Una larga lamentación acompaña a intelectuales, economistas y políticos latinoamericanos; lamentación que se convierte en llanto cuando se pone como punto de comparación la ya resobada historia de que, en 1945, Corea tenía un ingreso per cápita parecido al de Haití, y que hoy Corea del Sur, dividida de su hermana, es una gran economía mundial, con un PIB, una renta per cápita y unas exportaciones sólo equiparables a Brasil y a México, las superpotencias regionales.

 

La famosa pregunta “¿qué nos pasa?”, de un popular programa cómico mexicano de hace unos años, está vigente en un continente con fuertes tendencias a la autoflagelación, a las depresiones, a la construcción de mártires con la muerte heroica como bandera y a las euforias discursivas. Bipolaridad le dirían a ese comportamiento si de una persona se tratase. En algún sentido, la región es bipolar y excesiva en sus juicios y miradas sobre sí misma. Pero lo es porque no ha sido capaz de resolver aquellos asuntos esenciales que –otro lugar común y no por ello menos cierto– la definen como el espacio geográfico más desigual del planeta. Decirlo a estas alturas tampoco es demasiado decir, si consideramos que las brechas mundiales son de un nivel de escándalo tal que basta con averiguar cuántos millones de dólares se movieron por el césped del Camp Nou de Barcelona en el partido de clubes más importante del mundo el pasado noviembre: la cifra superó los 350 millones de euros en un país que el día del encuentro tenía al 17% de su población en el paro.

Pero no es de los problemas de los países ricos de los que aquí hablamos, sino del porqué de una saga tan compleja, contradictoria y en muchos sentidos frustrante. Si la premisa de oro 200 años después de comenzado el proceso de emancipación de los latinoamericanos era y es buscar el bienestar de sus habitantes (o el “vivir bien”, como predican hoy en tono contestatario desde los Andes), está claro que ese bienestar no ha llegado. No vale la pena abundar en cifras, pero sí es necesario recordar algunas para ponernos en contexto. Sobre un total de 587 millones de seres humanos que vivimos en América Latina, 235 millones viven en la pobreza, y 94 de ellos sobreviven con algo más de un dólar diario. En suma, hay muchos millones de historias, cada una es un mundo, cada mundo define una vida y un destino. Saber una historia es suficiente. Como ejemplo, un reportaje español en noviembre de 2009 sobre una mujer boliviana que vive en una mina abandonada, Morococala, a 4.000 metros de altitud y a cuatro horas de carretera de Oruro, la ciudad más próxima. Su marido la abandonó, pero vuelve cuando se emborracha para tener relaciones con ella y pegarle, por añadidura. Dos veces a la semana entra en un socavón con sus solas manos y una bolsa de yute y arranca pedazos de tierra a dos centenares de metros de profundidad. Tras varias horas de extenuante trabajo, sin máscara ni herramientas, pone sobre su espalda varios kilos de roca mineralizada por un precario elevador cuyo cable acabará rompiéndose muy pronto, entrega lo extraído y recibe de la cooperativa a la que pertenece su marido un pequeño pago y la mala cara de quienes creen que es una intrusa porque, en realidad, no es la titular del derecho de hacer de topo para sacar migajas de un agujero abandonado de la mano de Dios. Como el lugar es un pueblo fantasma, la pequeña fuente pública recibe agua un día sí, dos no. En el invierno la temperatura es tan baja que la ropa lavada y puesta a secar amanece escarchada al día siguiente. Una aguada sopa de fideos y un arroz mal preparado es la comida diaria de la madre y de sus cuatro hijos. Las horas de luz les permiten hacer sus tareas, para llevarlas a un colegio de incierta educación a unos kilómetros de camino. Una vez a la semana la familia va a Oruro a ducharse por turnos.

Sólo así, saltando de las cifras a las vidas con nombres propios, podremos entender qué representan los 94 millones de historias de la extrema pobreza latinoamericana. Es a partir de una constatación tan brutal que podemos hablar de Brasil y de Haití. Uno, con 190 millones de habitantes, el 31% de la población de la región y el 33% del PIB de la región, es el primer país latinoamericano en jugar en las ligas mayores y que tiene cosas que decir en el mundo. El otro equivale al 0,10% de la economía continental y está entre las 30 naciones más pobres de la Tierra. ¡Vivan las paradojas! Haití fue el primer país latinoamericano en conseguir su independencia. Extremos que no hacen otra cosa que confirmar la razón esencial de estas contradicciones, que la lógica del péndulo es la que ha escogido América Latina, lógica inexorable; no es un camino, es un ir y venir de un extremo al otro, sin otro avance, salvo excepciones, que no sea el tiempo que ese péndulo marca en cada movimiento.

