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Las fuerzas de seguridad de Kampala, Uganda, acordona la zona donde se produjeron dos explosiones, una a pocos metros de la puerta principal del Parlamento y la otra cerca de la estación central de policía de la ciudad el 16 de noviembre de 2021. (Nicholas Kajoba/Anadolu Agency/Getty Images)

La delicada situación política y económica, los desafíos en seguridad y la amenaza ecológica sacuden a la región, que está experimentando una situación complicada que agrava las tensiones.  

En África subsahariana se está gestando la tormenta perfecta. El incremento de la actividad terrorista, el drástico cambio climático, los fracasos persistentes de las élites gobernantes y el aumento de las tensiones étnicas han creado las condiciones para que haya varios golpes de Estado. Todos ellos constituyen un grave peligro para la seguridad, la estabilidad y el desarrollo, porque se apoyan en la propensión a utilizar la violencia para facilitar los cambios políticos. El hecho de que hayan variado las ideas sobre la paz y la violencia indica que hay peligro de que la constante inseguridad acelere el desmoronamiento de los sistemas en toda la región.

África subsahariana está experimentando grandes cambios. La región, en la que viven más de mil millones de personas, se encuentra en una importante encrucijada. La aparición de una clase media que domina la tecnología y trata de sacar provecho de una mayor conectividad, las nuevas prácticas laborales y la mejora de las comunicaciones son pruebas de los enormes avances que ha experimentado todo el continente. La renta per cápita ajustada a la paridad del poder adquisitivo y la educación primaria han mejorado. No obstante, África subsahariana está sufriendo los efectos de la pandemia de Covid19, el agravamiento de las tensiones geopolíticas, la necesidad de contener la migración irregular y el uso de medidas antiterroristas enérgicas para disuadir y destruir la amenaza creciente de los grupos salafistas yihadistas.

La importancia desmesurada que se da hoy a la gestión de la seguridad hace que se preste menos atención a la necesidad de abordar los fallos sistémicos de toda la región. Este giro ha tenido consecuencias desastrosas, porque significa que la ayuda al desarrollo se centra sobre todo en la seguridad y no en otros aspectos. Los salafistas terroristas y los bandidos han intentado aprovechar los vacíos socioeconómicos y políticos al mismo tiempo que los agravios. Además, también ha habido actores políticos establecidos que han contribuido a socavar gran parte de los avances. Así lo demuestra el número de golpes de Estado llevados a cabo en toda la región desde 2020, que han desembocado en la imposición de sanciones económicas.

Para ayudar a que la región recupere su trayectoria de antes de la pandemia, es necesario cuestionar las leyes relacionadas con la ayuda y la construcción de estructuras estatales. Esa es la estrategia en la que se basan la estabilización de la seguridad y la necesidad de hacerlo antes de iniciar los trabajos de cooperación. Otra posibilidad es apoyarse en el vínculo entre seguridad y desarrollo, que exige que la labor de cooperación se desarrolle en paralelo a las operaciones de seguridad. Este tipo de estrategia que se utilizó en los Balcanes durante los 90 y en Irak y Afganistán ya en este siglo.

Existen varios factores que exigen un enfoque sistémico a la hora de abordar algunos de los problemas fundamentales que padece hoy África subsahariana. En primer lugar, el valor que tiene la necesidad de un compromiso a largo plazo, con el fin de alterar la imagen de la violencia y la forma de fomentar el cambio. El hecho de que la región sufra golpes de Estado e inseguridad no significa que su población haya dado la espalda a la democracia. Por ejemplo, el Afrobarómetro indica que el 67% de los encuestados apoyan el proceso democrático, aunque muchos de las personas alcanzadas expresan serias dudas sobre la capacidad de los líderes políticos a la hora de resolver cuestiones difíciles como la corrupción. En segundo lugar, hay que cambiar los parámetros por los que se miden el éxito o el fracaso. Hay que estar dispuestos a invertir en muchos proyectos que no tienen más que una probabilidad moderada de éxito, en lugar de afrontar solo aquellos que se considera que tienen muchas posibilidades de triunfar. Tener varios proyectos de éxito modesto es más eficaz que tener uno solo con mucho éxito. En tercer lugar, para la supervivencia de la región es esencial desarrollar una estrategia sistémica que sea capaz de abordar los cambios ecológicos y crear las condiciones para que haya un dividendo demográfico.

Una incapacidad general de resolver conflictos y el “atasco de la seguridad”

El Índice de Paz Global 2021 y el Índice de Terrorismo Global 2022 subrayan el deterioro de la seguridad en África subsahariana y, en particular, en el Sahel. La violencia está aumentando en toda la región, ya sea en forma de actividad salafista terrorista, bandolerismo o golpes de Estado. Sin embargo, lo más preocupante es que hay pocos indicios de que la situación vaya a cambiar pronto, puesto que la inseguridad se extiende cada vez más, lo que a su vez provoca más violencia y un empeoramiento de la Paz Positiva.

La revolución de febrero de 2011 en Libia, que culminó con el derrocamiento de Muamar el Gadafi en octubre de ese año, precipitó una cadena de acontecimientos en todo el Norte de África y el Sahel. Su destitución violenta después de 42 años en el poder reforzó a los salafistas yihadistas, que después desempeñaron un papel importante en la revuelta tuareg de 2012 en Malí, en la que capturaron Tombuctú, Gao y Kidal. Al final, los terroristas cayeron derrotados y el Emirato Islámico de Azawad se desintegró.

El hecho de que en el norte de Malí el conflicto se cerrara en falso, porque no se abordaron los problemas de fondo, tuvo un efecto de bola de nieve. Surgieron tensiones políticas, sociales y económicas que desde el norte se han extendido a todo el país y ha provocado actos violentos entre comunidades en las regiones de Mopti y Ségou, entre los dogones y los fulanis. También ha generado violencia entre comunidades y actividades terroristas en Burkina Faso, Chad, Mauritania y Níger, lo que ha agravado la inestabilidad actual.

La incapacidad de los sucesivos gobiernos malienses para resolver las diferencias de forma amistosa dio lugar a la aparición de milicias dogon, fulani y bambara. Las comunidades se vieron obligadas a armarse para garantizar su seguridad, dado que los gobiernos no podían protegerlas. En Burkina Faso pasó lo mismo con los mossis y los fulanis, que tuvieron varios enfrentamientos. El ejemplo más notable de cómo se ha deteriorado la situación es un incidente ocurrido en enero de 2019, cuando un grupo koglweogo (“guardianes del bosque”) atacó una aldea fulani y mató a más de 40 personas. El suceso hizo que muchos huyeran en busca de seguridad.

La reacción de los actores locales e internacionales ante el aumento de la inestabilidad ha hecho que la prioridad sea la gestión de la seguridad y ha creado lo que se denomina un “atasco de seguridad”. Se trata de una situación en la que los actores internacionales buscan estrategias multidimensionales e integrales para reconstruir la capacidad estatal en Estados frágiles o fallidos. Es decir, hay demasiadas partes interesadas haciendo cosas similares y pasando otras por alto.

Desde 2012 se han llevado a cabo varias operaciones de seguridad en el Sahel. Entre otras, la Misión de Formación de la UE (EUTM), las operaciones antiterroristas dirigidas por Francia (Operación Serval, Operación Barkhane e Iniciativa Takuba) y la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en Malí. Además, están la Iniciativa G5-Sahel y otras operaciones unilaterales de seguridad que incluyen una participación cada vez mayor de entidades privadas para ayudar a acabar con la inseguridad.

Centrarse en la estabilización tiene sentido, aunque lo que suele obstaculizar estas operaciones es la falta de uniformidad. Por ejemplo, la estrategia de Alemania para la estabilización de la seguridad es diferente a la de Francia. Alemania trabaja más con las autoridades civiles, con el objetivo de vincular el proceso político a la situación de seguridad, y presta poca atención al desarrollo. Esto se debe a que los ministerios de Defensa y Asuntos Exteriores alemanes se centran en lo político y buscan el diálogo político. Además, resulta interesante el hecho de que Alemania ha optado por no dar demasiada publicidad a su intervención. Hay varias explicaciones posibles para ello, desde el deseo de limitar responsabilidades hasta una preferencia por trabajar entre bastidores. Lo malo es que este enfoque puede disuadir a las élites locales de respaldar públicamente un proyecto, por lo que hay menos aceptación local. Los franceses han adoptado una estrategia diferente y centran su participación en las preocupaciones militares, puesto que contribuyen a la formación y las labores de contrainsurgencia. La intención era derrotar a los insurgentes, lo que ha desembocado en la muerte de numerosos combatientes yihadistas, incluido el jefe del Estado Islámico en el Gran Sahara, Adnan Abu Walid al Sahrawi. Asimismo, los franceses han incautado y capturado muchas armas.

No obstante, la seguridad continúa en una situación precaria, como muestran el Índice de Paz Global 2021 y el Índice de Terrorismo Global 2022.

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Una captura de pantalla de un vídeo muestra al portavoz del ejército chadiano, Azem Bermandoa Agouna, anunciando al hijo del difunto presidente de Chad, Idris Deby Itno, que perdió la vida en el frente, el general Mahamat Idriss Deby Itno como presidente del Consejo Militar de Transición en la televisión estatal en Yamena, Chad, el 20 de abril de 2021. (Presidencia de Chad / Handout/Anadolu Agency/Getty Images)

La quiebra política sistémica y el aumento de los golpes militares

Los golpes militares están alcanzando dimensiones de epidemia en África subsahariana. Entre 2020 y 2022 se han producido ocho intentos de golpe de Estado, cinco de los cuales tuvieron éxito. Todo ello ha suscitado inquietud por la posibilidad de que África esté retrocediendo a la situación que tenía de mediados de la década de los 60, unos años en los que los golpes militares fueron una auténtica plaga para el continente.

Los golpes de Estado son producto de fallos sistémicos relacionados con la corrupción, la mala gestión y la pobreza. Los instigadores de estos suelen afirmar que están actuando para resolver esos problemas estructurales. El Afrobarómetro destaca que, en 19 países africanos, seis de cada diez encuestados señalan que la corrupción ha aumentado. Un número similar de personas dice que su gobierno no está abordando la corrupción como debería.

La consecuencia de la corrupción generalizada en las instituciones oficiales es una incapacidad de suministrar a la sociedad servicios básicos que alimenta los conflictos internos y hace que el Estado sea vulnerable a las influencias externas. En Malí, por ejemplo, la corrupción ha derivado en la aparición de un sistema clientelar, una impunidad descontrolada y, en definitiva, el deterioro de la seguridad y el desarrollo; de ahí que el país siga ocupando el último lugar en el índice de desarrollo humano.

La debilidad de los sistemas de gobernanza y la falta de recursos suficientes para prestar los servicios públicos básicos, que son especialmente deficientes en el Sahel, son obstáculos para el desarrollo y el crecimiento. Por ejemplo, mientras que en países como Francia hay 89 funcionarios por cada 1.000 habitantes, Burkina Faso tiene ocho, Malí tiene seis y Níger, tres por cada 1.000 habitantes. Además, la corrupción genera pobreza, porque afecta a la vida económica, la gobernanza y la vida cotidiana. No es de extrañar que los países que se sitúan en la parte baja de la tabla de desarrollo tengan también índices elevados de corrupción. Malí, por ejemplo, ocupa el puesto 184 de 189 en el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas: el 50% de la población vive con menos de 1,90 dólares y está atrapada en un círculo vicioso.

Estos grandes problemas no solo limitan la posibilidad de que se incorporen a la política verdaderos reformistas, sino que paralizan el sistema, en el que, aunque ha habido transiciones políticas, la clase política no ha cambiado de forma significativa desde los primeros años de este siglo. Estos aspectos políticos y económicos pueden provocar dos formas diferentes de violencia. En primer lugar, algunos individuos pueden inclinarse más a participar en actividades terroristas por el posible lucro que puedan obtener de los secuestros, que no dejan de aumentar en la región del Sahel desde hace más de 10 años. En segundo lugar, la ineficacia de la gobernanza y la ausencia de cambios pueden empujar a los individuos a emplear la violencia contra las instituciones oficiales porque consideren que es la única forma de cambiar las circunstancias.

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Vista de un campamento Roberts sumergido tras la subida sin precedentes del nivel del agua en el lago Baringo. La situación de las inundaciones en los lagos del Valle del Rift, agravada por el cambio climático, ha provocado el desplazamiento de miles de personas de sus hogares y trabajos. (James Wakibia/SOPA Images/LightRocket/Getty Images)

Las amenazas ecológicas y los movimientos de población como peligro contra la seguridad

El IPCC dice que África es una de las regiones más vulnerables a los efectos de los cambios medioambientales, lo que sitúa a más de 180 millones de personas en peligro de muerte.

La región afronta el aumento de las temperaturas en el interior y en las zonas subtropicales, una mayor frecuencia de fenómenos de calor extremo, el aumento de la aridez y cambios del modelo de precipitaciones. Hay que señalar que el efecto de estas amenazas ecológicas no es el mismo en todas las regiones de África. Por un lado, es probable que el incremento de las precipitaciones en la zona oriental provoque más inundaciones, lo que aumentará la incidencia de las enfermedades de transmisión hídrica y dañará las infraestructuras. Por otro, se prevé que en la parte occidental del continente habrá menos lluvias, lo que disminuirá todavía más una producción de alimentos ya muy perjudicada, reducirá la seguridad alimentaria y debilitará la salud y el desarrollo. Además, en el sur habrá probablemente una disminución notable de las precipitaciones y mayor riesgo de sequía, lo que podría provocar más movimientos de población en busca de seguridad. Lo más preocupante es que la región no solo está experimentando grandes cambios climáticos, sino que además cuenta con unas poblaciones jóvenes, en rápido crecimiento y de fertilidad elevada, que aportan más tensión a un ecosistema frágil y un sistema de gobernanza débil.

En algunos casos, las tensiones entre los grupos han alcanzado tal dimensión que se han visto obligados a intervenir terceros para proteger a los grupos minoritarios. Por ejemplo, cuando las amenazas ecológicas obligaron a los djermas nigerianos, que son agricultores sedentarios, a emigrar hacia el norte porque se enfrentaban a la oposición de los fulanis y los daoussak, que formaron milicias similares a los ganda izo (“hijos de la tierra”) para defenderse, hubo un aumento de las ejecuciones extrajudiciales en la región de Tillaberi. En Burkina Faso se da una situación parecida. Por ejemplo, cuando el gobierno del presidente Kaboré aprobó una ley que exigía la formación de milicias armadas (los “voluntarios para la defensa del Faso”) para ayudar a defender pueblos y sectores de posibles ataques koglweogo, estallaron las tensiones entre comunidades. La prioridad de armar a las milicias había dejado al margen los problemas medioambientales por los que se producían los desplazamientos de población.

Desde el punto de vista macropolítico, es evidente que los cambios ecológicos drásticos están provocando la violencia entre las distintas comunidades de la región de Mopti (Malí). Hay un enfrentamiento entre los dogones, que son agricultores sedentarios y representan alrededor del 6% de los 1,6 millones de habitantes de la región, y los fulanis, pastores y ganaderos seminómadas, que constituyen aproximadamente el 1% de la población. El cambio climático ha hecho que los recursos estén más disputados y ha obligado a los fulanis a buscar nuevos acuíferos. En Burkina Faso está habiendo problemas similares y muchos mossis han tenido que abandonar a la fuerza sus hogares ancestrales para marcharse a las zonas occidentales y septentrionales del país. En 2015, cuando se expulsó a los salafistas yihadistas de Malí, ellos cruzaron la frontera de Burkina Faso, donde encontraron a muchos fulanis resentidos que iban a formar un grupo terrorista local, llamado Ansarul Islam. Bajo la dirección de un predicador fulani burkinés, Ibrahim Malam Dicko, el grupo puso en marcha una campaña insurgente.

En resumen, para muchos habitantes locales, la incapacidad del gobierno, que no los protege y alimenta las tensiones étnicas, se debe a la mala gestión del Estado por parte de las élites gobernantes.

El vínculo entre criminalidad y terrorismo

En el Sahel ha habido un gran aumento tanto de la actividad terrorista como de la delictiva. El perfil de los grupos suele coincidir con las líneas de estratificación étnica y social, como suele ocurrir en las sociedades segmentadas. Y hay que señalar que los bandidos y los salafistas yihadistas no solo se presentan como enemigos del Estado, sino como alternativa.

Hay varias razones por las que los actores locales e internacionales no han conseguido acabar con la amenaza que constituyen los terroristas y los criminales. En primer lugar, el vacío político y socioeconómico. La incapacidad de los Estados del Sahel para garantizar la seguridad fuera de los centros urbanos ha permitido que otros se hayan hecho cargo de proveer los servicios que debería haber proporcionado el gobierno. Por ejemplo, en 2021, el Estado Islámico en África Occidental afirmó que su oficina de zaket (caridad) había recaudado 157.000 dólares durante el Ramadán y el mes anterior. Eso permite que el grupo, con razón o sin ella, asegure que está forjando vínculos con la población local como parte de su compromiso con el campo. Esta estrategia tiene dos propósitos. En primer lugar, al recaudar el zaket quieren construir lazos con la comunidad local, demostrar que no son unos merodeadores cualesquiera en busca de un tesoro inmediato. En segundo lugar, es una forma de recordar constantemente que el Estado y sus instituciones no están presentes en las zonas rurales y que los yihadistas están trabajando para crear sus protoestados.

