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El portavoz militar de Arabia Saudí, el coronel, Turki al-Maliki, durante una rueda de prensa sobre Yemen en Riad, Arabia Saudí.(FAYEZ NURELDINE/AFP/Getty Images)

He aquí las claves para entender por qué no es posible una OTAN-Árabe, tal y como Arabia Saudí deseaba.

La idea es tan vieja como irrealizable. Para unos Estados históricamente jóvenes, surgidos de la descolonización europea y ocupados en intentar asentar una mínima identidad nacional que olvidara la artificialidad de su creación (para lo que habitualmente se recurrió a tensar las relaciones entre vecinos), nunca ha resultado fácil sumar fuerzas. Y lo mismo cabe decir en la actualidad, cuando la resistencia del Irán revolucionario en el Golfo y las señales de que Washington parece cada vez menos interesado en seguir siendo el garante del statu quo regional vuelven a alimentar la falsa creencia de que es posible conformar lo que, desde apenas dos años, se ha dado a conocer como la Alianza Estratégica de Oriente Medio (aunque más acertado sería decir del Golfo).

Echando la vista atrás es inmediato recordar que aun así, más movidos por la percepción común de amenazas externas que por un sincero deseo de profundizar sus relaciones de grupo, ya en 1955 Irán, Irak, Pakistán, Gran Bretaña y Turquía crearon la Organización del Tratado de Oriente Medio (METO, más conocida como Pacto de Bagdad). Una iniciativa planteada como un intento británico de recrear algún tipo de sistema de defensa contra una Unión Soviética ya entonces vista como el enemigo principal. La salida de Irak, en 1959, dio al traste con la iniciativa, dando paso a otro esquema igualmente irrelevante, la Organización del Tratado Central (CENTO), que nunca contó con una estructura militar integrada. Finalmente, la revolución iraní de 1979 trastocó definitivamente los intentos por desarrollar algún tipo de estructura de defensa árabo-musulmana en el Golfo, sin que ni en el Magreb ni en Oriente Medio haya, hasta hoy, un solo rastro mínimamente relevante de promover algo similar.

A pesar de ello, desde 2015 la idea ha vuelto a ocupar cierto espacio en las agendas políticas y mediáticas. Si ya durante los años de Barack Obama se exploró la posibilidad de lanzar iniciativas como una Fuerza Islámica, con Arabia Saudí a la cabeza, y una Fuerza Árabe, con Egipto (nombres informales de lo que nunca ha existido), en marzo de 2015 fue el presidente egipcio, Abdelfatah al Sisi, en el que volvió sobre el tema en la reunión que la Liga Árabe celebró en Egipto. En esa ocasión el argumento que pretendía movilizar a sus 22 países miembros era la necesidad de aunar fuerzas para reconducir un entorno geopolítico trufado de movilizaciones ciudadanas desestabilizadoras- en el marco de la denominada primavera árabe-, conflictos- con Libia, Siria y Yemen en lugares destacados- y la amenaza del terrorismo yihadista en auge- con Daesh en aquel tiempo en la cumbre de su desafío, tras la creación del pseudocalifato proclamado por Abubaker al Bagdadi en junio de 2014 en parte de Siria e Irak.

Si se tiene en cuenta que la Liga Árabe tiene a sus espaldas una larga historia de incapacidad operativa para implementar cualquiera de sus decisiones, no puede sorprender que no se haya registrado ni un solo avance. A fin de cuentas, para llevar a cabo una propuesta de esas características sería necesario no solo superar el habitual clima vecinal de continuos rifirrafes, sino también el secretismo y la resistencia a compartir visiones y planes en un terreno tan delicado como el que toca directamente a los fundamentos de la soberanía nacional,

Y nada de eso ha cambiado hoy, cuando el Estados Unidos de Donald Trump y la Arabia Saudí de Salman bin Abdulaziz (aunque mejor sería decir de Mohamed bin Salman) han vuelto a jugar con la misma idea. En mayo de 2017, Trump realizó su primer viaje al exterior, y en su parada en Riad se preocupó de dejar claro a sus interlocutores del Golfo, por un lado, que ya no podían esperar que Washington estuviera dispuesto a seguir cubriéndoles las espaldas en cualquier circunstancia (y mucho menos de manera gratuita), implicándose en primera línea en los focos de tensión y conflicto que salpicasen la región. Por otro, dejó entrever su apuesta por un nuevo esquema de seguridad en el que Arabia Saudí debía asumir el liderazgo para dar una respuesta común a las amenazas regionales (con Irán en posición destacada), contando desde luego con el respaldo estadounidense no solo en el terreno político sino también en el del suministro del material y armamento que sea preciso. De hecho, Riad, que ya dedica anualmente en torno a los 70.000 millones de dólares al capítulo de defensa, se ha convertido ya en el primer importador mundial de armas para contento de Estados Unidos y, en un segundo plano, de Gran Bretaña, Francia y España. Por último, Trump, como ya habían hecho sus antecesores y sigue ocurriendo en la actualidad, reconfirmó a Riad que no tendría coste alguno la posible violación de los derechos humanos o de la ley internacional en el desarrollo de esa tarea.

Lo que apenas ocultaba esa posición estadounidense era su intención de salirse del pantano en el que está inmerso desde que la Administración de George W. Bush decidió lanzar las intervenciones militares en Afganistán (2001) e Irak (2003). Y así se entiende que en su primera Estrategia Nacional de Seguridad (diciembre de 2017) Trump señalara su intención de pasar de la nefasta “guerra contra el terror” a la “competencia entre potencias globales”, con China y Rusia como referentes más sobresalientes. Ese giro supone la necesidad de recuperar libertad de acción, reduciendo su esfuerzo en regiones donde sus intereses vitales no estén en juego (lo que no significa que EE UU vaya a retirarse de Oriente Medio), para poder dedicar más atención a los retos que plantea la emergencia china como potencia global y el intento ruso de volver al primer plano en el escenario internacional. Una tendencia general en la que encaja difícilmente la decisión de Washington de salirse del acuerdo nuclear firmado en junio de 2015 con Irán. Al revertir el enfoque de su predecesor- consciente de la imposibilidad de anular militarmente a Irán de un solo golpe-, Trump se obliga a una estrategia de “máxima presión” que le detrae capacidades en otros escenarios, aunque también es cierto que le sirve para volver a polarizar la región y contentar tanto a Tel Aviv como a Riad en su empeño de neutralizar a su común enemigo.

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Dos aviones F/A-18 de Kuwait durante una ceremonia en la capital del país. (YASSER AL-ZAYYAT/AFP/Getty Images)

En consecuencia, durante un breve periodo volvió a cobrar fuerza la idea de que Riad (consciente de su propia vulnerabilidad y temeroso del abandono estadounidense y de la emergencia iraní) se ponía en marcha para cubrir sus vergüenzas en el terreno militar (una cosa es que cuente con ingentes cantidades de material militar y otra muy distinta es que eso suponga automáticamente que disponga de unas fuerzas armadas operativas, como bien se viene mostrando desde el inicio de la nefasta campaña militar que lidera en Yemen desde marzo de 2015). La monarquía saudí creyó por un momento que sus favores para sacar de apuros a algunos de sus vecinos le asegurarían la posibilidad de engrosar las filas de lo que también ha sido conocido primero como la OTAN-Islámica y poco después como la OTAN-Árabe con efectivos militares de sus deudores y paniaguados. Pero muy pronto se encontró con el rechazo de unos- como Pakistán, al que incluso Riad le ofreció, sin éxito, colocar a su anterior jefe de las fuerzas armadas, el general Raheel Sharif, como jefe militar de la futura organización- y otros- como Egipto, que por boca de su propio presidente anunció en abril de 2019 que se quedaba al margen de la iniciativa.

De ese modo, por el camino ha quedado una llamativa (pero escasamente operativa) Alianza Militar Islámica contra el Terrorismo (también conocida como Coalición Militar de Contraterrorismo Islámico), anunciada por Mohamed bin Salman el 15 de diciembre de 2015. Si en su inicio contaba con la participación de 34 países, pronto llegó a los 41, para después quedarse en 36. Y es que, en definitiva, son demasiadas las diferencias internas y la diversidad de intereses en juego como para ir más allá.

Por un lado, son muchas las resistencias internas a aceptar el liderazgo saudí por parte de varios países que no están en su línea de oposición frontal contra Irán. El caso de Qatar, que comparte buena parte de sus riquezas gasísticas con Teherán en el denominado campo South Pars-North Dome, es solo el más destacado actualmente de un panorama regional que ni siquiera cuenta con Irak y Yemen como miembros del Consejo de Cooperación del Golfo. Riad ha tocado a rebato contra Irán, intentando subordinar a su dictado al resto de países de la zona, y día a día se va demostrando el fracaso de su estrategia, tanto con el bloqueo aprobado (en conjunción con Emiratos Árabes Unidos) contra Qatar como en su intento de comprometer aún más a Washington. Y tampoco parece que su chocante acercamiento a Tel Aviv, interesado a su vez en provocar el colapso del régimen iraní, le vaya a reportar mejores frutos en sus pretensiones de liderazgo regional.

Por otro lado, tampoco coinciden las posiciones de los potenciales miembros de una alianza defensiva de ese tipo con respecto a sus fines y a la identificación de las amenazas. Mientras que unos se muestran más dispuestos a mantener contactos con el islamismo político y hasta con grupos extremistas, otros los definen como enemigos a batir. Todo ello en un terreno en el que no puede olvidarse la responsabilidad acumulada por Riad y otras capitales de la región en apoyar a los que ahora pretenden hacer pasar por terroristas.

Y así va pasando el tiempo, alimentando una dinámica de confrontación que no quiere ver la imposibilidad de mejorar la estabilidad de la región sin contar con Irán, con un Estados Unidos permisivo con los desmanes de sus aliados locales y con algunos de los países de la zona enmarañados en sus propias ensoñaciones.