Miembros de las FARC en el campamento Alfonso Artiaga, suroeste de Colombia. Luis Robayo/AFP/Getty Images

Cómo los compromisos adquiridos entre las FARC y el Gobierno colombiano están atravesando importantes dificultades.

Se cumple estos días un año de que se firmara el primer Acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC-EP y el Gobierno colombiano. Un acuerdo que, como se recordará, se vio fuertemente afectado por la negativa de la población colombiana en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 y que obligó a renegociar ciertos aspectos con el fin de dar cabida a algunas peticiones de la oposición. Unas modificaciones que, en todo caso, desembocaron en la firma el 24 de noviembre de 2016 de un nuevo Acuerdo de paz que fue suscrito entre el Presidente colombiano, Juan Manuel Santos, y el líder de la guerrilla, Rodrigo Londoño, alias “Timochenko”.

Tras casi diez meses de implementación, lo cierto es que el desarrollo de los compromisos adquiridos entre la guerrilla y el Gobierno colombiano continúan atravesando importantes dificultades como consecuencia de que la intención del Ejecutivo por agilizar buena parte de las medidas más importantes del mismo se vieron fuertemente afectadas por la posición crítica que la Corte Constitucional, la Fiscalía General de la Nación o incluso el mismo Congreso han adoptado. En buena medida, también, porque el Acuerdo ha terminado por politizarse en extremo y servir de elemento de división para el próximo escenario electoral que tendrá lugar en la primavera de 2018.

Entre los avances más destacados se encuentran, por ejemplo, el fondo que debe proveer de recursos económicos al campesinado colombiano que, durante décadas, y en más de 200 municipios del país, vivió directamente las consecuencias más negativas del conflicto armado y de la falta de recursos e institucionalidad. Al respecto, está discutiéndose un paquete de medidas que en los próximos 20 años ha de suponer un monto de 250 millones de dólares aproximadamente, a modo de inversión para el tejido productivo, modernización agraria y apoyo a la generación de recursos. Una cifra, en cualquier caso, que nada tiene que ver, por ejemplo, con los 8.000 millones de dólares que durante la década pasada se destinaron a combatir a las guerrillas colombianas y que puede resultar muy insuficiente si no se optimizan dinámicas de fortalecimiento de la institucionalidad local, descentralización territorial y fortalecimiento de la participación ciudadana en la toma de decisiones. Tres aspectos que hoy en día, pese a todo, están muy alejados de convertirse en realidad en Colombia.

Por otro lado, en lo que respecta al reconocimiento y la participación política de las FARC-EP, ha habido importantes avances en el desarrollo de amnistías e indultos a los excombatientes –a falta de activar el sistema de justicia transicional– y se han documentado a todos los desmovilizados con el fin de que puedan beneficiarse de las actividades de formación y educación previstas. De hecho, ya se han iniciado los primeros pagos que deben incentivar el abandono de las armas –unos 200 dólares mensuales durante dos años, entre otras medidas– y las primeras, aunque desarticuladas, acciones para formar a los excombatientes en distintas profesiones, sobre todo, del sector primario.

Delegados de las FARC hablan en una de las zonas veredales transitorias de normalización. Luis Robayo/AFP/Getty Images

Sin embargo, a falta de que la justicia colombiana resuelva la personalidad jurídica para la efectiva participación política de las FARC-EP en las próximas elecciones presidenciales, pueden destacarse dos hechos de manera evidente. El primero, la conformación de un partido político, que con idénticas siglas, se llama Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común y, el segundo, la aprobación para dar representación directa a 16 circunscripciones especialmente afectadas por el conflicto y que permitirán problematizar y visibilizar una realidad extensible a buena parte del Estado que durante mucho tiempo resultó desatendida.

Unido a los avances en política, uno de los hechos más destacados ha sido el abandono y la entrega de las armas de la guerrilla, lo cual se ha llevado a cabo a través de un proceso de concentración en las denominadas "zonas veredales transitorias de normalización" en las que, por medio de un mecanismo tripartito acompañado por el Estado y la ONU, se ha deshecho de más de 7.000 fusiles. Una cifra nada baladí si se compara con el fusil por cada tres combatientes que, por ejemplo, fueron entregados por el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional salvadoreño en los 90. De igual modo, se reconoció la existencia de más de 900 zulos, aún en proceso de extracción, pero que ya han permitido acumular más de un millón de municiones y otras tantas minas antipersona, entre otro material. Quizá, más dudas genere el inventario de activos reconocido hasta el momento por las FARC-EP, y que, aunque asciende a más de 600 fincas, 21.000 cabezas de ganado y un millón de dólares en efectivo, deja muchas dudas y sombras habida cuenta de que los ordenadores incautados a los diferentes frentes de la guerrilla presentan unos libros de contabilidad mucho mayores, lo cual invita a pensar que buena parte de los activos no han sido declarados. Sin embargo, frente a las voces críticas que dudan que la guerrilla no haya declarado la totalidad de los bienes que posee, las FARC-EP presentan un argumento cuando menos particular y no exento de polémica al reconocer que el inventario de bienes incluiría tácitamente tanto el valor del armamento entregado como la infraestructura, a modo de miles de puentes y carreteras, que la guerrilla construyó bajo el conflicto armado y la cuál pasará a ser beneficio del Estado. En suma, ambos rubros ascenderían, según las mismas FARC-EP, a otros 125 millones de dólares que igualmente deberían ser tenidos en consideración como bienes entregados al Estado colombiano.

Una plantación de coca en el Departamento de Antioquía, Colombia. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

Menos avances se encontrarían en lo que tiene que ver sobre la mitigación del alcance de los cultivos cocaleros en el país. Desde 2010 estos se han triplicado, de 50.000 hectáreas, aproximadamente, a más de 150.000, de manera que las cifras se mantienen inalteradas con respecto a los años anteriores al Plan Colombia. Y es que ahí tiene el Estado un importante reto ante sí. Por un lado, por tratarse de un problema trasnacional que debe articular respuestas colectivas, principalmente, con Perú y Bolivia, pero de igual manera con los escenarios demandantes del clorhidrato de cocaína. Por otro lado, porque la aspersión con glifosato y las acciones de erradicación forzada han sido un completo fracaso que convive con un profundo atraso de la dimensión rural del país, donde no se han desarrollado políticas públicas eficientes que desincentiven las plantaciones de coca y favorezcan nuevos cultivos y posibilidades económicas para las familias campesinas colombianas.

Finalmente, tampoco se ha avanzado mucho en lo que tiene que ver con el punto quinto del Acuerdo, que prevé la creación de un mecanismo de justicia transicional – justicia especial para la paz– unido a una Comisión de la Verdad y una unidad de búsqueda a desaparecidos. El primer proyecto de ley estatutaria apenas fue presentado en junio, si bien después fue retirado y a día de hoy ni ha habido un debate parlamentario al respecto –se requieren cuatro para la aprobación final. Los casos por corrupción política del último año, unido al escándalo por la compra de sentencias por casos de políticos acusados por vínculos con el paramilitarismo, han afectado al Gobierno y dificultado los avances en el Legislativo. También se sigue discutiendo sobre el alcance presupuestario de esta particular arquitectura institucional, pues se espera que afecte a cerca de 15.000 personas entre excombatientes, agentes del Estado y otros particulares. Esto para no repetir la experiencia frustrada de los paramilitares, cuando entre 2005 y en 2011 apenas se dictaron 12 sentencias de condena. Así, bajo esta situación y en pleno proceso de selección de magistrados parece que habrá que esperar a 2018 para que estos compromisos empiecen a funcionar.

El Acuerdo de paz ha dejado consigo importantes avances, pero, salvo en lo que respecta a participación política y abandono de armas, la mayor parte de los temas más importantes están por implementarse. Una situación especialmente peligrosa si se tiene en consideración que el Estado entra en elecciones presidenciales de cara a la primavera del próximo año, y que esto va a suponer politizar y cuestionar el desarrollo del mismo, dado que la paz se ha (mal)interpretado como una política de Gobierno y no como lo que es, una política de Estado.

Un niño al lado de la bandera de las FARC-EP, Departamento de Tolima, Colombia. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

Entre las amenazas más relevantes se encuentra la propia dificultad que está experimentando el proceso de reincorporación de excombatientes. Las acciones educativas, por ejemplo, han ido por fuera de las atribuciones que el componente internacional del Acuerdo preveía. La formación para el trabajo está siendo desarticulada. La construcción de la plataforma de proyectos productivos de economía solidaria que han de encabezar las FARC-EP está lejos de desarrollarse. Los primeros reconocimientos económicos a los exguerrilleros apenas han llegado ocho meses después de la firma del Acuerdo, en el mejor de los casos. Si a esto se añade que el Estado ha sido incapaz de cooptar los territorios anteriormente dominados por las FARC-EP, y que eso ha supuesto un fortalecimiento económico y territorial de grupos criminales como el Clan del Golfo o la guerrilla del ELN, es muy posible entender por qué las disidencias guerrilleras de las FARC-EP, que apenas eran 200 al inicio del año, hoy superan, según varias estimaciones, el millar de efectivos. Esta cifra supondría en torno al 15% de (re)movilizados hacia la criminalidad sobre el total de algo más de 7.000 efectivos reconocidos por la guerrilla en el proceso de desarme.

Se han identificado varios retiros de combatientes de zonas veredales para la conformación de pequeños grupúsculos criminales o para su inclusión en los dos grandes grupos armados ya mencionados. Esto ha sucedido en las zonas de Caldono, Monterredondo o La Elvira, en el suroccidente colombiano. Lo mismo en lo que respecta a la reorganización del Frente “Daniel Aldana” o el Frente 29 en Nariño, el Frente 1 en Guaviare, el Frente 6 o las Columnas Móviles “Jacobo Arenas” o “Miller Perdomo” en Cauca o el Frente 32 en Putumayo. Todas son zonas fuertemente golpeadas por el conflicto armado, pero también por la violencia estructural que alimentó al mismo durante décadas.

Y es que si el Acuerdo de Paz continúa su endeble implementación, unido a la falta de expectativas, las frustraciones ocasionadas y las debilidades endémicas irresolutas, corre el riesgo de desdibujarse, si cabe más ante un inminente escenario electoral polarizado, en el que el Estado muestra una escasa capacidad de transformación y que puede desembocar en un marco de reincorporación fallida que conduzca a nuevas violencias en el país.