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Un marine estadounidense en Helmand, Afganistán, 2017. WAKIL KOHSAR/AFP via Getty Images

Una investigación realizada por el diario The Washington Post muestra que los últimos tres presidentes de Estados Unidos han mentido al afirmar que se podía triunfar en la guerra de Afganistán, pese a que los análisis y datos indicaban lo contrario. La situación, que tiene muchas semejanzas con la guerra de Vietnam, puede favorecer a Donald Trump, quien promueve que EE UU se retire de “guerras caras y sin final”.  

Los presidentes estadounidenses George W. Bush, Barack Obama y Donald Trump han mantenido que se podía ganar la guerra en Afganistán mientras que los hechos en el terreno e informes y opiniones de asesores militares y civiles indicaban que Washington carecía de una estrategia militar y acumulaba fracasos. Los talibanes conquistaban territorio, los sucesivos gobiernos afganos eran corruptos y no construían el Estado. Entre tanto, el aumento del número de efectivos y ayuda, y las campañas contra la producción y tráfico de opio han tenido y tienen un efecto contrario al deseado.

Una investigación de tres años realizada por el periódico The Washington Post muestra que seis décadas después de la guerra de Vietnam, la Casa Blanca ha dicho públicamente el mismo tipo de mentiras sobre irreales avances y eventuales triunfos. Asímismo, ha tratado de compensar la falta de estrategia con el uso masivo de la fuerza provocando más destrucción y víctimas. Más aún, EE UU podría salir de Afganistán de la misma forma que lo hizo en 1975 de Vietnam: con una negociación que deje de lado al gobierno local, marginando a la parte de la sociedad que ha confiado en democratizar el país.

La lógica utilizada por los funcionarios del gobierno de Lyndon B. Johnson, y aplicada por Bush, Obama y Trump en Afganistán, fue que no podía abandonarse Vietnam porque supondría un golpe al prestigio y legitimidad de Estados Unidos. En el contexto de la Guerra Fría eso sería una ventaja para la entonces URSS. Las inercias burocráticas y las luchas entre agencias gubernamentales, y los intereses económicos de la industria militar han hecho, en los casos de Vietnam y Afganistán, el resto.

 

Tensión entre secretismo y derecho a la información

En 1971 el diario The New York Times, y posteriormente The Washington Post y otros medios, publicaron los análisis que el gobierno de Johnson había encargado a la Rand Corporation sobre la guerra que Estados Unidos libraba en Vietnam contra la guerrilla comunista del Frente de Liberación Nacional. Las 7.000 páginas conocidas como los Papeles del Pentágono fueron filtrados a la prensa por el analista del Pentágono Daniel Ellsberg. Los estudios indicaban que, pese a que esa guerra estaba perdiéndose, la presidencia de Johnson tergiversaba los datos, constantemente anunciaba sin ninguna evidencia que se avanzaba hacia la victoria, arrasaba Vietnam con bombardeos masivos y manda miles de soldados al frente. Ellsberg, considerado por el presidente Richard Nixon como el “enemigo público número 1”, fue acusado de 12 cargos, pero resultó absuelto por la Corte Suprema de Justicia.

La forma en que The Washington Post ha podido publicar ahora los documentos sobre Afganistán, equiparables a los Papeles del Pentágono es, en sí misma, un interesante episodio sobre el secretismo del Estado y el derecho de los ciudadanos a estar informados.

El Congreso de EE UU creó en 2008 la Oficina del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR, en las siglas en inglés) con el fin de investigar el gasto y fraude en la guerra. En 2014 esta oficina decidió entrevistar a 600 personas, especialmente a funcionarios civiles y militares estadounidenses, y de aliados de la OTAN y de Afganistán, para extraer “lecciones aprendidas” sobre la intervención en Afganistán. El resultado fue la publicación de una serie de volúmenes en el que el 90% de los nombres de los entrevistados se mantenía en secreto.

Usando la Ley de Libertad de Información The Washington Post, con la colaboración de la ONG National Security Archive, tuvo acceso a una parte de los archivos de SIGAR y memorándums sobre la guerra de Donald Rumsfeld, ex secretario de Defensa del presidente George W. Bush. El conjunto de la información dice el periódico, “constituye una historia secreta de la guerra y un despiadado análisis de 18 años de conflicto”.

Craig Whitlock, periodista de The Washington Post afirma: “Asumiendo que sus declaraciones no serían públicas, los funcionarios estadounidenses admitieron que las estrategias de guerra fueron fatalmente fallidas, y que Washington gastó enormes cantidades de dinero tratando de rehacer Afganistán para que fuese una nación moderna. Las entrevistas también subrayaron los intentos inútiles del gobierno de EE UU en combatir la corrupción, construir unas fuerzas armadas y de policía competentes, y contrarrestar el boyante comercio de opio”.

