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En el centro, un hombre armado en una protesta organizada Al Shabaab en Somalia. AFP/Getty Images

La obsesión de la organización terrorista Al Shabaab sigue siendo recuperar el poder en Somalia, pero continúa llevando a cabo atentados en Kenia y Tanzania, y quizá también en Uganda. Para contrarrestarlo, los Estados de la región deberían renunciar a torpes operaciones de represión y esforzarse en reducir su atractivo para los posibles reclutas.

¿Qué está pasando? Cinco años después del atentado en el centro comercial Westgate de Nairobi, Al Shabaab parece decidido a atacar objetivos en África oriental. Las medidas represivas han disminuido su capacidad de preparar atentados frecuentes, pero podría recobrarla si las autoridades se relajan y si no emprenden un diálogo con las comunidades en las que el grupo recluta a sus militantes.

¿Por qué ha pasado? Al-Shabaab aspira a presionar a los gobiernos regionales para que retiren sus tropas de Somalia, donde una misión de la Unión Africana lucha contra los terroristas desde 2007. Además, el grupo está utilizando sus atentados en el este de África para darse más a conocer, buscar nuevos reclutas y tratar de recaudar fondos.

¿Por qué es importante? A pesar de perder territorio en Somalia y reducir sus labores de reclutamiento en Kenia debido a la presión de las autoridades, Al Shabaab se ha adaptado y ha encontrado nuevas zonas de actuación; entre otras cosas, a base de construir relaciones con combatientes en el sur de Tanzania y el norte de Mozambique.

¿Que hay que hacer? Las autoridades deben evitar las detenciones masivas y los asesinatos extrajudiciales, lograr que los líderes locales colaboren en la lucha contra el reclutamiento y, al mismo tiempo, tomar medidas para abordar los motivos generales de protesta que Al Shabaab explota en su relato, como la exclusión política y económica de las minorías musulmanas en África oriental.

Hace cinco años, el 21 de septiembre de 2013, cuatro terroristas de Al Shabaab irrumpieron en el centro comercial de Westgate, en Nairobi, comenzaron un sitio que duró cuatro días durante el que mataron a 67 personas y demostraron hasta dónde llegaba el movimiento fuera de Somalia. Las subsiguientes medidas represivas de las autoridades de Kenia, aplicadas de forma indiscriminada, alimentaron la ira de los musulmanes y aceleraron el reclutamiento de combatientes. Sin embargo, en 2015, el Gobierno cambió de táctica y empezó a contar más con los dirigentes comunitarios en la lucha contra Al Shabaab. La reacción del grupo fue trasladar sus actividades y estrechar lazos con activistas en Tanzania, donde empezó a haber más atentados. Las autoridades tanzanas lanzaron su propia campaña y reprodujeron algunos errores de Kenia. La experiencia de ambos países indica que las detenciones masivas y la brutalidad policial siempre son contraproducentes. Es más eficaz la combinación de medidas que interrumpan el reclutamiento de terroristas con políticas dirigidas a resolver los motivos de queja que utiliza su propaganda, especialmente la marginación política y económica de los musulmanes. También en Uganda, aunque Al Shabaab no ha logrado arraigar, se corre el riesgo de que los malos tratos que infligen las fuerzas de seguridad a los musulmanes creen problemas donde, hasta ahora, casi no existían.

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Un soldado keniano de AMISOM patrullando las calles de Kismayo, Somalia. Stuart Price/AFP/GettyImages

Si bien Al Shabaab sigue centrado en recuperar el poder e imponer su variante de ley islámica en Somalia, hace mucho que actúa también en otros países del este de África. Al principio, construyó redes para recaudar fondos y captar reclutas y, en general, no cometía atentados. Pero eso cambió en marzo de 2007, tras el despliegue de la Misión de la Unión Africana en Somalia (AMISOM en sus siglas en inglés), una fuerza regional enviada para respaldar al organismo entonces reconocido como gobierno somalí. Desde entonces, el grupo ha atentado repetidamente contra países que habían aportado tropas a AMISOM.

Después de unos atentados tan destacados y el asedio de Westgate, las autoridades kenianas estrecharon el cerco sobre las redes terroristas y obligaron a algunos a trasladarse y cambiar de tácticas. Pero la amplitud de sus medidas agravó la frustración de los musulmanes y facilitó el reclutamiento de Al Shabaab. Los ataques se intensificaron entre 2013 y 2015, con el riesgo frecuente de convertirse en enfrentamientos étnicos o religiosos más generales. A mediados de 2015, un gran atentado en la Universidad de Garissa provocó una reorganización de las fuerzas de seguridad y una revisión de sus planes. En la costa de Kenia, las autoridades locales tomaron las riendas de la campaña contra los terroristas e involucraron a sus respectivas comunidades. En el noreste, otra región candente, los principales cargos de seguridad fueron ocupados por personajes locales. Por otra parte, Nairobi transfirió parte del poder y los recursos a los gobiernos regionales, con arreglo a una constitución aprobada en 2010, lo cual mitigó en parte las desigualdades y el resentimiento que estaba aprovechando Al Shabaab. La recopilación de información mejoró y, aunque sigue habiendo algunos casos de abusos policiales, el número de atentados ha disminuido.

