ADAM-SMITH
(Autor: Kevin Jarratt/ Fotolia)

Cómo (re)examinar el pensamiento de Adam Smith, el padre de la economía moderna, puede ser muy útil a la hora de abordar los actuales desafíos políticos y económicos de Occidente.


coverAdam Smith, What He Thought, and Why It Matters

Jesse Norman

Allen Lane, 2018


Desde la caída del Muro de Berlín, en 1989, se ha reflexionado poco, especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos, sobre los mecanismos de la economía capitalista y la sociedad en la que está inserta. Al comenzar el milenio, en la derecha hubo muchos convencidos de que capitalismo había vencido al comunismo y no había nada más que decir: el fin de la historia del politólogo estadounidense Francis Fukuyama. La izquierda británica, francesa y alemana, esencialmente, lo aceptó. Por algo se apodó a los laboristas Tony Blair y Gordon Brown “los hijos de Margaret Thatcher”. Por desgracia, la expresión y el ejercicio del capitalismo estaban sufriendo una transformación mal regulada, los mercados estaban cada vez más financiarizados y los reguladores como la Reserva Federal de EE UU y el Banco de Inglaterra no se dieron cuenta de que la “exuberancia del mercado”, en palabras del presidente de la Fed, iba a provocar la peor crisis financiera desde 1929. Los sufrimientos de millones de personas de las clases medias y trabajadoras, el aumento de las desigualdades de rentas en Estados Unidos y Europa y el hecho de que los banqueros quedaran impunes tuvieron consecuencias políticas y fomentaron el ascenso de los partidos denominados populistas. Hoy, el populismo y el nacionalismo continúan su avance en Europa, y EE UU tiene un presidente que se ha propuesto destruir el libre comercio. Mientras tanto, los responsables económicos del Partido Laborista británico y otros líderes izquierdistas como el francés Jean-Luc Mélenchon llaman abiertamente a acabar con el capitalismo. Desde luego, el siglo XXI no está desarrollándose según lo previsto.

En un libro bellamente escrito, Jesse Norman revisa las ideas de uno de los fundadores de la era moderna, Adam Smith: más que ningún otro personaje, Smith ocupa el centro del campo de batalla ideológico en el que el sistema de mercado, que ha hecho posible un mundo cada vez más próspero durante dos siglos, está recibiendo ataques de todas partes y ve su legitimidad asaltada, desde la derecha, por los críticos de la competencia desleal y el capitalismo de amigos y, desde la izquierda, por los activistas contra las desigualdades y el fundamentalismo de mercado. Esta obra, en realidad, no es una biografía del padre de la economía moderna, sino un libro que disipa los mitos y desmonta las caricaturas que se han multiplicado en torno al gran escocés. Estudia con detalle las ideas de Smith sobre la ética, el derecho, la economía y el gobierno, y la influencia de esas ideas en pensadores tan distintos como Karl Marx, Charles Darwin, John Maynard Keynes y Friedrich Hayek. Adam Smith no fue simplemente un economista, sino uno de los fundadores de la psicología social moderna y la teoría conductista. No fue ni un “libertario” doctrinario ni un “pensador neoliberal”. Propuso una teoría evolutiva asombrosamente moderna de la economía política, que reconocía las funciones, a menudo complementarias, de los mercados y el estado. Y tanto sus opiniones sobre el papel de la mujer en la economía como su oposición a la esclavitud hicieron de él un adelantado a su tiempo.

Jesse Norman es un curioso miembro del Parlamento de Westminster. Reconoce que el nacionalismo fue un factor importante en el referéndum del Brexit, pero no dice lo que votó él. La pregunta del referéndum tenía encerradas en ella muchas otras sobre la inmigración, el comercio, la soberanía y otros aspectos, y Norman, cuando hizo campaña entre sus electores de Hereford, una ciudad situada junto al límite con Gales, les dijo lo que pensaba sobre cada una de esas cuestiones pero no lo que iba a votar. Con esa actitud demostró ser el auténtico heredero de Adam Smith, que sometía todos los problemas a una prueba de pragmatismo.

Smith era un pensador sabio y sutil, que obliga al lector a olvidarse de eslóganes simplistas y manidos clichés. Todavía tiene mucho que enseñarnos a quienes vivimos en democracias, no solo sobre economía, mercados y comercio, sino sobre otros problemas más profundos, relacionados con las desigualdades, la cultura y la sociedad humana, que Europa y Estados Unidos afrontan hoy. Como señala el autor: “Fue, sin ninguna duda, el economista más influyente de todos los tiempos, pero la autoridad de La riqueza de las naciones y la sencillez de sus ideas fundamentales hacen que políticos, intelectuales y cualquiera de los que citan a Smith sin tan siquiera haberlo leído empleen esas ditas para dignificar y adornar sus propios argumentos. Como consecuencia, las ideas de Smith quedan ocultas y son objeto de sobreinterpretación o directamente robo. La riqueza de las naciones se anticipa a una extraordinaria variedad de fenómenos contemporáneos”. Uno de ellos es el ascenso de la política de la celebridad, la coincidencia de la tecnología moderna con la disposición del ser humano a admirar a los ricos y poderosos y la capacidad para compenetrarse, “dos ideas que Smith aborda en su primer libro, menos conocido pero no menos brillante, La teoría de los sentimientos morales”.

