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Un trabajador en una plantación de aceite palma en Indonesia. Jefta Images / Barcroft Media via Getty Images / Barcroft Media via Getty Images

Cómo el aceite de palma ha jugado un papel importante, aunque aún no muy reconocido, en la economía moderna y de qué maneta está destruyendo el planeta.


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Jocelyn C. Zuckerman

Hurst, Londres, 2021


El multimillonario negocio que ha generado la pequeña palma de aceite se ha construido, al igual que sucede con el azúcar, el té y otros productos básicos que definen el estilo de vida moderno, sobre tierras que en la gran mayoría de los casos fueron robadas a los nativos de África occidental, Indonesia o Malasia; y con mano de obra esclava o, como mínimo, con una a la que se le pagaba muy poco y era tratada de forma espantosa. Su desarrollo desde finales del siglo XIX está íntimamente relacionado con el capitalismo temerario y el colonialismo agresivo, sobre todo en África, que caracterizó la postura de Europa y Estados Unidos hacia gran parte del mundo a principios del siglo pasado.

El aceite de palma se ha abierto camino hasta llegar a los noodles instantáneos y las chocolatinas, los pintalabios y los tanques de combustible, la pasta de dientes y las leches vegetales. Hoy representa un tercio del consumo mundial de aceite vegetal. Su versatilidad lo ha convertido en el favorito de muchas industrias y la creciente demanda de empresas que producen aceite de palma y sus ganancias rápidas han convertido a estas en objetivos para inversores bancarios y de fondos de pensiones. Sin embargo, a medida que las compañías de aceite de palma reinvierten cada vez más este dinero en nuevas plantaciones, están provocando deforestación a gran escala, algo que la Tierra no puede permitirse. La expansión de las plantaciones a veces parece ser un factor más importante que la demanda global en la transformación de lo que era una rica biodiversidad delas tierras tropicales de Indonesia, Malasia y África occidental en tierras baldías. En muchos sentidos, el auge de la industria del aceite de palma es otra faceta más de la forma en que el consumismo moderno está destruyendo el planeta.

La autora de Planet Palm: How Palm oil Ended up in Everything —and Endangered the World (Planeta palma: Cómo el aceite de palma acabó en todo y puso en peligro el mundo) hace una defensa enérgica y desarmante de un árbol del que la mayoría de los occidentales nunca habrán oído hablar. Jocelyn C. Zuckerman evita en gran medida el sermoneo y expone con meticuloso y fascinante detalle tanto el contexto de la era colonial como el rastro de destrucción actual asociada a esta industria. El libro está cuidadosamente documentado y describe bien de qué manera victorianos como William Lever construyeron su fortuna, y una empresa llamada Unilever, sobre la base de ideas muy lúcidas, en particular relacionadas con la fabricación de jabón, pero también sobre las espaldas de los trabajadores negros en lo que se convirtió en Nigeria y el Congo.

El Napoleón del jabón, como era conocido Lever, introdujo una marca de jabón propia a la que llamó Sunlight en 1884. Vendía el jabón en unidades individuales, en lugar de cortar porciones de barras largas y cobrarlas al peso. También envolvió el jabón en papel encerado para evitar el efecto de sudoración que aquejaba a otras marcas y después lo metió en cajas de cartón de colores brillantes. En 1894 la empresa empezó a cotizar en bolsa y fue la mayor responsable de que para el año 1900 los ciudadanos británicos arrasaran con casi ocho kilos de jabón al año.

En 1914, Lever diversificó sus productos, pasando también a la margarina gracias a sus descubrimientos previos, especialmente el relativo al proceso de transformación del aceite líquido en grasas sólidas elaborado por un científico alemán llamado Wilhem Normann. Esto abrió toda una nueva área de actividad.