Sin embargo, la organización terrorista ha profundizado sus vínculos con los combatientes tanzanos. Ya en 2011, algunas zonas de Tanzania habían sufrido asesinatos esporádicos de cristianos, clérigos musulmanes, agentes de policía y cuadros del partido gobernante. Al principio, las autoridades se los achacaron a delincuentes comunes y negaron que fueran responsables los militantes islamistas. Pero la intensificación de los ataques desde 2015 obligó a las autoridades a reconocer un problema cada vez mayor y a lanzar sus propias operaciones de represión. Diversos líderes religiosos y políticos de Tanzania aseguran que la torpeza de las medidas policiales, que incluyen asesinatos extrajudiciales, puede contribuir a arrojar a los jóvenes en brazos de los terroristas y y alimentar las tensiones entre comunidades. La prolongada crisis de Zanzíbar, con sucesivas elecciones que han sido objeto de impugnaciones, también ha llevado a los jóvenes a combatir en esos grupos, a medida que los líderes tradicionales que han buscado reformas pacíficamente durante años pierden credibilidad.

En Uganda, por el contrario, Al Shabaab ha tenido dificultades para asentarse, en gran parte porque los somalíes, y los musulmanes en general, están más integrados en la sociedad. No existe ningún aliado indiscutible de la organización. Ahora bien, esta noticia, relativamente buena, puede no durar. En los últimos años, las fuerzas de seguridad ugandesas han hecho enormes redadas de musulmanes, lo cual puede haber facilitado la aparición de una base. El nuevo jefe de policía ha prometido acabar con los abusos, pero todavía están por ver los avances. Si las autoridades no cambian de rumbo, pueden empujara  los jóvenes insatisfechos hacia la militancia violenta.

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Presuntos miembros de Al Shabaab detenidos por soldados somalíes. Stuart Price/AFP/GettyImages

Al Shabaab no ha cometido ningún gran atentado fuera de Somalia desde Garissa. En Kenia, su influencia se ha disipado, aunque sigue existiendo el peligro de atentados; la rivalidad electoral entre élites de distintas etnias es un peligro mucho mayor contra la estabilidad. En Tanzania, la violencia militante ha ido en aumento, pero no parece probable que se convierta en una insurgencia con todas las de la ley. Sin embargo, como sugieren las autoridades regionales y occidentales —y la propia propaganda de Al Shabaab—, la organización sigue planeando grandes atentados en otros países. Si bien no están claros sus vínculos concretos con los grupos locales, que consisten sobre todo en relaciones personales entre militantes, sí es evidente que esos vínculos confieren al grupo una imagen de fuerza en la región. Por su parte, los grupos locales dan lustre a sus credenciales cuando presumen de su afiliación con el movimiento somalí y asocian sus luchas locales a una causa más amplia.

Dadas las diferencias entre unos y otros países, la suerte de los musulmanes en cada uno y las distintas experiencias de cada Estado con la militancia islamista, no existe una receta única para hacer frente a esta amenaza. Ni tampoco existe, ni en África oriental ni en ningún otro sitio, un camino único y lineal hacia la militancia: entre los reclutas hay estudiantes de derecho, recientes conversos al islam, y jóvenes musulmanes pobres de zonas rurales y periferias urbanas. Pero el cambio de estrategia de Kenia a partir de 2015, con todas sus imperfecciones, contiene lecciones. La fundamental es que las medidas indiscriminadas de represión empeoran las cosas. Son más eficaces otras políticas como poner la iniciativa en manos de las autoridades locales, consultar con las comunidades a cuyos jóvenes intentan atraer los terroristas, nombrar a musulmanes para los puestos de mando de las fuerzas de seguridad y tomar medidas para abordar los motivos de queja esenciales. Esta es una lección especialmente valiosa para Tanzania. Y también muestra que para Uganda es peligroso que su población musulmana reciba un trato injusto.

Al Shabaab, seguramente, seguirá siendo una fuerza temible dentro de Somalia y una amenaza fuera del país. Aunque la situación cambiara, es de esperar que la presencia militante de Kenia y Tanzania, que en algunas zonas es anterior a la intervención de Al Shabaab, perdure mientras existan motivos de agravio; de hecho, tiene su propia dinámica, porque los grupos actúan más en función de las circunstancias locales que de instrucciones llegadas de fuera. Al Shabaab ha demostrado que es adaptable y capaz de escabullirse cuando se estrecha el cerco policial. Los Estados de África oriental deben aprender a ser igual de rápidos y trabajar al mismo tiempo en el perfeccionamiento de las medidas de seguridad y en el diseño de estrategias políticas y económicas que debiliten el atractivo de la organización terrorista.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia