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El primer ministro de Etiopía, Abiy Ahmed durnate una sesión en la Cámara de Representantes Populares. (Minasse Wondimu Hailu/Anadolu Agency via Getty Images)

Tan solo un año después de recibir el Premio Nobel de la Paz, el primer ministro Abiy Ahmed ha envuelto a Etiopía en una guerra civil. Dirigida contra la región tigray y librada a espaldas de la comunidad internacional, el litigio tendrá grandes repercusiones humanitarias, políticas y regionales en el contexto africano. Un conflicto cuyas causas nacen de una compleja mezcla histórica con ingredientes étnicos, políticos y económicos. ¿Qué consecuencias acarreará para el país y su vecinos?

El 4 de noviembre, Abiy Ahmed, declaró la guerra a la región Tigray. Acusó a los líderes regionales del Frente de Liberación Popular de Tigray (FLPT) que gobiernan la provincia de orquestar un ataque contra dos bases militares en la región, causando la muerte de varios soldados. El primer ministro etíope dijo que el FLPT había “cruzado una línea roja” tras meses de desencuentros.

Desde el 5 de octubre, el gobierno regional tigray no reconoce a Ahmed, fecha en la que se deberían haber celebrado unas elecciones generales pospuestas por la pandemia del coronavirus. A pesar de la prohibición de celebrar comicios en todo el territorio, el FLPT siguió con sus planes y organizó las elecciones locales en su región el 9 de septiembre, que venció con un 98,2% de los votos. Desde entonces la escalada de tensión, con desfiles militares para mostrar la fuerza en ambos lados, ha acabado derivando en un sangriento conflicto cuyas causas van mucho más allá de los eventos ocurridos en los últimos meses.

 

Un Estado etnofederal con mucho poder regional

Etiopía es un Estado construido a través de la aglomeración de distintos pueblos del Este de África. Desde que comenzara la época imperial en Etiopía en 1270, las autoridades fueron extendiendo el terreno al que se iban sumando distintas nacionalidades que quedaban bajo un único poder. Así fue también tras la caída de la monarquía en 1975. Como el último emperador, Haile Selassie I, su sucesor, el líder comunista Hailé Mariam Mengistu gobernó con un control centralista férreo. No fue hasta 1991 que el país cambió de rumbo. La victoria de la rebelión impulsada por la coalición del Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope (FRDPE) repelió la dictadura comunista y estableció en su lugar una organización etnofederal.

Con más de 90 etnias, el nuevo sistema aprobado en la Constitución de 1995 pasó a crear nueve provincias más la capital, Adís Abeba. La Carta Magna invoca a la diversidad desde su primera cláusula, hablando en plural: “Nosotros, las naciones, nacionalidades y gentes de Etiopía”. En ella, acuerda que la soberanía recae sobre los Estados regionales, con potestad para reclamar la secesión si lo apoya una mayoría en un referéndum nacional o si el Estado etíope colapsa. Sin embargo, los tigray no buscan independizarse, sino retomar el control político en un país que han dominado hasta la llegada del actual primer ministro.

A pesar de ser tan solo un 6% de la población, los tigray han liderado el país mediante el Frente de Liberación Popular de Tigray (FLPT), el partido que tenía el control dentro de la coalición del FRDPE debido a su liderazgo en la lucha contra los comunistas. Estaban por encima de los dos grupos étnicos mayoritarios: los oromo, que representan a un tercio de la población etíope y los amhara, un 27%. El FRDPE se estableció como un partido único de facto y el poder recayó sobre el tigray Meles Zenawi, que gobernó desde 1995 hasta que falleció en 2012. A pesar de la presión oromo, su sucesor fue Hailemariam Desalegn, de la etnia wolaita, una minoría incluida en el Estado regional de Naciones, Nacionalidades y Pueblos del Sur, con la connivencia de los tigray. Las protestas que estallaron en 2014  por parte de los oromo contra la expansión de la capital, que quitaba territorio a su Estado regional, acabaron provocando la dimisión del primer ministro Desalegn cuatro años después y permitieron la llegada al poder del ministro de etnia oromo.

Ahmed se alzó como un joven reformista que se proponía unificar al país por encima de las divisiones étnicas que lo caracterizaban hasta entonces. En los primeros meses la revolución fue total. Se esforzó por legalizar partidos considerados hasta entonces como terroristas, como el Frente de Liberación Oromo (FLO) y Ginbot 7, dar la bienvenida a presos políticos y mostrar aperturismo al exterior, especialmente con la reconciliación con la vecina Eritrea tras más de dos décadas de conflicto y fronteras cerradas. Todo ello le hizo ganador del Premio Nobel de la Paz en 2019.

Sin embargo, su política, tan alabada fuera de Etiopía, pronto comenzó a chocar con los sentimientos e intenciones de los propios etíopes. Los oromo veían en su llegada una oportunidad para salir beneficiados tras años de estar en el ostracismo político, pero Ahmed promovió una política de unionismo sin preferencias conocida como medemer. Para ello, ha disuelto el FRDPE y ha creado el Partido de la Prosperidad en el que pretende aglutinar a todos los etíopes. Sin embargo, sus intenciones no casan con las de ninguno de los grupos mayoritarios, que consideran que detrás de su unionismo hay una política recentralizadora que les recuerda a la época imperialista.

Todo esto, ha causado un intento de golpe de Estado en la zona amhara, unas protestas multitudinarias por la muerte de un cantante activista en la región del primer ministro, la oromo, y ahora una guerra civil contra una minoría muy poderosa, la tigray. El líder del FLPT ha dicho que su gente “está dispuesta a morir” tras la amenaza de Ahmed de una ofensiva final para hacerse con el control de la capital regional, Mekele. El Gobierno nacional ha asegurado que no tendrá misericordia con los civiles en su ataque y se ha negado a una mediación internacional en el conflicto. En juego está el control del Estado etíope y los recursos que ello trae.

 

La economía estatal, clave en el conflicto

Tras el conflicto étnico-político se esconde una realidad económica que ha empujado a ambas partes a la colisión: el control económico del mastodóntico sector público. Etiopía ha pasado de ser la tercera nación más pobre a principios del siglo XXI a ser la economía que más crece de África y la tercera del mundo, con una media de crecimiento del 10% del PIB al año durante la última década. Tras la salida de la dictadura comunista, el nuevo gobierno siguió con la política de controlar la economía. A través del conglomerado Fondo de Dotación para la Rehabilitación de Tigray (EFFORT, por sus siglas en inglés), los tigray dominaron prácticamente todos los sectores económicos del país. El gobierno consiguió un gran crecimiento sostenido gracias a inversiones en infraestructura, salud y educación financiadas con dinero de las ayudas al desarrollo —unos 3,5 mil millones de dólares cada año— y préstamos de terceros países que hicieron que la deuda pública alcanzara el 60% del PIB a la llegada de Ahmed en 2018.

Dentro del control total de la economía, la Constitución de 1994 recoge que todas las tierras del país son de propiedad pública. El gobierno de Zenawi arrendó muchas de estas tierras a inversores privados, especialmente en el sur donde hay terrenos fértiles y viven minorías étnicas que no supondrían una gran resistencia. Así, en el año 2010, acordó arrendar hasta tres millones de hectáreas, un territorio igual al de Bélgica o Países Bajos. La agricultura es vital para el país y representa un tercio del PIB, aunque su falta de procesamiento le genera un déficit comercial de unos 6.000 mil millones de dólares al año. Etiopía tiene entre sus principales exportaciones café, flores, legumbres y carne, materias primas sin mucho procesamiento, mientras que importa principalmente material de aviación, medicamentos y ropa.

A pesar de que en los acuerdos para explotar las tierras, el gobierno pedía primero cumplir con la demanda local, Etiopía todavía es el quinto país del mundo y el segundo en África —solo por detrás de República Democrática del Congo— con mayor número de habitantes en inseguridad alimentaria, con ocho millones sufriendo escasez de comida. A pesar de una reducción generalizada, en 2016 todavía un cuarto de la población vivía en la pobreza. Además, el 10% más pobre no ha experimentado una mejora en sus ingresos durante la última década.

A su llegada, Ahmed entró prometiendo una liberalización de la economía, una medida que inicialmente traería beneficio a las arcas estatales pero que le quitaría poder a largo plazo. El primer ministro anunció la privatización de la compañía de telecomunicaciones Ethio Telecom, la de azúcares Ethiopian Sugar Corporation así como la previsión de hacerlo con otras en el sector energético, que el Estado valora en 7 mil millones de dólares. A ello se le une la introducción de billetes nuevos, una medida que intenta contener la corrupción y forzar a antiguos funcionarios tigray que tienen dinero fuera del sistema financiero. Tras hacerlo, el Gobierno anunció haber congelado las cuentas de 34 compañías de estas personas acusándolas de financiar al FLPT, corrupción e incluso actividades terroristas.

 

Las consecuencias de la guerra

El conflicto iniciado en la región tigray tendrá un impacto profundo en Etiopía en varias vertientes. El más grave e inmediata es la crisis humanitaria en la región. Hasta ahora más de 38.000 refugiados han cruzado la frontera con Sudán huyendo de los ataques y la ONU espera que acaben siendo 200.000 personas las que huyan del país. Además, UNICEF ha alertado que más de 2,3 millones de niños en la región necesitan ayuda humanitaria debido a la guerra. En 2019, la desnutrición aguda aumentó un tercio en el estado de tigray, lo que ahora se agrava con el conflicto. A ello se le suman las necesidades de reconstrucción tras los ataques que han provocado incluso el derribo del aeropuerto de la ciudad de Axum.

Más allá de las necesidades básicas, la guerra supondrá un duro golpe a la economía estatal. Etiopía ya estaba sufriendo una estabilización de su crecimiento. El Fondo Monetario Internacional tenía previsto un crecimiento del 6,2% del PIB para 2020 antes de la pandemia y, tras el confinamiento, las previsiones bajaron a un 3,2% de crecimiento. Aunque todavía está muy por encima de la media de África en su conjunto, que prevé su primera recesión en 25 años, el conflicto empeorará la recuperación económica y la imagen de inestabilidad reducirá las inversiones extranjeras.

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Refugiados etíopes procedentes de la región de tigray huyen del conflicto hasta llegar a Sudán. (Stringer/Anadolu Agency via Getty Images)

Además, la guerra podría extenderse más allá de las fronteras y tener repercusiones en el Cuerno de África y toda la zona subsahariana. El bombardeo del aeropuerto de Asmara en Eritrea por fuerzas del FLPT, así como la llegada de miles de etíopes a Sudán involucran a los vecinos de Etiopía en este conflicto. El líder sudafricano Cyril Ramaphosa ha nombrado en su función de presidente actual de la Unión Africana a tres antiguos jefes de Estado del continente para mediar en el conflicto, pero Ahmed ha rechazado conversar y ha pedido que se respete el principio de no intervención en lo que considera que son “asuntos internos”.

Si el conflicto se alarga en el tiempo, podría acabar involucrando a actores internacionales de forma activa. Por un lado, Eritrea apoya a Ahmed y podría lanzar ofensivas desde su país hacia la región tigray con la que hace frontera. Por otro lado, está el litigio por la Gran Presa del Renacimiento del Nilo Azul que tiene enfrentado al primer ministro etíope con Egipto y Sudán. Si este litigio diplomático tampoco se solucionara, estos dos países podrían dar apoyo a miembros del FLPT para desestabilizar al gobierno nacional.

 

Una unidad fallida

Con todo, la peor consecuencia del conflicto es la división del país y la decepción de Ahmed. En lugar de conseguir unir al país, lo ha roto todavía más. A la guerra con los tigray, se suman las tensiones con los amhara y los oromo, así como las peticiones de minorías de una mayor autonomía. En marzo, los sidama votaron en un referéndum pactado a favor de convertirse en la décima provincia del país y salir del Estado regional de Naciones, Nacionalidades y Pueblos del Sur. Ahora, otros grupos minoritarios como los wolaita exigen el mismo trato y han salido a la calle a protestar para conseguirlo. El desafío de los tigray podría animar a otras comunidades a alzarse contra el gobierno nacional y hundir al país en una espiral de violencia.

Todo esto demuestra que Ahmed ha fallado, y esa es la peor de las consecuencias. La comunidad internacional tenía mucha esperanza puesta en un hombre joven ––llegó al poder con 41 años–– con un discurso de unión por encima de las etnias. Un año después de darle el Nobel de la Paz 2019, Ahmed ha declarado la guerra a uno de los grupos que representa a una de esas etnias y ha prometido arrasar con toda una región si no se doblega a sus pretensiones, con ultimátums para rendirse emitidos por Twitter. Más que unión, ha optado por imposición. Para ello ha escondido también el conflicto, anunciado en la vorágine del recuento de las elecciones presidenciales estadounidenses y en el que ha expulsado y amenazado a periodistas extranjeros para que no se sepa qué atrocidades se cometen. Ahmed ha perdido todo el rédito que él mismo ganó en sus primeros meses y ahora se enfrenta a un conflicto que aunque gane, es ya una derrota para la estabilidad etíope. Un país que acoge la sede de la Unión Africana (UA) y que en el año en el que el lema de la organización es “Silenciar las armas”, las ha cogido para dispararse contra sus propios conciudadanos. Contar con la sede de la UA puede servir como elemento estabilizador para Etiopía, pero si el conflicto se prolongara a otras partes y la inseguridad incrementase cerca de la capital, el país podría acabar perdiendo su lugar como centro de las instituciones continentales. Esto supondría un claro perjuicio diplomático y económico, pero sobre todo significaría la deriva total de un país incapaz de vivir en paz.