Resulta irónico pensar que Adam Smith detestaba las controversias, vivió una vida académica sin sobresaltos y siempre fue muy discreto sobre sus opiniones personales. Porque, por muy anodina que fuera su vida, los tiempos en los que vivió fueron todo lo contrario. Cuando Smith llegó a la edad adulta, a mediados del siglo XVIII, la Unión forjada en 1707 entre Inglaterra y Escocia seguía siendo objeto de enorme oposición. Mientras tanto, la transformación de Edimburgo y Glasgow no fue solo económica, sino también cultural e intelectual, y colocó a Escocia en el centro del pensamiento europeo. Fue una época con un impresionante despliegue de pensadores, el más famoso de los cuales fue David Hume —amigo de Smith durante toda su vida, famoso por su implacable escepticismo filosófico, que le granjeó la fama de ateo e hizo que se le denegaran puestos académicos en las universidades de Glasgow y Edimburgo—, que estaban a la altura de las grandes figuras del sur de la frontera como Edmund Burke, Joshua Reynolds y Edward Gibbon y con los salones de París, que Smith conocía bien.

Adam Smith vivió dos años en Francia, de 1764 a 1766, como tutor del joven Henry Scott, que luego se convertiría en el tercer Duque de Buccleuch, y en París conoció al financiero Necker, al economista Turgot, el filósofo social Helvetius y el médico real y economista político François Quesnay, cuyos seguidores recibían el nombre de fisiócratas. La capital de Escocia, sobre todo cuando se completó la parte nueva unos años después, se situó a la altura de Londres y París como uno de los grandes centros intelectuales del pensamiento ilustrado y contribuyó a engendrar nuevas ideas en filosofía, ciencias naturales, derecho, historia y literatura, además de en economía política, psicología social y ética.

Smith se propuso ofrecer “una descripción homogénea de la vida humana en todos su grandes aspectos, derivada de unas cuantas premisas básicas pero que abarcara la filosofía, la religión, la economía política, la jurisprudencia y las artes, las ciencias y la propia lengua. […] El aspecto crucial de esta ciencia humana era que se basaba en la observación y la experiencia, y no en el derecho natural, la inspiración divina ni el dogma religioso”. Norman explica que “para Smith, el nexo fundamental es el de los intercambios constantes que se producen en cualquier relación humana. Pueden ser el intercambio de bienes y servicios en los mercados. Pero pueden ser también el intercambio de significados en el lenguaje. […] Y también puede ser el intercambio de respeto o apreciación que, a juicio de Smith, subyace en la formación de las normas morales y sociales en la sociedad”.

La riqueza de las naciones no solo establece muchas de las herramientas intelectuales esenciales de la economía política (la división del trabajo, los beneficios del libre comercio, etcétera), sino que su autor, por primera vez en la historia, coloca los mercados en el centro de la propia economía. Son el gozne sobre el que gira la modernidad económica, igual que la teoría de los partidos políticos y el gobierno representativo de Edmund Burke son la bisagra de la modernidad política. Pero los mercados, para Smith, no son la construcción matemática incorpórea de la política moderna, sino “instituciones vivas, insertas en culturas específicas y mediadas por la norma social y la confianza”. Deben estar al servicio del bien público, y tienen un orden que depende del Estado, que respalda (o no ) su legitimidad. Norman alega que, debidamente interpretadas, “estas ideas de Smith siguen siendo absolutamente fundamentales para cualquier intento de defender, reformar o renovar el sistema de mercado”. No hay más que pensar en las cuatro grandes firmas  de auditoría, los bancos o los pagos ejecutivos para tener claro el alcance de la tarea de un reformador actual.

Ahora que la política en EE UU y Europa está vaciándose de contenido debido a las estrategias populistas —llamarlas ideologías sería concederles un peso intelectual del que carecen—, tanto de izquierdas como de derechas, conviene recordar que las alternativas a la sociedad comercial son la guerra comercial, la autocracia religiosa, el comunismo autoritario y el nacionalismo. El autor cree que “por consiguiente, es necesario que tome forma un nuevo relato smithoniano, entre estas fuerzas transformadoras, desgarradoras y divisivas”. Reexaminar la Ilustración escocesa proporciona un conjunto de ideas con una “fuerte orientación hacia la práctica, más que la teoría, y hacia la superación personal y el progreso social”.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia