Palpasa Café (Café Palpasa)
Narayan Wagle
245 págs., Nepalaya,
Katmandú, 2005 (en nepalés)


Cuando Nepal se abrió al mundo hace 50 años con el derrocamiento
de la dinastía Rana, pronto se corrió la voz de los encantos
de esta idílica tierra, sus estupendas montañas, su tranquilidad
y su rico patrimonio cultural. Esto, y la gran facilidad para conseguir hachís,
atrajo a los hippies a la capital, Katmandú, en los 60. Después
llegaron los aficionados al trekking y los mochileros, a quienes hasta la pobreza
les pareció fotogénica.

Así que cuando la insurgencia maoísta se volvió cada
vez más violenta en 2000, los periódicos de Londres, Hong Kong
y Nueva York apenas podían creerse que existieran problemas en Shangri-la
(el paraíso terrenal). E incluso habiéndolos, estaban convencidos
de que no tardarían en resolverse. Sólo después de que
el príncipe heredero asesinara a toda su familia y se suicidara la noche
del 1 de junio de 2001, los enviados especiales se dieron cuenta de que en
el montañoso reino estaba sucediendo algo realmente grave.

Más de 11.000 personas han sido asesinadas en los últimos nueve
años y, dado el número de desapariciones de ciudadanos, Nepal
figura a renglón seguido de Sierra Leona o Ruanda en las listas del
horror. El 1 de febrero de 2005, el rey Gyanendra, monarca constitucional tras
el asesinato de la familia real, defenestró al primer ministro y se
arrogó poderes ejecutivos, alegando que la incompetencia de los líderes
electos estaba entorpeciendo las operaciones de contrainsurgencia de su Ejército.
Numerosos líderes políticos fueron encarcelados y se impuso una
estricta censura. De la noche a la mañana, la prensa nepalesa pasó de
ser una de las más libres del mundo a tener a soldados armados en las
redacciones controlando los textos.

La guerrilla maoísta decretó el 3 de septiembre un alto el fuego
unilateral de tres meses e hizo un llamamiento a todos los partidos políticos
para encontrar una solución a la situación que atraviesa el país.
Este movimiento deja aislado al rey y al Gobierno que él mismo eligió hace
ocho meses.

Narayan Wagle, redactor del periódico en nepalés más
popular de Katmandú, Kantipur, es testigo de excepción de este
caos. Desde el principio de su carrera, a Wagle no le ha interesado informar
sobre las altas esferas del poder de la capital. Prefiere recorrer los lugares
más recónditos de este escarpado país y escribir artículos
sobre el abandono y la apatía de la burocracia para llamar la atención
del Gobierno en un lejano Katmandú.

Como compañero de profesión, comparto el sentimiento de Wagle
respecto a la incapacidad del periodismo para ofrecer un verdadero retrato
del trauma de nuestro país en la actualidad. Se publican infinidad de
reportajes, columnas y editoriales, pero, de alguna manera, lo que no se está logrando
transmitir es la brutalización de la sociedad provocada por el conflicto.
El tejido social de Nepal se está desgarrando, y todo lo que los periodistas
estamos haciendo es informar de ello como si se tratara de una oleada de crímenes. “Muchos
temas no encajan en el formato de noticia, así que, paradójicamente,
tienes que recurrir a la ficción para contar la verdad”, sostiene
Wagle, al explicar lo que ha inspirado su primera novela, Café Palpasa.

A menudo, la realidad es más dramática que la literatura en
sociedades azotadas por turbios conflictos. En Nepal, cada caso de matanzas
de niños por las minas antipersonas, de secuestros de estudiantes por
parte de los rebeldes o de desaparición de mujeres en los controles
es una tragedia familiar estremecedora de la que el resto del país debe
estar informado. Pero, en lugar de ello, se suelen relatar de una manera que
convierte a las víctimas en meras estadísticas. En raras ocasiones,
se ve o escucha el dolor y la pérdida personal de los afectados.


Muchos temas no encajan en el formato de noticia, así que, paradójicamente, hay que recurrir a la ficción para contar la verdad


Esta novela es un relato sobre varios sucesos reales llevados a la ficción,
sobre la vida y la muerte de nepaleses de a pie atrapados por las garras de
la guerra. El autor interviene desde el principio en el relato, en el que encarna
a un redactor de un periódico de Katmandú que se entera de que
un amigo suyo ha sido secuestrado por el Ejército. Hasta ahí todo
es verídico, pero en el capítulo siguiente, Wagle convierte a
su amigo desaparecido en un artista imaginario llamado Drishya, y el resto
del libro es la historia del artista contada por él mismo. El escritor
reconoce que buena parte de lo que vive su personaje, Drishya, es medio autobiográfico.
En la trama se entrelazan el frágil amor no declarado entre Drishya
y Palpasa, una americana de origen nepalés, de primera generación,
que ha vuelto a la tierra de sus padres harta de los estereotipos raciales
tras el 11-S en EE UU, y el reencuentro del artista con su viejo amigo Siddhartha,
ahora guerrillero. Cuando éste llega a Katmandú tras la masacre
de la familia real, buscando refugio en casa de Drishya, los dos discuten sobre
si los fines de la revolución justifican los medios:

–Pero ¿cómo puedes justificar la violencia? –pregunta
Drishya.

–Sin destruir no se puede construir nada nuevo –responde Siddhartha.

–Pero está muriendo gente; ansían la paz –afirma
Drishya.

–La gente no necesita paz, necesita justicia –sostiene su amigo
maoísta–.
Si hay justicia, habrá paz.

–Pero estáis cometiendo injusticias en nombre de la justicia –dice
Drishya una última vez.

Está claro que a Wagle le preocupa muchísimo el impacto de los
enfrentamientos en el modo de pensar de la nación, y le horrorizan los
métodos maoístas: la brutalidad, la intolerancia al disenso y
el terror como arma. Drishya viaja a su pueblo natal para ver a Siddhartha.
Encuentra todo destrozado por la guerra y se da cuenta de que la mentalidad
nepalesa ha quedado marcada irreversiblemente por la violencia. Todo está reflejado
en el libro, página tras página: las atrocidades, ejecuciones,
desapariciones, los secuestros, las minas antipersonas y la gente que muere
víctima del fuego cruzado, noticias que leemos todos los días.
Pero, como son cosas que les ocurren a personajes que hemos llegado a conocer,
los sucesos parecen más reales que los titulares de prensa. Más
tarde o más temprano, alguien iba a escribir una novela sobre la insurgencia
maoísta y la confusa transición que vive el país en la
actualidad. Por suerte, Wagle se ha adelantado y ha compuesto lo que en esencia
es una sencilla pero poderosa novela en contra de la guerra, que se leerá y
de la que se hablará durante años. Nos transporta más
allá de Shangri-la y nos obliga a mirar al fondo del abismo.

Alerta de caos en Nepal. Kunda Dixit


Palpasa Café (Café Palpasa)
Narayan Wagle
245 págs., Nepalaya,
Katmandú, 2005 (en nepalés)


Cuando Nepal se abrió al mundo hace 50 años con el derrocamiento
de la dinastía Rana, pronto se corrió la voz de los encantos
de esta idílica tierra, sus estupendas montañas, su tranquilidad
y su rico patrimonio cultural. Esto, y la gran facilidad para conseguir hachís,
atrajo a los hippies a la capital, Katmandú, en los 60. Después
llegaron los aficionados al trekking y los mochileros, a quienes hasta la pobreza
les pareció fotogénica.

Así que cuando la insurgencia maoísta se volvió cada
vez más violenta en 2000, los periódicos de Londres, Hong Kong
y Nueva York apenas podían creerse que existieran problemas en Shangri-la
(el paraíso terrenal). E incluso habiéndolos, estaban convencidos
de que no tardarían en resolverse. Sólo después de que
el príncipe heredero asesinara a toda su familia y se suicidara la noche
del 1 de junio de 2001, los enviados especiales se dieron cuenta de que en
el montañoso reino estaba sucediendo algo realmente grave.

Más de 11.000 personas han sido asesinadas en los últimos nueve
años y, dado el número de desapariciones de ciudadanos, Nepal
figura a renglón seguido de Sierra Leona o Ruanda en las listas del
horror. El 1 de febrero de 2005, el rey Gyanendra, monarca constitucional tras
el asesinato de la familia real, defenestró al primer ministro y se
arrogó poderes ejecutivos, alegando que la incompetencia de los líderes
electos estaba entorpeciendo las operaciones de contrainsurgencia de su Ejército.
Numerosos líderes políticos fueron encarcelados y se impuso una
estricta censura. De la noche a la mañana, la prensa nepalesa pasó de
ser una de las más libres del mundo a tener a soldados armados en las
redacciones controlando los textos.

La guerrilla maoísta decretó el 3 de septiembre un alto el fuego
unilateral de tres meses e hizo un llamamiento a todos los partidos políticos
para encontrar una solución a la situación que atraviesa el país.
Este movimiento deja aislado al rey y al Gobierno que él mismo eligió hace
ocho meses.

Narayan Wagle, redactor del periódico en nepalés más
popular de Katmandú, Kantipur, es testigo de excepción de este
caos. Desde el principio de su carrera, a Wagle no le ha interesado informar
sobre las altas esferas del poder de la capital. Prefiere recorrer los lugares
más recónditos de este escarpado país y escribir artículos
sobre el abandono y la apatía de la burocracia para llamar la atención
del Gobierno en un lejano Katmandú.

Como compañero de profesión, comparto el sentimiento de Wagle
respecto a la incapacidad del periodismo para ofrecer un verdadero retrato
del trauma de nuestro país en la actualidad. Se publican infinidad de
reportajes, columnas y editoriales, pero, de alguna manera, lo que no se está logrando
transmitir es la brutalización de la sociedad provocada por el conflicto.
El tejido social de Nepal se está desgarrando, y todo lo que los periodistas
estamos haciendo es informar de ello como si se tratara de una oleada de crímenes. “Muchos
temas no encajan en el formato de noticia, así que, paradójicamente,
tienes que recurrir a la ficción para contar la verdad”, sostiene
Wagle, al explicar lo que ha inspirado su primera novela, Café Palpasa.

A menudo, la realidad es más dramática que la literatura en
sociedades azotadas por turbios conflictos. En Nepal, cada caso de matanzas
de niños por las minas antipersonas, de secuestros de estudiantes por
parte de los rebeldes o de desaparición de mujeres en los controles
es una tragedia familiar estremecedora de la que el resto del país debe
estar informado. Pero, en lugar de ello, se suelen relatar de una manera que
convierte a las víctimas en meras estadísticas. En raras ocasiones,
se ve o escucha el dolor y la pérdida personal de los afectados.


Muchos temas no encajan en el formato de noticia, así que, paradójicamente, hay que recurrir a la ficción para contar la verdad


Esta novela es un relato sobre varios sucesos reales llevados a la ficción,
sobre la vida y la muerte de nepaleses de a pie atrapados por las garras de
la guerra. El autor interviene desde el principio en el relato, en el que encarna
a un redactor de un periódico de Katmandú que se entera de que
un amigo suyo ha sido secuestrado por el Ejército. Hasta ahí todo
es verídico, pero en el capítulo siguiente, Wagle convierte a
su amigo desaparecido en un artista imaginario llamado Drishya, y el resto
del libro es la historia del artista contada por él mismo. El escritor
reconoce que buena parte de lo que vive su personaje, Drishya, es medio autobiográfico.
En la trama se entrelazan el frágil amor no declarado entre Drishya
y Palpasa, una americana de origen nepalés, de primera generación,
que ha vuelto a la tierra de sus padres harta de los estereotipos raciales
tras el 11-S en EE UU, y el reencuentro del artista con su viejo amigo Siddhartha,
ahora guerrillero. Cuando éste llega a Katmandú tras la masacre
de la familia real, buscando refugio en casa de Drishya, los dos discuten sobre
si los fines de la revolución justifican los medios:

–Pero ¿cómo puedes justificar la violencia? –pregunta
Drishya.

–Sin destruir no se puede construir nada nuevo –responde Siddhartha.

–Pero está muriendo gente; ansían la paz –afirma
Drishya.

–La gente no necesita paz, necesita justicia –sostiene su amigo
maoísta–.
Si hay justicia, habrá paz.

–Pero estáis cometiendo injusticias en nombre de la justicia –dice
Drishya una última vez.

Está claro que a Wagle le preocupa muchísimo el impacto de los
enfrentamientos en el modo de pensar de la nación, y le horrorizan los
métodos maoístas: la brutalidad, la intolerancia al disenso y
el terror como arma. Drishya viaja a su pueblo natal para ver a Siddhartha.
Encuentra todo destrozado por la guerra y se da cuenta de que la mentalidad
nepalesa ha quedado marcada irreversiblemente por la violencia. Todo está reflejado
en el libro, página tras página: las atrocidades, ejecuciones,
desapariciones, los secuestros, las minas antipersonas y la gente que muere
víctima del fuego cruzado, noticias que leemos todos los días.
Pero, como son cosas que les ocurren a personajes que hemos llegado a conocer,
los sucesos parecen más reales que los titulares de prensa. Más
tarde o más temprano, alguien iba a escribir una novela sobre la insurgencia
maoísta y la confusa transición que vive el país en la
actualidad. Por suerte, Wagle se ha adelantado y ha compuesto lo que en esencia
es una sencilla pero poderosa novela en contra de la guerra, que se leerá y
de la que se hablará durante años. Nos transporta más
allá de Shangri-la y nos obliga a mirar al fondo del abismo.

Kunda Dixit es codirector del Nepali
Times
de Katmandú, Nepal.