Siria quizá esté dispuesta a lograr un acuerdo de paz separado; basta con que Washington le dé una oportunidad.

Siria no es la clave para resolver ninguna de las crisis de Oriente Medio –Irak, Líbano, Israel y Palestina o Irán–, pero puede obstaculizar el progreso en cualquiera de ellas. La geografía hace que el país, que comparte fronteras con Israel, Irak, Líbano y el Kurdistán turco, sea un elemento central para la paz en la región. Si a ello se añade la histórica y peculiar relación entre el régimen suní y laico de Damasco y los mulás chiíes de Teherán, la importancia de Siria es indiscutible.

Como es natural, existen muchos motivos para que el Gobierno de Bachar al Asad levante suspicacias. Los asesinatos respaldados por Siria han llevado a Líbano al borde de la catástrofe, y los recientes ataques aéreos israelíes han suscitado rumores de un programa nuclear secreto. Ahora bien, conviene tener en cuenta que ese mismo Gobierno ha abierto una embajada en Bagdad, ha aceptado a más de un millón de refugiados iraquíes, ha ido a la conferencia de paz para Oriente Medio de Annapolis (EE UU) y parece haber acabado con el paso de terroristas extranjeros hacia Irak en los últimos meses. Pese a todo, Washington ha cerrado la puerta a la posibilidad de una relación.

El estilo diplomático de la Administración Bush, con su actitud de que “saben lo que tienen que hacer” y sus exigencias de que el resultado al que aspiran sea una condición indispensable para sentarse a negociar, ha fracasado con los sirios, igual que en todos los demás casos. Desde Cuba hasta Irán, condenar al ostracismo a los regímenes que no le gustan nunca ha permitido a EE UU obtener más que un agravamiento de la desconfianza mutua. Por eso ha llegado el momento de que el próximo presidente vuelva a abrir el camino a Damasco. Siria lleva varios años indicando que quiere tener una relación con los estadounidenses. Hace un año, el máximo asesor legal de Asad dijo a los participantes en una reunión internacional que “las negociaciones significan que acudiremos a la mesa con todo lo que somos y todo lo que tenemos, incluidas nuestras relaciones”. Traducción: Siria está dispuesta a negociar utilizando su influencia sobre Irán, Hamás y Hezbolá, entre otras cosas. Tanto su ministro de Exteriores como su embajador en Estados Unidos han dicho de forma explícita que Siria está dispuesta a hablar sin condiciones.

Evitar los regímenes que no le gustan nunca ha reportado a EE UU otra cosa que un agravamiento de la desconfianza mutua

Entonces, ¿a qué espera Washington? Si dejamos aparte la palabrería, sólo hay dos argumentos en contra de practicar una diplomacia más activa respecto a Siria. Uno es que hablar con Washington es una “recompensa” que Damasco no se ha ganado. Es un argumento engañoso que se convierte en profecía autocumplida y que es contraproducente. Estados Unidos siempre ha negociado con regímenes despreciables cuando había algo que quería obtener; no hay más que ver las conversaciones del Gobierno Bush con Libia y Corea del Norte. El segundo argumento es que la diplomacia va a fracasar porque los intereses de ambos son opuestos. Eso es imposible de saber hasta que no se haya intentado. ¿Quién puede decir hoy si Siria prefiere conservar sus lazos con un Irán aislado a tener una relación económicamente sólida con Estados Unidos y Europa?

El nuevo presidente debería cumplir un requisito previo para emprender discusiones serias con Damasco: retirar de la agenda la amenaza del cambio de régimen. Sólo eso ya tendría consecuencias beneficiosas en toda la región. Cualquier otro resultado no se verá de la noche a la mañana. Pero es mucho lo que se puede ganar y hay muchos motivos para pensar que puede lograrse; suficientes como para que la apertura a Damasco sea una de las prioridades del próximo líder.