Por qué el macho tiene que desaparecer.

 

Generalizar sobre las diferencias entre hombres y mujeres viene a ser tan gratificante como meter un brazo en una picadora. El tema está demasiado plagado de controversias, datos contradictorios, emociones muy arraigadas, miedos diversos y propósitos políticos de toda clase. Pero la debacle del modelo hipermasculino y amante del riesgo del capitalismo financiero ha arrojado una nueva luz sobre esta vieja y polémica cuestión: teniendo en cuenta su historial, ¿de verdad deberían estar los hombres dirigiendo el mundo?

Tras rastrear en recientes investigaciones, incluyendo algunas propias, debo decir (aún a riesgo de meter el brazo en la picadora) que la respuesta es probablemente no. Los biólogos que estudian la evolución nos dicen que los seres humanos y los chimpancés son las únicas especies del reino animal en las que los miembros masculinos se unen para cometer actos de agresión contra otros individuos de la misma especie. De hecho, las investigaciones muestran que la selección natural, de manera lenta pero continua, ha recompensado a ciertos tipos de hombres con más descendencia: hombres que forman estrechos vínculos con otros hombres, que usan la fuerza física para conseguir lo que quieren, que carecen de empatía, que están muy motivados para obtener recursos con el mínimo esfuerzo, que están dispuestos a asumir riesgos y que subordinan a los demás a sus intereses. Así es como hoy el 0,5% de los hombres del mundo (y, presumiblemente, las mujeres también) ha acabado siendo descendiente de Genghis Khan.

Estas tendencias masculinas tienen beneficios evolutivos inmediatos y duraderos para los hombres, pero sus consecuencias a largo plazo para la sociedad en su conjunto no son tan saludables. Desde luego, el riesgo, la competitividad, la confianza en uno mismo y la agresión pueden ser apropiados –incluso beneficiosos– cuando se dirigen a la protección de otros seres humanos. Los problemas llegan cuando estos atributos carecen de límites y de control. Antes o después, cuando uno asume riesgos siempre acaba pasándose de la raya y estrellándose; la toma de decisiones se vuelve temeraria; aprovecharse sin freno de los demás mina toda la red social, poniendo en peligro incluso al depredador.

Los hombres pagan un precio por su legado evolutivo, pero el precio para ellas es aún más alto. Como mis colegas y yo escribimos en un reciente número de International Security, más de 160 millones de mujeres desaparecieron en el mundo sólo en 2005 (más que el total de las muertes en conflictos fronterizos, guerras civiles y genocidios de todo el sangriento siglo XX). Algunos han calificado esto de “generocidio”, cuya verdadera y atroz cifra de víctimas se ve oscurecida por sus prosaicos orígenes: violencia doméstica, abortos selectivos en función del sexo, enormes tasas de mortalidad durante el embarazo y la aprobación cultural de los asesinatos de mujeres (los llamados “crímenes de honor”). Pero, además de las madres, sufren los niños, ya que en la mayoría de las culturas éstas son responsables de la supervivencia diaria de sus hijos.

El comportamiento de los hombres en casa tiene también implicaciones globales. Nuestras investigaciones sugieren que los Estados que cuentan con un alto grado de seguridad física para las mujeres obtienen una mayor puntuación en cuanto a carácter pacífico y cumplimiento con las normas internacionales. De hecho, la seguridad física femenina dentro de un Estado ha resultado ser un mejor indicador de su conducta internacional pacífica que sus índices de democracia y de riqueza. Nuestras investigaciones sugieren también la conclusión inversa: que los países en los que las mujeres tienen más riesgo de sufrir violencia a manos de los hombres tienden a ser los más agresivos y desafiantes de las reglas y de las normas en el ámbito internacional.

La respuesta no es entregar todo el poder a las mujeres. Pero hay buenas razones para pensar que la toma de decisiones de forma colectiva entre ambos sexos es un buen camino a seguir. Ellas (en su conjunto) tienden a ser menos seguras, más reacias al riesgo, menos agresivas, más empáticas, se dejan llevar menos por la competitividad y prefieren decisiones consensuadas. Existe también una razón evolutiva: desde el inicio de los tiempos, han tenido que arreglárselas con las disposiciones de los hombres. Tienden a ser más reacias al riesgo porque suelen vivir con hombres que los aceptan e incluso los buscan. Tienden a ser menos seguras porque viven con seres excesivamente presuntuosos. Por este efecto equilibrante, se podría llegar a mejores decisiones si las tomaran juntos. Recientes investigaciones demuestran que, cuando esto se produce, todos quedan más satisfechos con el resultado que cuando son producto de grupos sólo masculinos. Y lo que es más, los grupos de toma de decisiones mixtos son menos propensos a aceptar riesgos que los formados sólo por hombres. La verdadera igualdad de género podría ser un prerrequisito para políticas óptimas y racionales, en el hogar, el país o la comunidad internacional. Solía decirse que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer.

Puede que a los sinvergüenzas, gamberros, negociadores de derivados y titulizadores de deuda también les vinieran bien unas cuantas grandes mujeres, aunque sólo fuera por el bien del resto.