 

Una guerra sin rumbo

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Un hombre afgano llora la muerte de su hijo en un atentado, Kabul. SHAH MARAI/AFP via Getty Images

Estados Unidos invadió Afganistán en octubre de 2001, un mes después de los ataques terroristas contra Nueva York y el Pentágono. En 2002 el presidente Bush reenfocó el esfuerzo militar de Afganistán a la invasión de Irak. Washington se encontró librando dos guerras. La Casa Blanca anunció en 2003 que EE UU había triunfado en Irak y Afganistán. La realidad, sin embargo, era totalmente distinta.

Entre 2003 y 2007 los talibanes reconquistaron territorio y lanzaron una ofensiva basada en emboscadas y ataques suicidas. En 2007 EE UU aumentó su presencia militar a 50.000 efectivos. Según The Washington Post, las órdenes de los mandos militares eran vagas, y en muchos casos se basaban en el muy diferente caso iraquí. Indicaban que se “limpiara” de insurgentes un territorio, se controlase, y se esperase a que el gobierno empezara a construir instituciones.

Aunque los talibanes se replegaban, los efectivos de Estados Unidos (y la OTAN) no podían estar por tiempo indefinido en el lugar, y el Estado no llegaba porque no existía. Al poco tiempo, la insurgencia volvía a actuar mientras que la población local quedaba atrapada entre dos fuegos. Uno de los testimonios más expresivos de un general estadounidense entrevistado dice “no teníamos ni idea de la misión. No sabíamos lo que estábamos haciendo”.

La estrategia inicial fue destruir a Al Qaeda, derrotar a los talibanes y prevenir que no se repitiesen ataques como el de septiembre de 2001. El gobierno de Bush consideró a los talibanes, que siempre han tenido una estrategia nacional sin ambiciones internacionales, como a Al Qaeda. Esta confusión se complicó cuando esta organización prácticamente desapareció de Afganistán y Estados Unidos se quedó luchando en el papel contra un enemigo y en la práctica contra otro. Actualmente también está presente el autoproclamado Estado Islámico, que combate contra EE UU, los talibanes y el Estado afgano.

EE UU osciló entre construcción del Estado y contrainsurgencia, poniendo más énfasis en uno o el otro componente mientras no había coherencia entre objetivos múltiples: promover la democracia liberal, proteger a las mujeres afganas, combatir el terrorismo y cambiar el balance de fuerzas con Pakistán, un país clave en esta guerra.

Se dio por hecho que la población apoyaría a las fuerzas extranjeras en su territorio y que el Gobierno afgano colaboraría en la tarea modernizadora y democratizadora. Pero no se tuvo en cuenta que el país está organizado en torno a estructuras tribales en vez de un Ejecutivo central. Tampoco se consideró, como en Vietnam, el factor nacionalista frente a la presencia internacional, ni que el Gobierno era corrupto y carecía de capacidad para construir Estado.

Entre tanto, fluían miles de millones de dólares para la reconstrucción de un país que no tenía posibilidades de absorberla. Desde 2001 los Departamentos de Defensa y de Estado, y la Agencia de Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID) gastaron aproximadamente 978.000 millones de dólares en Afganistán. Según un estudio del The Costs of War Project, de la Universidad de Brown, el gasto total de Estados Unidos entre 2001 y 2019 en esa guerra ha sido de 2 billones de dólares.

Una buena parte de esos fondos fueron a parar a la corrupción. 18 años después el país es más pobre que en 2001, está sumergido en mayor violencia y los talibanes son más fuertes, con alrededor de 60.000 efectivos. En estos 18 años se han desplegado más de 775.000 efectivos estadounidenses en Afganistán, han muerto 2.300 y hay 20.859 heridos. Actualmente EE UU mantiene 13.000 tropas en el país.

Las entrevistas publicadas por el The Washington Post coinciden con análisis de expertos como Astri Suhrke, del noruego Chr. Michelsen Institute. En palabras de Suhrke, cuantas más tropas y más dinero se invertía en cooperación, menor era el resultado.

 

Continuidad entre Obama y Trump

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Cementerio en el que yacen soldados estadounidenses muertos en las guerras de Irak y Afganistán, Virginia, EE UU, 2019. SAUL LOEB/AFP via Getty Images

El presidente Barack Obama tenía la intención de sacar las tropas de Afganistán lo antes posible. Pero en diciembre de 2009, debido a las presiones de las Fuerzas Armadas, aceptó con reticencias la solicitud del Pentágono de aumentar el número de efectivos hasta 150.000 y lanzar una nueva ofensiva contra los talibanes.

Sin embargo, fijó que en 18 meses las tropas empezarían a salir de ese país. La respuesta de los talibanes fue continuar con su guerra de guerrillas, evitar confrontaciones directas y, especialmente, esperar. Como dijo un comandante insurgente, mientras que Washington tenía prisa por marcharse, ellos podían esperar durante décadas. Estados Unidos tenía todos los relojes, se dice, pero los talibanes eran los dueños del tiempo.

Trump es un presidente contrario a intervenciones militares y “guerras que nunca terminan”, y está centrado en su agenda doméstica. Aunque ha aumentado el número de efectivos en ese país, cuenta con una base social que le apoya si procede a la retirada de las tropas. Puede además acusar a Bush y Obama de haber llevado a EE UU a una situación límite y haber mentido, y así obtener beneficios para su reelección.

Su gobierno es el primero que ha abierto negociaciones con los talibanes. Sin embargo, en septiembre pasado las detuvo abruptamente, alegando que estos habían matado a un soldado estadounidense. Se especula que la verdadera razón sería que la firma del acuerdo coincidiría con el aniversario del 11 de septiembre de 2001, y que sectores del Partido Republicano se opusieron. Para entonces se habían preparado en Oslo negociaciones entre los talibanes y el Gobierno afgano.

A finales de noviembre Trump anunció que la organización afgana aceptaría un cese el fuego. Sin embargo, los talibanes insisten en que no habrá alto el fuego hasta que no haya un acuerdo, y no habrá acuerdo hasta que no se retiren totalmente las tropas estadounidenses. Según la ONU, en 2018 murieron violentamente 3.804 civiles afganos y en los primeros nueve meses de 2019 la cifra ha ascendido a 8.200.

 

El futuro

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Dos niñas caminan cerca de la imagen pintada del líder político talibán, Ahmad Shah Massoud, en un muro de Kabul, 2019. WAKIL KOHSAR/AFP via Getty Images

En caso de que se reinicien las negociaciones, eso no significa que la paz llegará a Afganistán. Los talibanes, aunque no tienen el apoyo de toda la población, se sienten muy fuertes. Consideran que, si están a punto de lograr que Estados Unidos se marche, por qué no van a poder derrotar a un gobierno débil en Kabul y tomar el poder total del país. Si se lleva a cabo un proceso de desarme, una parte de sus combatientes, cuya única experiencia es la guerra, podrían pasarse al Estado Islámico o crear nuevos grupos armados.

El país carece prácticamente de sistema productivo y de instituciones, excepto en Kabul, y para su funcionamiento depende de la ayuda internacional, y de la producción y comercio del 82% del opio que circula en el mundo.

El Ejército y la policía afganas están pagadas por Estados Unidos. Paradójicamente, si se alcanza un acuerdo de paz, y cesa o disminuye la cooperación internacional, el país colapsaría aún más. Públicamente Washington siempre ha elogiado a las fuerzas afganas, sin embargo, en las entrevistas que revela The Washington Post todos los funcionarios consideran que los mandos son corruptos y califican a los efectivos como altamente “incompetentes”, y que hay muchas deserciones.

El dilema no es menor: ante la fuerza de los talibanes, mientras se mantenga el apoyo internacional a las fuerzas de seguridad, la guerra continuará, pero si se corta, podrían tomar el control del país. Por otra parte, Pakistán continúa apoyando a la insurgencia en Afganistán mientras que los talibanes han estrechado sus contactos con Rusia, China e Irán, con el fin de expandir sus vínculos internacionales. Para esos tres Estados supone situarse en un país geopolíticamente clave, y ocupar el espacio que dejará EE UU.

Una opción que no debe descartarse es que no haya negociaciones, que Washington retire sus tropas excepto un pequeño número de asesores, y que continúe la guerra contra los talibanes desde el aire, como señala el experto Alex Thier.

Al contrario de lo que hizo en Vietnam, si EE UU se retira, debería negociarse el desarme de los talibanes, y la posible integración de parte de ellos en las Fuerzas Armadas afganas. Una fuerza multinacional con mandato del Consejo de Seguridad de Naciones garantizaría el desarme, un proceso inclusivo de transición política, y la protección de los derechos de los afganos, especialmente sectores de jóvenes y mujeres, que están construyendo una vida en paz.