Las ideologías han tatuado a fuego al continente, lo que no estaría mal si como resultado de su elaboración y desarrollo los resultados medibles fueran los que cualquier ciudadano espera. Pero no lo fueron: los resultados medibles son los referidos a los avances a tropezones, los saltos excepcionales, los retrocesos frecuentes, los bandazos de siempre y el avatar y la incertidumbre como una constante. Liberales en política casi siempre en los papeles. Capitalistas ayer, después estatistas y adoradores de la economía planificada. Mitificadores del Estado como el gran salvador y el gran fetiche. Terceristas con propuestas atractivas y novedosas a mitad de siglo. Conversos radicales y nostálgicos del liberalismo que las oligarquías impusieron, a finales del siglo XIX y principios del XX. Privatizadores desenfrenados a fines del siglo pasado. Bipolares siempre.

América Latina se enamoró de su propia energía, de sus ideas y de sus utopías, se entregó embelesada a la revolución cubana y a su desafío desmesurado a una potencia desmesurada, y muy pronto, asustada, buscó por la violencia la vacuna: la doctrina de seguridad nacional. De las democracias restringidas a los populismos desaforados, de los excesos revolucionarios teñidos de marxismo a la brutalidad ciega de la recuperación del nacionalismo cristiano. En las aras del continente se sacrificaron revolucionarios y guerrilleros, se pusieron bombas debajo de las camas de jefes policiales, se instauró el terrorismo de Estado, se regó la tierra con la sangre de una de las espadas del maoísmo, se hicieron sociedades implacables entre fuerzas de liberación y narcotraficantes.

Pero, sobre todo, el continente es la gran patria de los caudillos. Bolívar fue el modelo del poder concentrado y también el del intelectual de pensamiento lúcido; ambas cosas estaban encarnadas en una sola figura. En esa contradicción, los caudillos pudieron más que los estadistas, y terminaron por tomar el poder y dejarlo cuando su populismo, casi siempre hijo de la abundancia, había agotado arcas y perspectivas de futuro. Pero, como cada tanto, cuando parecía que se había iniciado la era de una democracia basada en la alternancia, los caudillos han vuelto por sus fueros.

América Latina peca del peor de los pecados, la soberbia de la refundación permanente, la certeza absurda de que cada día que amanece es el primero de la historia y que, por tanto, todo lo hecho antes estuvo mal. Pecó también de una fe ciega en dogmas, el dogma del péndulo a la izquierda o el del péndulo a la derecha. Dogmas convertidos en grandes martillos que golpearon con sincronía hasta que fueron anacrónicos.

Apostó a la distribución por chorreo de una torta que debía crecer para repartirse mejor y también, y por el contrario, a la distribución de ilusiones de una torta pequeña a la que el Estado debía alimentar a base de subsidios.

Cincuenta años después del épico enero de los jóvenes guerrilleros que habían derrotado a Batista entrando en La Habana con la esperanza en los fusiles, sólo quedan el retrato del rozagante Fidel (el mismo líder descarnado de hoy) con el puro en la boca y la imagen risueña del desgreñado Guevara. El modelo no funcionó, simplemente porque apostó a la verdad única, al discurso único y a la testarudez, una testarudez que quiso forzar la realidad a imagen y semejanza de las frases heroicas; pero las frases heroicas acabaron vacías de contenido y los ciudadanos vacíos de libertad y de bienes materiales. El grito de “¡patria o muerte, venceremos!” vuelve a las calles y la imagen del Che, convertido en uno de los más fatuos iconos del marketing, flamea en banderas, se vende en tazas de loza o se tatúa en las pieles de futbolistas famosos, boxeadores fracasados, rockeros, punks y, lo que es más irónico, en temibles pandilleros y narcotraficantes, estos últimos, hijos de la desesperanza y padres del mayor incremento de la violencia ciudadana de la historia regional.

Casi 33 años después del golpe que derrocó a la viuda de Perón, todavía es difícil pasar la página del horror, de la destrucción sistemática de miles de vidas en nombre de un bienestar que no llegó, y sobre todo en nombre de una civilización que regó de cadáveres el Río de la Plata.

Pero América Latina, a pesar de ello, es capaz de expresar hoy opciones, caminos nuevos, un espacio de sensatez para entender la realidad y saber el papel que debe jugar para sí misma y el mundo. Entre el optimista Brasil de Lula y el Haití de la desesperanza hay muchos matices y muchas lecciones aprendidas o en camino de aprenderse. La primera lección es que la ortodoxia no es receta para una región que está a salto de mata entre el mundo desarrollado y las naciones de mayor pobreza, que tiene en su seno economías dinámicas y modernas y áreas rurales próximas al África subsahariana. Casi todos aprendieron a no jugar con la macroeconomía, unos pocos saben que no hay democracia sin instituciones serias, otros pocos están en plena diversificación, algunos están en los umbrales del primer mundo. Es impresionante, pero por supuesto no es suficiente.

Intentemos una caracterización telegráfica de nuestra complejidad para poder contar con mejores elementos de análisis. El México optimista de Salinas de Gortari cuando se incorporó al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es hoy, tras el fin de la dictadura perfecta del PRI (listo para volver por sus fueros), el México atribulado de una economía que se zarandea al ritmo de las crisis de Estados Unidos y de una violencia desatada por el flagelo del narcotráfico.

América Latina peca del peor de los pecados: la soberbia de la refundación permanente

El Brasil surrealista de Collor de Melo es ya el Brasil potencia mundial de Cardoso y Lula. El Chile draconiano de Pinochet es el Chile moderno, institucionalizado y sólido, al que no le va la vida en una elección entre izquierda y derecha. La Argentina económicamente frágil del principio de la democracia en los 80 sigue siendo la Argentina desorientada del matrimonio presidencial K (sí, el país de Borges, el mismo). Venezuela y Colombia, paladines democráticos desde comienzos de los 60, son las caras disímiles, pero iguales, de caudillismos populistas de diferente signo ideológico, aunque de largas incertidumbres de futuro, pese a que Chávez esté atrapado en una crisis económica insólita y que Uribe pueda mostrar una estabilidad económica duradera; el uno, convencido de su rol de Fidel redivivo destinado a promover el renacimiento de una abstrusa revolución socialista basada en el más puro autoritarismo; el otro, cabalgando en la batalla interminable y turbia contra las FARC y el narco. El Perú ensangrentado del presidente Gonzalo y de la corrupción sin límites del fujimorismo es ahora el de un converso presidente García; como todo converso, paladín del liberalismo más rabioso y ortodoxo. El Uruguay de colorados y blancos es ahora el Uruguay del Frente Amplio, aún sin saber si el Frente de Vázquez es el mismo que el de Mujica. El Paraguay de Lugo es un barco zarandeado y sin destino a la vista, después de romper la larga hegemonía colorada. La Bolivia de la democracia pactada, modelo extraño de estabilidad política tras su larga historia de inestabilidad, es la Bolivia de un mito viviente, un presidente Morales que, arropado en la reivindicación indigenista, propone terminar con el paradigma occidental, basado en una utopía arcaica teñida de autoritarismo y de peligrosa incertidumbre. El Ecuador que cargó el trauma de la dolarización para salvar al sistema financiero fue cruzado por el terremoto Correa, quien se suma a los disparos a mansalva contra el ya derrotado y remanido Consenso de Washington.

América Central tiene hoy en Honduras el ejemplo más notable de cómo el siglo XXI ha generado una nueva modalidad de golpes de Estado, y demuestra que ni la mayor presión regional contra un golpe garantiza la reposición del golpeado. Convengamos, eso sí, en que Zelaya no es Chávez ni Morales, y en que Micheletti recibió una pequeña ayudita de los friends del norte… Pero de Honduras sale una luz de alarma (los golpes pueden ser exitosos) y otra aún más preocupante: si el golpe lo da el Ejecutivo contra cualquier otro poder, no pasa nada, y eso es carta blanca para el autoritarismo del signo que sea, vigente y boyante en varios países. Guatemala no encontró en Colom el respiro hacia la izquierda moderada, y tiene la carnada de la experiencia boliviana sobre su población indígena. Nicaragua es quizá el caso más dramático de un matrimonio presidencial que no sólo le dio la espalda a su pasado idealista –de la vida personal de Ortega más vale no hablar–, sino que se jacta de alianzas espurias y de triunfos electorales al viejo estilo somozista. Panamá parece haber entrado en la lógica de la estabilidad que permite opciones de derecha moderada, de centro izquierda y de derecha franca, sin que los andamios del país se vayan a caer; finalmente, un nuevo canal es un nuevo futuro. Costa Rica es Costa Rica. Allí está: sólo en Costa Rica se encuentran palabras críticas para su modelo, en el resto de las naciones es el ejemplo que todo latinoamericano quisiera seguir.

En el Caribe, Cuba, sempiterna Cuba, nave que no naufragará pero que sufre desde hace décadas y que aún tiene un destino de corto plazo incierto. La pregunta es: ¿y después de Fidel? La respuesta: sea cual fuere el camino, el destino será la democracia. En República Dominicana, Fernández después de Fernández, liderazgo y claridad de miras, silenciosas y exitosas reelecciones con fecha de vencimiento (mucho ojo, fecha de vencimiento) en el contexto de un mar relativamente tranquilo. Al final, Haití: ¿Estado fallido? Estados fallidos son aquellos que desaparecen, como ocurrió en los Balcanes o en la megalomaniaca Unión Soviética. Haití no desaparecerá; el drama –agravado ahora por el tremendo terremoto– es, desde hace tiempos inmemoriales, cómo hacer funcionar una sociedad atrapada en la marginalidad, la pobreza más dura y el caos. No hay una sola receta, pero sí varias evidencias que no deberíamos repetir.

Pero la pregunta crucial que el continente tiene que responder es: ¿cuál es su esencia?, ¿cuáles sus fuentes, sus raíces, sus anclas? En la medida en que sea capaz de mirarse a sí mismo como lo que es, el producto de un fascinante proceso de construcciones sucesivas que se pueden medir en milenios, no en siglos ni en años, se comprenderá mejor. Es un momento fundamental para mirar atrás con el único objetivo de avanzar. No se puede avanzar con el lastre de presunciones fabricadas, sino, por el contrario, con la ligereza de quien tiene una alforja rica, diversa y propia. Los latinoamericanos somos muchas cosas: indígenas, europeos, mestizos, todo junto y todo diverso. Cuna de imperios, heredera de imperios, forjadora de Estados nación y de ideas republicanas. Los siglos nos dieron una amalgama que aún no hemos podido moldear del todo. No somos todo uno o todo otro, somos parte y parte, y quizás nos toque ahora más que nunca entenderlo. Si no lo entendemos, poco haremos para proyectar futuro.

La región puede proponer paradigmas de desarrollo con los pies bien puestos en la tierra, en la suya y en la de todos. El siglo XXI es el de una mundialización que ya vivimos en los siglos XVI, XVII y XVIII, una mundialización que nos da a todos una identidad universal y que nos reafirma en nuestras particularidades. Desde el continente con mayor diversidad de recursos y con mayores amenazas a su permanencia, podemos proponer un destino de oportunidades. No basta con el discurso, es posible proponer respuestas de crecimiento con equilibrio y sostenibilidad, pero para ello el primer desafío, el más importante, aquel en el que hay que centrar todo el volumen de nuestras potencialidades, es la derrota de la pobreza. Con 235 millones de pobres es imposible una solución armónica entre ser humano y medio ambiente. Es tiempo de que naciones como México y Brasil jueguen un doble rol, el mundial y el regional; es tiempo de que los países pequeños planteen una estrategia de equilibrios que demanden, con la misma firmeza con la que lo hizo toda la región con Estados Unidos, una relación más equilibrada y justa. Brasil y México tienen economías casi cien veces más grandes que Bolivia, Paraguay, Guatemala, Honduras o Haití; la asimetría es simplemente sideral. Ya no es posible que esos dos grandes mantengan el discurso de los chicos, cuando se hallan entre las 11 economías mayores del planeta; ni es posible que esos liderazgos se limiten a la retórica del buen vecino y de la integración, manejando las cosas como si fuera creíble lograrla sin compensaciones y fondos de solidaridad, cuyo coste, es verdad, inevitablemente deben asumir por su carácter de países líderes de la región, su peso gravitacional y su responsabilidad inherente.

Hoy, que Estados Unidos, agobiado por una crisis de dimensiones planetarias, ha decidido cambiar su papel en la región por primera vez desde que puso su mirada, sus intereses y sus excesos en el continente en el siglo XIX, podemos aprovechar la circunstancia y ser capaces de demostrar que América Latina puede construir su futuro de modo soberano; siempre y cuando entendamos que ese “soberano” no quiere decir “aislado”.

Si aceptamos que nuestra raíz occidental es válida, que es indispensable, y que nuestra propia historia contribuyó a la difusión del modelo democrático, aunque sólo fuese conceptualmente, entenderemos que hay ciertos paradigmas cuya validez deberíamos defender. Eso significa administrar bien una democracia que ha saltado desde la ciudadanía restrictiva a la universal, desde la representativa a la participativa, desde la multi o bipartidista a la de nuevos protagonistas sociales que requieren de una nueva concepción de partidos; que ha saltado de la ilusión de un modelo ortodoxo a su enriquecimiento con modos, valores y prácticas prehispánicas integradas a la modernidad, sin romper su esencia republicana. No se trata de desmontar un andamiaje apoyado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, texto al que contribuyeron de modo significativo nuestros países en 1948; se trata de profundizarlo y aplicarlo a las peculiaridades de América Latina, apostando siempre por la libertad, la justicia y la igualdad.

No se puede separar un concepto del otro y desarrollarlos de manera autónoma o, peor que eso, aplicar unos en detrimento de otros. Nos hemos descubierto diferentes y nos hemos descubierto más allá de Occidente, no en contra de Occidente. Eso quiere decir que es posible incorporar nuestra tradición, nuestras instituciones y cosmovisiones prehispánicas como elementos añadidos, enriquecedores y complementarios, sin que esto implique romper algunos ejes que siguen siendo universales e inexcusables.

Ya no es posible que los dos grandes, Brasil y México, mantengan el discurso de los chicos

Si hay una América del Río de la Plata, más ligada a la migración europea de principios del siglo XX; otra andina y mesoamericana, muy influida por la riqueza de sus grandes imperios precolombinos, y una América del Caribe, con su presencia africana, está claro que la columna vertebral física, los Andes, tiene otro sustento medular en lenguas como el castellano, el portugués y el francés. Junto a ellas, el casi un millar de lenguas y culturas y cosmovisiones indígenas. Ese pasado y ese presente están desafiados por los satélites, Internet, la globalización, el mercado mundial que no se detiene, las grandes cuentas no saldadas de tecnología e innovación y la gran posibilidad de ser un jugador fundamental en la definición de políticas ante la gravedad del calentamiento global, en la que la región por su biodiversidad no puede ser un jugador pasivo. No es poco.

¿De qué debemos despojarnos? De la lógica pendular, de la retórica ideológica de extremos, de la tentación del año cero de la Revolución y, sobre todo, del mesianismo. De los caudillos que encarnan el cambio, palabra tan cara a América Latina, cara por entrañable y cara por costosa. Necesitamos menos destinos manifiestos y más construcción cotidiana de instrumentos que nos den disciplina, orden, sentido de responsabilidad ciudadana, ligazón clara entre Estado y sociedad, que tiene un sólo nombre: tributo, y un sólo concepto: reciprocidad del Estado al tributario. En otras palabras, una obligación libremente aceptada por todos de que el compromiso del Estado a través del Gobierno que es elegido es el de administrar con sabiduría la sociedad a la que representa; y el del ciudadano, el de hacer posible que ese Estado funcione porque aporta con sus impuestos y su trabajo. Todo, sobre la premisa de que el Estado y la sociedad deben construir juntos un escenario de oportunidades lo más equitativo posible y una oferta de trabajo digno lo más amplia posible.

Un continente en el que las instituciones se inventan cada lustro, se descuartizan cada década y no funcionan bien la mayor parte del tiempo difícilmente puede alcanzar sus metas. El hilo de Ariadna es en esta historia el mayor dolor de todos, lo tejido en el día se desteje en la noche y lo que se vuelve a tejer tiene un punto diferente.

El peligro hoy es que comenzamos a mirar a unos despegar y a otros quedarse. No se trata de una realidad uniforme y chata; es una realidad variopinta que enfrenta sus propios problemas y sus peculiares dificultades, así como aprovecha de diversas formas sus evidentes ventajas. Unos, aferrados al rentismo extractivista; otros, conscientes de que el conocimiento es el secreto, a través de la educación y la tecnología punta.

La receta simple es en América Latina complicada. Creímos ingenuamente que la ruta estaba trazada y nos damos cuenta demasiado tarde de que por de pronto seguimos dentro del péndulo. En un extremo Uribe, en el otro Chávez, en el centro Lula, pero péndulo al fin.

 

Ilustraciones de Elena Ferrándiz para FP Edición española.