Un miliciano de los talibanes en Gardez, Afganistán. (FARIDULLAH AHMADZAI/AFP/Getty Images)

La guerra de Afganistán tiene visos de intensificarse en 2018. La nueva estrategia de Estados Unidos consiste en elevar el ritmo de las operaciones contra la insurgencia talibán, con más tropas, ataques aéreos más violentos y ofensivas más agresivas de las fuerzas afganas sobre el terreno. El objetivo, según las autoridades, es detener el avance de los talibanes y obligarlos a alcanzar un acuerdo político. Por ahora, sin embargo, la estrategia es casi exclusivamente militar.

Es una estrategia que topa con serios obstáculos. Si bien atacar con más fuerza a los talibanes puede proporcionar victorias tácticas, no parece probable que vaya a cambiar el curso de la guerra ni a quitar incentivos a unos rebeldes potentes y con raíces locales. Los talibanes no controlaban o disputaban tanto territorio como ahora desde 2001. Están mejor equipados y, aunque se les acose con combates convencionales, seguirán teniendo la capacidad de llevar a cabo ataques urbanos muy espectaculares que socavan la confianza en el Gobierno. Además, entre 2009 y 2012, los talibanes resistieron contra más de 100.000 soldados estadounidenses.

Los jefes militares aseguran que esta vez va a ser distinto porque Trump, a diferencia de Obama, no ha fijado una fecha de retirada. Pero ese es un argumento muy débil. Y demuestra que no conocen a los insurgentes. Hasta ahora, las derrotas en el campo de batalla no han influido en la voluntad de negociar de los líderes talibanes. Las próximas elecciones afganas (están previstas elecciones parlamentarias en julio de 2018 y presidenciales en 2019) robarán el oxígeno a la campaña militar. Todos los comicios desde 2004 han desencadenado alguna forma de crisis y las discrepancias políticas actuales son especialmente severas, con el presidente Ashraf Ghani acusado por sus críticos de concentrar el poder en manos de unos cuantos asesores.

Esta estrategia tampoco tiene en cuenta los cambios regionales. Hasta el momento, la diplomacia de Estados Unidos en la región se centraba en presionar a Pakistán, pero es poco probable que los cálculos que hacen que Islamabad apoye a los rebeldes vayan a cambiar. Ahora, los talibanes tienen también relaciones con Irán y Rusia, que los apoyan porque los consideran un bastión contra la rama de Daesh en Afganistán, una facción pequeña pero flexible y capaz de orquestar atentados muy llamativos. El hecho de que Washington esté utilizando una estrategia más militarizada y menos diplomática corre el riesgo de hacer ver a esos países que no tiene intención de estabilizar Afganistán y luego marcharse, sino de mantener allí a sus tropas. Dado que esa presencia les parecerá una amenaza contra sus respectivos intereses, es posible que, como consecuencia, decidan apoyar más a los rebeldes. Además, la labor diplomática estadounidense en Afganistán no afecta a China, cuya influencia creciente en partes del sur de Asia le convierten en un factor clave para cualquier acuerdo.

Es cierto que demostrar que Estados Unidos mantiene su apoyo puede reforzar la moral del Ejército afgano y que una retirada precipitada, por el contrario, podría desencadenar el caos. Pero, a medida que aumentan los combates, el Gobierno de Trump debería mantener abiertas líneas de comunicación con la insurgencia y estudiar un esbozo de acuerdo con los vecinos de Afganistán y otras potencias regionales, por malas que parezcan hoy las perspectivas. Los aliados de Estados Unidos en Afganistán deben exigir que su estrategia tenga un mayor componente político y diplomático. Lo que hace ahora es preparar el terreno para que haya más violencia y cerrar las posibilidades de aplacar la situación. Y la población civil afgana pagará el precio.

 

Este artículo forma parte del especial Las guerras de 2018

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia