El multiculturalismo alemán ha muerto mucho antes de que Angela Merkel lo anunciara recientemente. La Canciller se enfrenta a un populismo antiinmigración que empieza a tomar impulso en el país.

 

No ha habido muchos aspectos positivos para la canciller Angela Merkel desde que ganara las elecciones alemanas en septiembre de 2009. Pero sólo se puede contabilizar como un buen momento cuando Alemania venció recientemente a Turquía por 3-0 en un partido de futbol disputado en Berlín. El Estadio Olímpico estaba repleto de turcos que han convertido a la capital alemana en lo que a todos los efectos es la segunda ciudad turca más grande del mundo tras Estambul. Estos ondearon sus banderas, rugieron y gritaron, pero también pitaron con desaprobación tan pronto como un jugador alemán llamado Mesut Ozil tocaba la pelota. Y lo que es peor, Ozil, de padres turcos, marcó para Alemania.

Tras el partido, Merkel entró en el vestuario y abrazó a Ozil. “No ha sido fácil para ti”, le dijo.

¿Por qué buscó la canciller a la estrella del futbol de origen inmigrante? Lejos de representar el “fallido multiculturalismo” que Merkel ridiculizó en un discurso hace poco, Ozil es el ejemplo modélico de la asimilación de los inmigrantes que Merkel ve como el futuro de Alemania. Es hijo de un “trabajador invitado” turco, pero ha estado asistiendo a clases alemanas de fútbol desde que tenía 6 años; habla alemán fluido, es un ciudadano alemán y tiene una novia alemana que se ha convertido al islam. Pero la evidente frustración en la voz de Merkel en su reciente discurso subrayaba que el país ha tenido problemas para lograr una verdadera integración de su población inmigrante.

CLEMENS BILAN/AFP/Getty Images

Es cierto, Alemania tiene poca tradición de ser un hogar acogedor para los inmigrantes. Al no tener colonias importantes, tampoco ha tenido una tradición de asimilación de los extranjeros. Durante 12 intensos años en el medio del siglo XX, el Tercer Reich de Adolf Hitler construyó una ideología sanguinaria a partir de la hostilidad hacia ellos. Fue solo a comienzos de 1955 cuando Alemania Occidental, presionada por la escasez de mano de obra, comenzó a alcanzar acuerdos con países del sur de Europa -Italia, España, Grecia, Turquía y Yugoslavia- para conseguir trabajadores baratos. Pero a estos Gastarbeiter se les ofrecieron sólo contratos temporales y por lo demás se les condenó al olvido.

Por supuesto, muchos de esos trabajadores acabaron quedándose en Alemania. Los desconcertados alemanes respondieron haciendo como que los extranjeros no existían; fueron apartados en mugrientos barrios dormitorio en los márgenes de las ciudades y transportados en autobuses a las acerías o las fábricas de automóviles en las que trabajaban. Más tarde, cuando se les unieron sus mujeres, se trasladaron a las zonas más deterioradas del centro de las ciudades. Allí, especialmente los turcos, comenzaron a desarrollar una economía paralela, estableciendo tiendas de comestibles, carnicerías halal, cafés y mezquitas para atender las necesidades de su propia comunidad.

A regañadientes, la clase política alemana aceptó en los 80 que tenía un problema. La tasa de natalidad de los alemanes autóctonos bajaba en picado, mientras que las familias musulmanas que vivían entre ellos se expandían. Fue aquí cuando se ofreció el Multikulturalismus como solución: se animaría a las comunidades étnicas a coexistir con los alemanes. Lo que no quiere decir que se les diera un pasaporte -la ciudadanía alemana estaba todavía reservada para quienes demostraran la presencia de sangre alemana en su árbol familiar. Y sólo con ella se podía llegar a ser Beamter, funcionario. De modo que no habría oficiales de policía de piel oscura o maestros turcos. El arreglo multicultural de la Alemania de los 80 implicaba permitir a los inmigrantes entrar en la sociedad a la vez que retenían la integridad de su propia cultura. El gobierno no les concedería los derechos y responsabilidades de la ciudadanía, y los inmigrantes podían hacer sus vidas en el país a la vez que preservaban sus vínculos con sus lugares de origen.

Se suponía que el resultado iba a ser un gran carnaval de culturas, la introducción del color en una sociedad monocroma. Pero se demostró un fracaso.

Los inmigrantes continuaron ocupándose de sus asuntos de manera discreta. Echando la vista atrás, precisamente la propia ausencia del tipo de disturbios raciales presenciados en Gran Bretaña y Francia debería haberse considerado como una premonición: las expectativas de los inmigrantes alemanes, a los que se les negaba la ciudadanía, sencillamente no eran lo suficientemente altas como para inspirar ira contra el Gobierno. Puede que la primera y segunda generación de turcos se sintiera satisfechas con ahorrar dinero suficiente para una casa en el este de Anatolia en la que pasar su vejez. Pero la tercera generación, que alcanzó la mayoría de edad en  los 80 y 90 y no conocía otro hogar que Alemania, comenzó a demandar más del Estado. Cuando todo lo que parecían recibir a cambio eran subsidios, el descontento aumentó tanto entre los inmigrantes como entre los ciudadanos alemanes. A éstos les molestaba lo que consideraban como una clase permanentemente dependiente; los turcos señalaban a la discriminación sistémica y a la exclusión cultural.

Ése fue el principio del fin del supuesto idilio multicultural. Puede que Merkel declarara muerto el multiculturalismo el 16 de octubre, pero la verdad es que su espíritu ya había dejado de tener pulso durante la mayor parte de las dos últimas décadas. El fracaso del Multikulti ha sido evidente durante años; como muy tarde, los atentados del 11-S lo pusieron acusadamente de relieve.

Un gobierno de coalición de izquierdas entre socialdemócratas y verdes comenzó a dar un repaso general a las anticuadas leyes de inmigración del país a finales de los 90. Pero para la época del 11-S -tramado en Hamburgo- existía poco entusiasmo por una reinvención liberal del problema de la inmigración. Una ley de 2005 aceptó que los inmigrantes no eran siempre residentes temporales, pero atribuía la mayor parte de la responsabilidad de la integración al extranjero que llegaba, más que a las instituciones alemanas. Las normas para la deportación se hicieron más severas, y por primera vez se fomentó que los hijos de padres extranjeros que habían estado trabajando legalmente en el país solicitaran la ciudadanía. No obstante, estas concesiones hicieron poco para calmar a los alemanes nativos. Su percepción era que las áreas de inmigrantes se estaban desarrollando a contracorriente de las tendencias dominantes en el país convirtiéndose en “sociedades paralelas”. Se arreglaban matrimonios (a menudo entre turcos nacidos en Alemania y aldeanos tradicionalistas de Anatolia); había hermanos que asesinaban a sus hermanas en crímenes de honor por, supuestamente, deshonrar a su familia o a su fe; los predicadores radicales reclutaban a los jóvenes descontentos para la yihad; y se almacenaban y vendían drogas.

El profeta de esta Edad de la Ansiedad, que ha aparecido tardíamente en escena, -y la razón por la que Merkel ha entrado ahora con retraso en el debate sobre el multiculturalismo- es un ex directivo del banco central que va por libre y se llama Thilo Sarrazin. Su nuevo libro, Alemania se está aboliendo a sí misma, argumenta que las altas tasas de natalidad de turcos y árabes conducirán a un “entontecimiento” de  Alemania. Su mensaje ha encontrado eco entre una clase media que teme el declive del nivel educativo y entre los trabajadores no cualificados que se sienten nerviosos ante la competencia de inmigrantes peor pagados. La clase política en su mayor parte había rehuido abordar estas preocupaciones; el tema ha sido tabú en los, mayoritariamente conformistas, medios de comunicación alemanes.

Desde la Segunda Guerra Mundial, la retórica xenófoba había sido excluida, tanto por la ley como por la costumbre. Sin embargo, en las calles alemanas, ardía el resentimiento hacia los extranjeros, especialmente durante las guerras de los Balcanes de los 90 cuando llegaron al país cientos de miles de bosnios y kosovares. Confinados en hostales en las afueras de pequeñas ciudades, se encontraron frecuentemente enfrentados a los emigrantes de etnia alemana, recién llegados también tras la escisión de la Unión Soviética. Los alemanes autóctonos, que todavía no se habían recuperado de los costes de la unificación, asistieron a esto horrorizados, y parte de su frustración reprimida se está descargando ahora. Lo cierto es que el libro de Sarrazin está siendo aclamado como la obra de alguien que se atreve a decir la verdad: vendió 800.000 ejemplares en tres semanas este verano y sus lecturas públicas están atestadas de fans. Yo asistí a una hace unos días y me impactó ver cómo se gritaba a una colegiala adolescente para acallarla y los guardias de seguridad la hacían salir a empujones fuera de la sala por cuestionar de una forma moderada las tesis de Sarrazin. Merkel, sintiendo el peligro, se dio prisa en condenar al menos un pasaje que parecía sugerir que existía un “gen judío”.

El resentimiento popular está exaltado y hay un potente impulso detrás del emergente movimiento antiislam

Pero no se trata sólo de un libro. Alemania está comenzando a darse cuenta de que existe un vacío en el espectro de los partidos políticos a la derecha de los demócrata-cristianos de Merkel, pero a la izquierda de los virulentamente antidemocráticos neonazis. Las encuestas de opinión muestran que un partido inspirado por las tesis de Sarrazin -una formación que fuera crítica con la expansión islámica en Europa y que buscara controlar la inmigración- podría conseguir el 15% de los votos, sacudiendo seriamente, por tanto, el sistema político alemán. El hecho es que Merkel, como muchas otras administraciones supuestamente de centro de derecha de Europa, ha desplazado su partido hacia la izquierda. Esto ha sucedido en parte por casualidad -se vio obligada a pasar sus primeros cuatro años en el poder en coalición con los socialdemócratas, y la crisis económica ha exigido rescates financieros de los bancos y una política industrial firme. Pero fue también en parte a propósito: lejos de ser una Margaret Thatcher teutónica, Merkel ha preferido siempre buscar un consenso moderado en las cuestiones económicas y sociales.

La canciller no es la única desconcertada por esta ola de populismo. Mientras ella revertía el rumbo para enterrar oficialmente el multiculturalismo, uno de sus principales socios de coalición, Horst Seehofer -líder de la Unión Social Cristiana de Baviera- hacía un llamamiento para poner fin a toda la inmigración. El recién elegido presidente alemán, Christian Wulff, dio un discurso enfatizando la base judeocristiana de la sociedad alemana, y dejó solamente un pequeño espacio a que el islam desempeñara también un papel. Sus, aparentemente coordinados, pronunciamientos tenían el aroma del pánico.  ¿Tenían razón al estar nerviosos? Ciertamente los partidos antiislámicos han estado disfrutando de una ola de popularidad por todo el continente. Un demócrata cristiano disidente, Rene Stadtkewitz, está intentando crear un Partido de la Libertad alemán, siguiendo el modelo del exitosa formación austriaca de derechas fundado por el difunto Jörg Haider. En septiembre, un partido antiinmigrantes en Suecia, los Demócratas de Suecia, dejó anonadado al país al entrar por primera vez en el Parlamento. Pia Kjaersgaard, presidenta del Partido Popular Danés, hizo campaña de forma muy activa a favor de los Demócratas de Suecia porque, según afirmó, no podía seguir siendo una “testigo silenciosa” de la islamización de Dinamarca.

En este mismo espíritu, el populista holandés Geert Wilders visitó recientemente Berlín para ayudar a los alemanes a formar un nuevo partido antiislam. Yo permanecí en pie en una sala de conferencias de Berlín repleta a rebosar para verle dirigirse a más de 500 conservadores alemanes y no pude hacer otra cosa que admirar el retorcido modo en que los sedujo para aflojar los grilletes de su culpabilidad postHolocausto. Claro que era posible, les dijo, ser receloso de los extranjeros pero no ser antisemita. Los alemanes no necesitan reprimir un movimiento conservador radical autóctono por miedo a acabar metidos en el mismo saco que las cabezas rapadas que niegan el Holocausto.

“Los crímenes de la era nazi”, dijo  a la entusiasmada multitud, “no son una excusa para que vosotros os neguéis a luchar por vuestra propia identidad. Vuestra única responsabilidad es evitar los errores del pasado”. El error fundamental de los años de entreguerras, según Wilders, fue el no conseguir identificar las amenazas que se acumulaban contra la democracia. En su analogía, los musulmanes eran los nazis. La audiencia se puso en pie para aplaudirle. Fue la primera vez tras décadas de informar desde Alemania en la que fui testigo de una respuesta apasionada a un discurso político pronunciado con pasión.

Merkel no quiere agarrar por los cuernos el toro del populismo antiinmigración -uno percibe que le pincha tanto a ella como a los musulmanes contra los que se ve ahora descargando. Pero si no lo hace, si simplemente se queda a esperar un momento más oportuno, presenciará cómo su partido demócrata cristiano se desmorona. Los alemanes están inquietos, y cada vez creen más que su clase política está sorda. El resentimiento popular está exaltado y hay un potente impulso detrás del emergente movimiento antiislam. La canciller ya no puede salir del paso simplemente abrazando a héroes del futbol turco-alemanes bien integrados y fingir que todo está bien.

 

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