapso de las estructuras clásicas de poder, convierte el siglo XXI en una época fascinante, llena de riesgos pero repleta también de oportunidades.

Sólo la Unión Europea ofrece hoy un horizonte político de cierta relevancia a los ciudadanos europeos

La segunda afecta directamente a la naturaleza y al funcionamiento de nuestros sistemas políticos. Los Estados del mañana deberán apoyar y valerse de los avances científicos, así como procurar la formación de ciudadanos globales. También habrán de aprender a optimizarse y a apostar por las estructuras más eficientes posibles, por cuanto competirán con otros muchos por la atracción de talento y de focos potenciales de crecimiento económico. Los Estados pesados, ineficaces y extractivos se encuentran condenados a la desaparición.

Por otra parte, los problemas comunes sólo podrán abordarse desde una perspectiva internacional. La crisis del euro, que ha reflejado la incapacidad de los gobiernos nacionales para alcanzar soluciones sin el concierto de sus socios europeos, es tal vez un ejemplo válido de lo que le espera al resto del mundo en el siglo XXI.  No cabe la menor duda de que la gestión de la complejidad desatada en un mundo global, definido por la incesante interdependencia entre Estados, llevará al límite el orden internacional que hemos conocido y exigirá nuevas formas de gobernanza común. Sólo la Unión Europea ofrece hoy un horizonte político de cierta relevancia a los ciudadanos europeos. A pesar de sus incuestionables defectos, la unión de Europa constituye el único sistema político capaz de promover, en nuestro continente, los espacios económicos, culturales y educativos necesarios para afrontar el siglo XXI con éxito. La aptitud de nuestros gobernantes para entender la importancia de la unidad y la miseria e insignificancia a las que nos conducirían la división y el enquistamiento en particularismos anacrónicos marcarán la clave a la hora de decidir nuestro futuro.

En último término, cabe preguntarse por las implicaciones de estos cambios para el individuo de este siglo. El éxito en un mundo marcadamente global demandará el dominio de distintos idiomas, la predisposición a explorar nuevos horizontes (quizás antitéticos a las zonas de confort que nos proporcionan nuestros países occidentales) y la búsqueda perseverante de un alto nivel de formación, caracterizado tanto por el desarrollo de las habilidades críticas y analíticas como por el fomento de la interdisciplinariedad. Ninguna sociedad podrá permanecer de espaldas a los espectaculares avances científicos y tecnológicos que presenciamos ya hoy. Si no mejora el nivel general de educación científica y técnica de la población, corremos el riesgo de perder un tren demasiado rápido, quizás imposible de recuperar en el medio plazo.

Nunca como hoy habíamos gozado de tantas posibilidades de crecimiento personal. El acceso a ingentes cantidades de información, la difusión, (prácticamente universal) del conocimiento científico y de resortes de reflexión crítica, esa facilidad para contactar con personas de regiones distantes que nos ofrecen las tecnologías de la información, los incesantes avances médicos…; todo ello representa, en realidad, un reto. Una parte significativa de la población mundial yace aún sumida en la pobreza y el subdesarrollo, ajena a los prodigios de la técnica y de la ciencia. Necesitamos ciudadanos que, además de educación, interioricen valores sólidos, como el de la solidaridad, y aprendan también a ganar un cierto grado de independencia sobre los avatares que nos prodiga esta época de cambios frenéticos y tantas veces desconcertantes. El siglo XXI pertenecerá, por lo tanto, a individuos globales, abiertos al cambio, con amplia capacidad crítica. La sostenibilidad del progreso logrado hasta la fecha dependerá, como en tantas otras ocasiones, de que aceptemos el cambio, lo dotemos de un fuerte sentido ético y de que sus beneficios lleguen a tantos como sea posible.

 

 

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