La forma en que Lever y algunos de sus colegas presionaron a los a menudo reticentes ministros de Londres para extender el dominio británico en África es deprimentemente familiar. Los hermanos Lever llegaron a cosechar aceite de palma en 1,8 millones de acres de tierra en el Congo, famoso a principios del siglo XX por la brutalidad despiadada con la que el rey Leopoldo de Bélgica y luego el Estado de Bélgica trataban a la población negra. La penetración de Gran Bretaña en África vino dictada en gran medida a finales del siglo XIX por intereses económicos. Lo mismo había sucedido en India un siglo antes. Los reinos y sociedades nativas simplemente no estaban preparados para lidiar con estos empresarios que tenían a su favor tanto un gran poder como la convicción de que estaban llevando la civilización a gente atrasada.

La autora habla con un chef en el estado brasileño de Bahía que demuestra cómo el aceite de palma está integrado en la cocina local, pero también nos lleva a una organización de conservación de orangutanes en Sumatra cuyos hábitats están amenazados por las prácticas de deforestación de la industria y visita a trabajadores de plantaciones en Honduras que están expuestos a productos químicos peligrosos y reciben salarios muy bajos. La cadena histórica y económica que va desde finales del siglo XIX hasta principios del siglo XXI, y eso quiere decir la forma en que operan las multinacionales, está bien establecida.

Otros personajes como el francés Henri Fauconnier salen a la luz en el capítulo titulado “Playboys de los mares del sur de China”. Aquí las materias primas que hicieron rico al francés fueron el caucho y el café. Pero cuando los precios se desplomaron al comienzo de la Primera Guerra Mundial, arrancó esos cultivos y los reemplazó todos con palma de aceite. Asistimos también a una escalofriante descripción del ascenso del general Suharto en Indonesia después del golpe que acabó con el partido comunista indonesio y proporcionó riquezas incalculables al nuevo gobernante y su familia. El apetito por desarrollar nuevos recursos y explotarlos más allá de la capacidad que pueden soportar los países del sureste asiático nunca se detiene.

Las consecuencias de esta explotación despiadada y la crueldad que la acompañó todavía están con nosotros hoy, sobre todo en la forma de estados disfuncionales y muy corruptos. Y también están con nosotros en la forma de millones de africanos que huyen de su tierra natal por los conflictos civiles y tratan de llegar a Europa. Las visitas que Lever hizo al Congo en un barco de vapor bien equipado, zampando champán y foie gras, difícilmente le ofrecieron, si es que le importaba, una visión realista de cómo se trataba a los nativos africanos.

La escritura es viva, aunque a veces un poco demasiado periodística en su estilo. Estar enojado por cómo funcionó la colonización europea y la explotación de los pueblos indígenas, ya fueran negros o asiáticos, es comprensible, pero puede volverse tedioso. A veces, un tono más distanciado habría impulsado las argumentaciones que la autora quiere hacer, generalmente con éxito, con más fuerza. Muchos occidentales piensan en el aceite de palma como un ingrediente a evitar porque está lleno de grasas saturadas, pero este libro ilustra un lado oscuro del capitalismo del siglo XXI y uno se pregunta si muchos de nosotros estaríamos dispuestos a cambiar de productos o a evitar algunos en los que el aceite de palma es un ingrediente clave.

En un capítulo titulado “El mundo está gordo”, la autora muestra cómo la industria alimentaria presta poca atención a nuestra salud y el alto precio que Occidente, pero también los países más pobres, están pagando por el aumento de la diabetes. Desde los productos de Pepsico a los de Nestlé y McDonald’s, el aceite de palma está por todas partes. En India, como en el resto del mundo, la gente se ha alejado de sus dietas tradicionales bajo el impacto de campañas publicitarias masivas. “Smog sobre Singapur” describe la niebla que envuelve la ciudad debido a los enormes incendios forestales provocados por la deforestación en las lejanas Malasia e Indonesia. La cita del pensador Frantz Fanon que abre este libro resume su filosofía: “Para un pueblo colonizado, el valor más esencial, por ser el más significativo, es ante todo la tierra: la tierra, que debe proporcionar pan y, naturalmente, dignidad”. Cientos de millones de personas en Asia, África y América Latina han perdido esa dignidad, algunas hace más de un siglo, pero a menos que la recuperen y hasta que lo hagan, nuestro planeta seguirá estando muy enfermo.