Medidas de seguridad tomadas tras la clausura de las entradas y salidas del área después de que el Hospital Sardar Mohammad Dawood Khan fuera alcanzado por dos bombas en la capital de Afganistán. (Foto de Sayed Khodaiberdi Sadat / Agencia Anadolu a través de Getty Images)

En 2021 se cerró un capítulo de la tragedia que sufre desde hace décadas Afganistán, pero comenzó otro. Con la toma del poder por parte de los talibanes en agosto, empezó a verse cada vez más cerca una catástrofe humanitaria. Los datos de la ONU indican que pueden morir de hambre millones de niños. Y gran parte de la culpa es de los líderes occidentales.

La victoria de los talibanes fue rápida pero preparada desde hacía mucho tiempo. Hace años —y especialmente desde principios de 2020, cuando Washington firmó con ellos un acuerdo por el que se comprometía a retirar sus tropas— que los insurgentes avanzaban por las zonas rurales y rodeaban las capitales provinciales y de distrito. En la primavera y el verano de 2021 empezaron a apoderarse de los pueblos y ciudades y a convencer a muchos jefes del Ejército afgano, desmoralizados por el inminente final de la ayuda occidental, de que se rindieran. El gobierno cayó a mediados de agosto y los talibanes entraron en Kabul casi sin luchar. Fue un final sorprendente para un orden político que las potencias occidentales habían tratado de ayudar a construir durante dos décadas.

La reacción del mundo consistió en paralizar los bienes del Estado afgano, interrumpir la ayuda presupuestaria y, solo por motivos humanitarios, aliviar de manera limitada las sanciones a las que están sujetos los talibanes por parte de Naciones Unidas y los países occidentales.

El nuevo gobierno no puede pagar a los funcionarios. La economía se ha hundido. El sector financiero está paralizado. Y todo ello se une a una sequía implacable. Aunque, en general, la violencia es inferior a la que había hace un año, los talibanes afrontan una lucha feroz contra el brazo local del Estado Islámico.

El régimen no ha hecho mucho por congraciarse con los donantes. Los miembros del gobierno provisional son casi exclusivamente talibanes, no hay ninguna mujer y son sobre todo de etnia pastún. Las primeras decisiones, en especial el cierre de los colegios para niñas en muchas provincias, provocaron la indignación internacional (posteriormente han vuelto a abrir algunas). Hay noticias de que se han llevado a cabo ejecuciones extrajudiciales de antiguos soldados y agentes de policía.

No obstante, la situación de los afganos es sobre todo responsabilidad de los gobernantes occidentales. La brusca interrupción de fondos dirigidos a un Estado que depende por completo de la ayuda ha tenido consecuencias devastadoras. La ONU calcula que 23 millones de personas, más de la mitad de la población, van a padecer hambre este invierno. La ayuda humanitaria no puede evitar por sí sola esa catástrofe. Los donantes están dilapidando los logros que su dinero había ayudado a obtener durante los dos últimos decenios, especialmente en materia de salud y educación.

Hay otra forma de hacer las cosas. Las instituciones financieras internacionales, que no han enviado más que una mínima parte de los casi 2.000 millones de dólares destinados a Afganistán, tienen que desembolsar el resto. La ONU y Estados Unidos, que han levantado algunas sanciones para permitir la llegada de la ayuda humanitaria, deben dar un paso más y relajar las restricciones para que sea posible la actividad económica regular. Y Biden debe liberar los activos afganos paralizados, empezando por un tramo inicial para tantear el terreno.

Si la Casa Blanca no quiere dar ese paso para no sostener al gobierno de los talibanes, los canjes de divisas bajo supervisión internacional podrían inyectar dólares en la economía. La prioridad tiene que ser apoyar a la sanidad, el sistema educativo, la provisión de alimentos y otros servicios esenciales, aunque para ello los responsables políticos occidentales tengan que colaborar con los ministerios talibanes.

La otra opción es dejar morir a los afganos, incluidos millones de niños. De todos los errores que ha cometido Occidente en Afganistán, ese dejaría la huella más espantosa.