Tanto los delincuentes como los terroristas han intentado aprovechar la enorme población juvenil de la región. La teoría de Easterlin sobre el aumento de la población juvenil pone de relieve la relación entre el elevado número de jóvenes que compiten por los puestos de trabajo más básicos, el desempleo juvenil y el volumen de la población joven. Möller añadió otra dimensión a la teoría del aumento de esta población y mostró que quienes se oponen al Estado intentan reclutar a estos jóvenes descontentos, con el ofrecimiento de dinero, recursos, seguridad y la promesa de un futuro mejor. Estos factores explican por qué los países con una población joven con pocas perspectivas de empleo significativo tienen más probabilidades de sufrir conflictos.

Paz positiva

Los problemas sistémicos necesitan soluciones sistémicas. Por ese motivo, estas cuestiones no deben abordarse por separado, sino de forma simultánea, como se propone en la fórmula de la Paz Positiva, una idea que surgió por primera vez en los 60. Algunos estudiosos como Johan Galtung sostenían que la paz se basaba en la ausencia de violencia y de miedo a la violencia, es decir, hacían una interpretación negativa de la paz. El Instituto para la Paz y la Economía ha llevado el concepto más allá y busca los factores que promueven el desarrollo socioeconómico y la resiliencia de la sociedad, por considerar que, para mantener unas sociedades pacíficas, es necesario revisar las actitudes, las instituciones y las estructuras. Paz Positiva identifica los factores de desarrollo que engendran sociedades resilientes.

 

Con el apoyo, la ayuda y los estímulos adecuados, África subsahariana seguiría creciendo y desarrollándose. Allí se encuentran muchos de los minerales más importantes del mundo. También es la mayor zona de libre comercio existente y tiene enormes posibilidades de crecimiento y desarrollo. Sin embargo, si no se producen cambios sistémicos y estructurales en todos los sectores, político, social y económico y en la estrategia de los círculos de ayuda y desarrollo respecto a África subsahariana, los daños derivados de la pandemia de Covid19, el aumento de la actividad terrorista y la amenaza creciente que constituye el crimen organizado, muchos logros de las últimas tres décadas podrían desaparecer fácilmente.

Hay un recurso excesivo y se presta demasiada atención a las políticas tradicionales de antiterrorismo y contrainsurgencia. Como era quizá de esperar, aunque estas políticas han mejorado la calidad de los ejércitos del Sahel y han conseguido varios triunfos importantes contra los jefes terroristas, eso no ha servido para permitir más seguridad, en parte porque la estructura antiterrorista está pensada para adaptarse y reaccionar a sucesos concretos, no para llevar a cabo una transformación estructural. También es posible que ya se hayan resuelto cuestiones cruciales como la corrupción o la política de los “grandes hombres” (unos individuos que ejercen su autoridad y dominan a unos subjefes autónomos a través de la ayuda material y la reafirmación). Además, el exceso de confianza en la gestión de la seguridad ha impedido reflexionar sobre soluciones innovadoras. Por ejemplo, una forma de hacer frente a las presiones ecológicas es invertir en la restauración de los bosques, una posibilidad muy importante, porque las selvas africanas representan un tercio del total de los bosques tropicales del mundo. Restaurar esos bosques no sólo ayudaría a capturar carbono, sino que tiene un valor monetario de unos 25.000 millones de dólares al año, que los países del Sahel podrían reclamar. Asimismo, la restauración de los bosques y la búsqueda de opciones mejores que cocinar con madera y utilizar lámparas de queroseno también tendrían importantes beneficios para la salud.

En principio, la estabilización de la seguridad y el nexo entre seguridad y desarrollo son sensatos, dado que no es posible emprender una labor de desarrollo en medio de una inseguridad generalizada. Sin embargo, la estabilización de la seguridad es un concepto delicado, que surgió en un momento concreto (los 90 del siglo XX) y en una región específica (los Balcanes) en la que la OTAN y la UE se enfrentaban a problemas muy diferentes de los que se plantean hoy en el Sahel. Además, tanto los problemas de seguridad como los de desarrollo son muy diferentes a los de los Balcanes. Por eso es necesario una nueva reflexión, y la Paz Positiva la proporciona. En la formulación de la Paz Positiva, lo primero que figura es un llamamiento para identificar los factores de empuje y tracción que influyen en que los individuos recurran a la reforma política violenta o la acepten. En segundo lugar, la Paz Positiva se basa en un marco conceptual y estadístico que exige aceptar los derechos de los demás, la libre circulación de la información, una distribución equitativa de los recursos, buenas relaciones con los países vecinos, el buen funcionamiento de los gobiernos, unos niveles de corrupción bajos, un capital humano de calidad y un entorno empresarial sólido.

 

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia