Frente al avance del comunitarismo que está destruyendo la sociedad, es necesario
reconstruir la opinión pública y asegurar que lo universal domine sobre lo particular.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el sistema económico en todas las partes del mundo estuvo dominado por el Estado durante unos treinta años. Rápidamente, en menos de un lustro, se impuso un movimiento opuesto, el neoliberalismo. Ahora estamos en pleno movimiento de recapitalismo, de eliminación de controles, de leyes sociales, del papel del gobierno y de la capacidad de movilización social. Los individuos colectivos, como las naciones o los Estados, están
desapareciendo. Nos encontramos inmersos en un capitalismo extremo o, dicho de otro modo, en la globalización. Para un economista, este término significa internacionalización, mundialización de la producción y del comercio y, básicamente, de los sistemas financieros, aunque también de la cultura de masas. Para mí es algo mucho más importante: la ruptura de la sociedad, tal vez sin posibilidad de volver atrás. Es la incapacidad
de recrear un sistema de control político y social de la economía. El mundo económico-financiero está fuera de nuestro alcance.

Pero también hay otra cosa, mucho más extrema, una palabra que había desaparecido en cierta medida y que ahora vuelve a ser la más importante del vocabulario habitual: la guerra. Vivimos hoy en la dualidad amigo-enemigo. En Estados Unidos había una opinión pública bastante activa, que ha desaparecido. Allí ya nadie habla de economía ni de tecnología. En EE UU sólo se habla, desde hace unos años, de guerra y religión, de guerras religiosas, del yin contra el yang. Vivimos con la idea de que atravesamos un periodo de guerra, y todo el mundo mira a Israel y Palestina como centro del mundo.

En este contexto, hay dos maneras de recuperar lo social. La primera es la reconstrucción del individuo dentro de un grupo de personas que tienen la misma identidad, lo que se llama una comunidad. Es lo que ocurre ahora: estamos pasando de la sociedad a la comunidad. El gran problema es que en vez de construir una sociedad diferenciada, hay una tendencia a reconstruir elementos homogéneos, lo cual implica una guerra a las minorías. Pero hay una cosa que estas comunidades e identidades que forman el mundo no pueden hacer entre sí: comunicar. Como consecuencia, comunican con fusiles, con bombas, con atentados…

El otro camino, el que yo prefiero, implica sostener la vieja tradición europea que afirma la existencia de derechos individuales que son universales. Hay que mantener la supremacía de lo que llamamos ciudadanía por encima de las comunidades. En Francia hubo un enorme debate a propósito del velo. En 2003 fui miembro de la comisión Stasi [que estudió la laicidad de la escuela francesa y la compatibilidad del uso del hiyab y otros símbolos religiosos y cuyas recomendaciones se plasmaron en la ley del velo, aprobada en 2004]. Finalmente, el 80% de la población decidió que la ciudadanía debe mantenerse por encima de las comunidades, que lo universal tiene que dominar siempre sobre lo particular. Hay que aclarar de inmediato que ningún grupo social ni ninguna nación puede identificarse con lo universal.


Lo universal y lo particular

Si se toma esta vía, lo primero que debe reconstruirse es la opinión pública. Si se cree que ésta no existe, no hay salida para la democracia. Pero sí existe, y prueba de ello es que se perciben claramente demandas y rechazos. La población española, por ejemplo, considera intolerables algunos tipos de atentados, ciertos grados de influencia del clero o determinadas formas de tratar a los homosexuales. Los sondeos y las campañas de publicidad o de propaganda se encuentran con un objeto estructurado que se mueve, que habla de forma constante, pero que no admite cualquier cosa. Hay una serie de minorías, todavía muchas, que la opinión pública no acepta, lo que constituye un gran problema.

El núcleo central de la democracia es transformar la opinión pública para que acepte más diversidad, sobre todo en los casos menos glamurosos, como los ancianos. La diversidad puede ser mortal si no hay una referencia universal, de forma que el problema esencial de nuestro tiempo es cómo combinar lo universal y lo diferente. Para vivir juntos y distintos hay que reconocer elementos universales.

Veamos un ejemplo sobre el problema más dramático del mundo. Hay consenso [en Occidente] en que iglesias, cultos, sectas, grupos religiosos o parareligiosos deben disfrutar de una libertad total de práctica. Pero tiene que cumplirse una condición: el respeto a la libertad religiosa de cada uno, de forma que el individuo tenga la total autonomía para entrar y salir, convertirse o no tener religión.

En nuestros países, la opinión pública existe, mucho más de lo que se piensa. El problema de hoy día es mostrar cómo la diversidad cultural debe combinarse con referencias universalistas. El camino a seguir es éste: reconstruir la opinión publica y fusionar los derechos particulares con algo en común: lo universal.