afganistan
Las Fuerzas de Seguridad afganas inspeccionan el lugar después de un ataque llevado a cabo con un vehículo cargado de bombas en el distrito de Kandvali de la provincia afgana de Kandahar el 22 de mayo de 2018. (Aziz Sana/Anadolu Agency/Getty Images)

Trazar un nuevo rumbo en Afganistán es posible, pero para ello hay que cambiar la estrategia utilizada hasta el momento. ¿Qué pasos habría que dar?

En su primer discurso ante el Consejo de Seguridad hace cuatro años, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, dijo: “Las guerras actuales no las gana nadie… Las guerras solo pueden terminar cuando las partes implicadas y sus aliados actúan para encontrar soluciones políticas y resolver las causas fundamentales”.

En Afganistán no le han hecho caso. Los intereses directos de las partes interesadas no se han tenido en cuenta en las conversaciones de paz, sus patrocinadores extranjeros no les han dado motivos para hacer las concesiones necesarias y tampoco se han puesto en marcha estrategias para abordar las causas fundamentales del conflicto.

Aunque la reciente reanudación de las negociaciones entre afganos en Doha es positiva, las falsas esperanzas y los elementos que desvíen la atención de la realidad sobre el terreno pueden ser más perjudiciales. Las expectativas tienen que ser realistas.

Los intentos de poner fin a la guerra desde hace 30 años no han dado la prioridad a obtener un acuerdo político entre los afganos ni a resolver las causas fundamentales de la guerra. Han actuado en función de objetivos geopolíticos como contener o humillar a potencias rivales y por las prioridades de política interior de otros países. Es lo que pasó cuando los soviéticos se fueron en 1989 y cuando se expulsó a los talibanes en 2001.

El acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes en febrero de 2020 es el ejemplo más reciente. Se anunció como el preludio de unas negociaciones entre afganos que efectivamente comenzaron en Doha en septiembre.

Pero, hasta ahora, los líderes talibanes no se han dedicado a las conversaciones como forma principal de alcanzar sus objetivos, mientras que sí han aprovechado las ventajas diplomáticas de participar.

Es posible que la dirección esté dividida, consciente de su reputación sobre el terreno y las amenazas contra el prestigio del movimiento que suponen los grupos afiliados al Estado Islámico y otros. Cualquier acuerdo con el gobierno actual puede ser perjudicial.

Los talibanes no han querido utilizar las negociaciones para conseguir resultados, pero el gobierno no ha podido.

Su equipo negociador está lastrado por el estatus que el acuerdo con Estados Unidos otorga a los talibanes y por la falta de una estrategia política unificada en Kabul. Ha intentado por todos los medios contrarrestar la versión de los talibanes, que habla de la dependencia extranjera del gobierno. Y todavía no se ha apelado a la mayor fuente de legitimidad: las prioridades y esperanzas de la población, en especial los jóvenes.

Los rumores sobre la reanudación de las negociaciones pueden volver a desviar la atención de lo que es verdaderamente necesario para que produzcan resultados.

La prioridad inmediata debe ser prevenir una nueva guerra civil, tanto si las fuerzas de seguridad nacionales resisten como si continúa la ofensiva militar de los talibanes.

Todos los días hay nuevos horrores, violaciones de las normas humanitarias, incluidas ejecuciones sumarísimas. Los ataques a civiles, mujeres, periodistas y defensores de los derechos humanos han aumentado. Según el último informe de la ONU, el número de víctimas civiles ha aumentado cerca de un 50% en comparación con el mismo periodo de 2020. Además, advierte de un repunte sin precedentes si no se toman medidas urgentes.

El agravamiento del conflicto agudizará la crisis humanitaria debida a la contracción económica, la escasez de alimentos y agua, los cambios de los modelos meteorológicos y la COVID-19.

El regreso a la situación de los 90 sería una catástrofe. El gobierno, los talibanes, los Estados vecinos —Pakistán e Irán— y China, Estados Unidos, Rusia y Europa tienen un mismo interés: a todos les interesa evitarlo.

El primer paso debe ser que todos los bandos combatientes se comprometan a respetar las leyes de la guerra. Es decir, a hacer todo lo posible para evitar víctimas civiles y la destrucción de la propiedad. También significa garantizar el acceso de la población civil a los servicios esenciales y la ayuda humanitaria.

En segundo lugar, hay que hacer los máximos esfuerzos para conseguir un alto el fuego verificado por la ONU y respaldado por el Consejo de Seguridad. La tregua podría estar vinculada a que las dos partes se comprometan a emprender un proceso político escalonado y les daría el tiempo necesario para diseñarlo.

Tercero, para que haya avances es necesaria una presión coordinada de la comunidad internacional para que las dos partes lleguen a acuerdos. Los actores regionales son fundamentales, especialmente Pakistán.

En cuarto lugar, las negociaciones necesitan un mediador que cuente con la confianza de los dos bandos. La ONU es el único organismo con las credenciales necesarias para organizar este proceso.

Por último, hay que empezar a trabajar ya en un plan de inversiones que reparta dividendos de paz basados en el principio de legalidad, la inclusividad y unas instituciones transparentes. Los cientos de miles de millones de dólares llegados en forma de ayuda internacional desde 2001 no han resuelto las causas fundamentales de la inseguridad; a menudo, incluso han empeorado las cosas.

A las fuerzas internacionales se las considera cómplices del comportamiento abusivo de las fuerzas de seguridad y los poderosos, en una economía política sostenida por el narcotráfico y otras actividades ilícitas, que da poder a un personaje o grupo afgano y no a otro. La sensación generada por ello alimenta los relatos sobre la hipocresía de las potencias extranjeras.

Ahora todo esto puede ser incluso una oportunidad. Los afganos tienen muy claro lo que quieren, lo que hace falta para tener paz, seguridad y dignidad y cómo conseguirlo.

Los afganos desean tener los derechos esenciales: libertad de circulación y educación —incluidas las mujeres—, acceso al empleo, la justicia y servicios esenciales como el agua y la electricidad. Hasta en las zonas más conservadoras, las de los pastunes, los tayikos, los hazaras o los uzbekos, Todos quieren contar con un gobierno y unas fuerzas de seguridad más transparentes y que rindan cuentas.

El apoyo internacional a personas y organizaciones afganas competentes ha permitido obtener numerosas mejoras: en la expectativa de vida, la alfabetización, el poder de las mujeres, el crecimiento económico y una sociedad civil vibrante. Todo eso ahora corre peligro.

Con la estrategia utilizada hasta ahora para dar una solución a la guerra, las probabilidades de éxito son escasas. Pero, en esta guerra que nadie puede ganar, Estados Unidos, los europeos y la OTAN pueden hacer más para evitar lo peor y presionar a los partidos de la región a que tracen el rumbo que hay que seguir de aquí en adelante.

Si no, Afganistán seguirá estando en manos de ideólogos, jefes tribales y milicias que seguirán disputándose los ingresos del narcotráfico, haciendo sus acuerdos y cometiendo más actos violentos. Los costes serán muy altos, para los afganos y para todos nosotros.

 

El artículo en inglés ha sido publicado en European Institute of Peace.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia