¿Qué le queda a América Latina? Ningún
remedio milagroso –ni las privatizaciones ni los derechos de propiedad
ni la democracia o la dolarización– ha ordenado el caos regional.
Ya que EE UU le presta sólo una atención simbólica, sus
líderes deben buscar soluciones propias. Para empezar: más reformas
económicas, no menos; menos leyes, no más.

“Las reformas liberalizadoras han fracasado”

No. Tal vez la señal más
clara del desencanto de Latinoamérica con las reformas económicas
liberalizadoras es la popularidad de El malestar en la globalización
(Madrid, Taurus, 2002), del Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz,
una mordaz crítica al “fundamentalismo de mercado” del Fondo
Monetario Internacional (FMI). Fue uno de los libros más vendidos en
Argentina, Colombia, Paraguay, Perú y Venezuela en 2002. “No tengo
trabajo por la globalización”, se lamentaba el año pasado
en Bogotá un arquitecto en paro, “¡Stiglitz dice una gran
verdad!”. Muchos observadores han aprovechado la pésima trayectoria
económica de la región en los últimos años para
afirmar que las reformas de los 90 en América Latina –privatizaciones,
liberalización del comercio, desregulación y apertura de los mercados
de capitales–, conocidas como el Consenso de Washington, han fracasado
estrepitosamente. Pero puede que el problema no sea el exceso de reformas, sino
su escasez. Tras la década perdida de 1980 –de crecimiento estancado
e inflación galopante en la región–, las reformas estructurales
ayudaron a estabilizar sus economías (por lo general, la superación
de la hiperinflación se da por sentada actualmente en Latinoamérica,
lo cual sólo sirve para infravalorar ese gran logro). Los inversores
respondieron con 66.000 millones de dólares (unos 54.300 millones de
euros) en inversión directa extranjera entre 1990 y 1995, lustro en el
cual la región creció una media del 4% anual.

¿Cómo se pasó de este periodo de relativo crecimiento a
la crisis actual? Entre las causas están los bajos niveles de ahorro
constantes, que obligan a los países a endeudarse en exceso; la incapacidad
(o falta de voluntad) de algunos gobiernos para alcanzar superávit en
los años buenos; la inestabilidad monetaria, y el contagio de la situación
financiera mundial. La crisis actual no prueba que las reformas fueran una mala
idea, pero sí demuestra que, aunque fueron un importante avance, no fueron
suficientes para alcanzar un crecimiento sostenido.

Los impulsores de las reformas creyeron que las políticas de liberalización
cuajarían con excesiva facilidad, después de décadas de
desarrollo dirigido por el Estado. Tampoco vieron la vulnerabilidad de sus economías
ante crisis financieras como las de Asia y Rusia en los 90, y subestimaron la
necesidad de redes de protección social y reformas institucionales para
mitigar la pobreza y la desigualdad a largo plazo. Aún así, los
países que avanzaron más en sus reformas, como Chile, México
y Perú, sufren ahora menos tensiones económicas que sus vecinos
(Argentina también siguió aplicadamente las recetas de la reforma,
pero la insostenible paridad de su moneda con el dólar dio al traste
con sus logros). Y pese a la retórica populista, líderes nuevos,
como el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, no se están
desviando mucho de las políticas de mercado o de sus compromisos regionales
o internacionales.

Los críticos del Consenso de Washington reclaman ahora con razón
otras medidas, como la reforma fiscal, mayor gasto en sanidad y educación,
e incluso un nuevo “contrato social de economía abierta”
en Latinoamérica. Pero las soluciones deben diseñarse para cada
país y sus problemas específicos; un modelo único, mágico,
no funcionará. Puede ser una observación simple, pero es importante
para una región amante de ideas grandiosas –como la teoría
de la independencia, las reformas del mercado, la dolarización o los
derechos de propiedad–, consideradas en su momento la solución
para todos los problemas.

“La democracia ha sustituido al autoritarismo”

Por ahora. A pocas manzanas del palacio
presidencial de Buenos Aires, al otro lado del congestionado Paseo Colón,
se levanta un temido edificio: el Cuartel General del Ejército. Las estatuas
de soldados que en el parque de enfrente marchan bayoneta desenvainada –monumento
a los héroes caídos en la inútil guerra de las Malvinas
en 1982– son un recuerdo ominoso de lo peor de las hazañas militares.
¿Se puede recriminar a los presidentes argentinos democráticamente
elegidos que observen constantemente a unos militares inquietos, que pueden
tomar el poder al menor problema?

Por fortuna, la imagen de un asombrado señor presidente destituido por
un generalísimo de gafas oscuras ya no es el arquetipo de la turbulenta
política latinoamericana, como en gran parte del siglo xx. Asustados
por la represión y la mala gestión de los regímenes militares,
casi todos los países de América Latina se unieron a las naciones
democráticas a finales de los 70 y durante los 80. Sin embargo, perdura
el aura de un líder fuerte que puede enderezarlo todo. En los 90, presidentes
democráticamente elegidos, como Alberto Fujimori en Perú y Carlos
Menem en Argentina, asumieron poderes semiautoritarios. Ambos lograron aprobar
las reformas económicas en congresos muy débiles y reescribieron
la Constitución para permitir su reelección. Cuando los países
prosperaban económicamente sus ciudadanos les perdonaban tales excesos.
Las exquisiteces democráticas parecían superfluas ante tanto progreso
y modernidad. Pero la corrupción de tales regímenes y su incapacidad
para mantener el crecimiento hizo desaparecer su atractivo. Hoy en América
Latina vemos jefes de Estado débiles e ineficaces, asediados por congresos
fuertes y líderes hambrientos de poder. La popularidad de los presidentes
es bajísima, y algunos gobiernos democráticos parecen incapaces
de ser respetados dentro de sus fronteras. Y es cada vez más común
que los ciudadanos no esperen que sus presidentes completen sus mandatos.

Aunque no por ello se espera una nueva oleada de golpes militares en Latinoamérica.
Las protestas civiles y los cacerolazos son ahora un medio –caótico,
pero democrático– más popular para los cambios de régimen.
El presidente Fujimori abandonó el poder en Perú entre graves
protestas en 2000; en Argentina, Fernando de la Rúa lo hizo en 2001;
en Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada tuvo que dimitir; el presidente
de Venezuela, Hugo Chávez, podría ser el siguiente. A pesar de
su apabullante victoria electoral en octubre de 2002, Lula podría afrontar
una situación similar si la economía de su país se deteriora.
La luna de miel en Brasilia podría ser corta. Sin embargo, cuando a las
fuerzas de oposición sólo les une su desprecio por el líder
de turno, el régimen que le suceda no podrá ser sino uno dividido,
débil e inestable. Ya sucedió en Ecuador, Perú y Argentina,
e igual podría suceder en Venezuela. Los votantes latinoamericanos pronto
podrían añorar los días de la estabilidad militar.

“Chile es la economía de mayor crecimiento en
la región”

Sí en la década de 1990.
Ahora parece ser República Dominicana. El turismo, las remesas del exterior,
las telecomunicaciones y la electricidad, y las zonas francas, le ayudaron a
lograr un crecimiento económico anual medio de casi el 7% entre 1997
y 2001, cifra récord de la región y una de las más altas
del mundo. Otra economía pequeña, Costa Rica, también demostró
dinamismo en la segunda mitad de la década de 1990 gracias al crecimiento
del turismo y a las inversiones del gigante de los microchips Intel, que tiene
grandes operaciones en el país. La importancia de la empresa es tal que
las cuentas nacionales en Costa Rica se calculan a veces con y sin Intel.

¿Qué pasó con el modelo chileno, tanto tiempo alabado por
los reformadores como prueba de que la economía de mercado funciona y
puede avanzar a la par con la reducción de la pobreza? Durante la década
los 80 y parte de la siguiente, Chile marcó la pauta de Latinoamérica.
Tras las liberalizaciones realizadas durante la dictadura de Augusto Pinochet,
el crecimiento superó de media el 7% entre 1987 y 1995, la inflación
fue estable, los salarios reales crecieron y el Gobierno logró superávit
fiscal, y entre 1987 y 2000, el índice de pobreza cayó a la mitad.

Últimamente, el milagro chileno ha tenido algunos tropezones, a partir
de la recesión en 1999. Y aunque su progreso muestra que la economía
de mercado sí puede reducir la pobreza, otros elementos de la política
chilena a veces se interpretan mal. Por ejemplo, la lección –controvertida
y frecuentemente citada– de que la pequeña tasa que Chile imponía
a las transferencias de ingresos de capital en los 90 demuestra que los países
en desarrollo pueden imponer con éxito controles al capital para defenderse
de la especulación financiera. Los que apoyan estos controles olvidan
a menudo que Chile eliminó ese impuesto en 1998 por miedo a la caída
de la inversión extranjera debido a la crisis financiera de Asia. El
creador de esa política, el ex presidente del banco central chileno Roberto
Zahler, ha advertido además de que sólo los países con
sólidas políticas fiscales y monetarias podrían considerar
establecer tales controles preventivos.

Por último, la experiencia chilena no significa que sólo un régimen
coercitivo y autoritario como el de Pinochet pueda construir una economía
sólida en América Latina. Al contrario, Chile ha gozado de una
larga tradición democrática; el Gobierno militar y la inestabilidad
con el presidente Salvador Allende fueron una gran anomalía en su historia.
El crecimiento de los años 90 debe mucho a la estabilidad política
posterior a Pinochet y a instituciones muy profesionales, y no sólo a
las reformas de la dictadura.

“La corrupción es mayor que nunca”

Cuidado. Pregunte a los directivos
extranjeros cuál es el mayor obstáculo para el crecimiento económico
en la región, y responderán al unísono: la corrupción.
Sin embargo, a pesar de los estudios que muestran cómo la corrupción
afecta al desarrollo en este o aquel país, otras naciones (China o EE
UU) han vivido largos periodos de crecimiento, incluso inmersos en prácticas
políticas o empresariales cuestionables. ¿Fueron corruptos algunos
gobiernos latinoamericanos durante los años 50 y los 60? Con toda probabilidad
lo fueron, pero eso no impidió que la región creciera muy rápidamente.
De hecho, quienes culpan de los actuales problemas económicos de América
Latina a los políticos corruptos olvidan que, por desgracia, la corrupción
no es un desafío nuevo para la región. “En el pasado, la
corrupción en política era algo esperado; uno era ministro para
hacerse rico”, dijo el ex presidente de Bolivia Gonzalo Sánchez
de Lozada, en un discurso en Washington en 2002. “Un ex ministro pobre
era alguien realmente despreciable”.

La corrupción parece hoy mayor que antes sólo porque las reformas
democráticas de la región han destapado más prácticas
deshonestas. Sin embargo, las medidas anticorrupción se multiplican debido
al descontento popular. Poco antes de las elecciones presidenciales de Brasil
en 2002, Lula prometió crear una agencia contra la corrupción.
Y en Argentina, donde la frase “¡Que se vayan todos!” se ha
convertido en popular eslogan anticorrupción, las ONG proponen novedosas
reformas legales para luchar contra la corrupción en la Administración.

Todas estas son iniciativas dignas de aplauso, pero no está de más
puntualizar que en la lucha contra la corrupción, América Latina
no necesita más leyes; en todo caso, menos. La historia de la región
está sembrada de códigos legales y constituciones que son constantemente
modificados para adaptarlos a exigencias políticas de corto plazo, creando
así más oportunidades para la corrupción. En Perú,
por ejemplo, los legisladores debaten la que sería la decimotercera Constitución
en sus 182 años de historia, una media de una Constitución cada
14 años. Haití y Venezuela han tenido más de 20 constituciones
cada uno. Tal vez si los países latinoamericanos exportaran constituciones,
tendrían mejores posibilidades de alcanzar los niveles de vida del llamado
Primer Mundo.

Algunos historiadores y expertos culturales hablan del “legado ibérico”
de América Latina para asegurar que la corrupción está
en el ADN de los latinos. No es así. Como la mayoría de las personas,
los latinoamericanos responden a los incentivos y a la información. ¿De
qué sirven más leyes si los jueces no ganan lo suficiente para
resistirse al soborno? Y cuanta más discreción guarden los funcionarios
públicos sobre las decisiones financieras gubernamentales, más
corrupción habrá –en América Latina y en cualquier
otra parte–. Por último, un intrépido periodismo de investigación
puede lograr más que un ejército de abogados o que las ONG mejor
intencionadas. Las leyes peruanas anticorrupción no derrocaron el régimen
corrupto del aparentemente intocable Alberto Fujimori en 2000: fue la emisión
por televisión de los vladivídeos con todos los sobornos y corrupciones
de alto nivel.

“La globalización ha convertido a América
Latina en la región con mayores desigualdades”

No, ya lo era. Y probablemente lo
será durante mucho tiempo. A pesar de unos pocos países relativamente
más igualitarios, como Costa Rica o Uruguay, el 10% de la población
con mayores ingresos de la región posee alrededor de un 40% de los ingresos
totales, mientras que el 30% más pobre percibe menos del 8%. Además
de la pobreza crónica, Brasil es el país con peor distribución
de ingresos, por lo que no es extraño que el presidente Lula haya convertido
en la prioridad de su Gobierno acabar con el hambre.

Por desgracia, esta desigualdad es un problema antiguo en la región que
ha sobrevivido a los innumerables auges, caídas y giros de la política
económica. Recientemente, unos economistas descubrieron que la distribución
en América Latina mejoró en los años 60, se deterioró
en la siguiente década y permaneció más o menos estable
en los 90. Pero incluso si la globalización no incrementa necesariamente
la desigualdad de ingresos, tampoco la resuelve. Como ha indicado la economista
Nancy Birdsall, la desigualdad creció en algunas partes de América
Latina durante el boom de inversiones de mediados de los 90, cuando los ingresos
de capital se dirigieron cada vez más a activos financieros y beneficiaron
a los que ya eran ricos.

Históricamente, las herencias naturales y la propiedad de la tierra determinaron
la desigualdad. Los economistas Stanley Engerman y Kenneth Sokoloff mantienen
que durante la época colonial las condiciones climáticas de las
Américas eran muy apropiadas para ciertos cultivos, tales como el azúcar,
producido de forma más eficiente en grandes plantaciones de esclavos.
Más aún, las autoridades españolas premiaban a sus élites
con tierras y con el control sobre los trabajadores. Estas condiciones llevaron
a disparidades extremas en el poder y la renta.
Sin embargo, hoy la desigualdad de América Latina no nace de que unas
pocas familias ricas posean la tierra y las industrias; es mucho más
una cuestión de educación. Durante la década de 1990, los
latinoamericanos con al menos educación secundaria mejoraron con más
rapidez que aquellos que no la tenían. En Brasil y México, los
que tenían tan sólo seis años de estudios ganaban el doble
que los que no habían ido a la escuela. Por desgracia, la política
educativa de América Latina ha agravado con frecuencia la desigualdad
porque las élites prefieren dedicar los fondos a la educación
universitaria antes que a escuelas primarias para la población con menos
ingresos.

“Su dependencia de los recursos naturales perjudica
a América Latina”

No necesariamente. Históricamente,
los países de la región se han identificado por los productos
que vendían en los mercados globales: azúcar de Cuba, cobre de
Chile, petróleo de Venezuela. Y durante décadas los teóricos
de la dependencia han afirmado que los países desarrollados explotan
estos recursos o que sus precios se comportan peor que los de los productos
manufacturados que vende el todopoderoso Norte. Aunque las pruebas no aclaran
si los precios globales han perjudicado sistemáticamente a sus exportaciones,
los países latinoamericanos sí han sido vulnerables a los shocks
y a la volatilidad de precios en los mercados mundiales de materias primas.

Por desgracia, el proteccionismo que inspiró esta vulnerabilidad en los
años 60 sólo consiguió hacer más vulnerable a la
región, al aislar las industrias locales de la competencia global, e
hizo a sus economías aún más dependientes de los recursos
naturales. En los últimos años, los países latinoamericanos
han confiado menos en las exportaciones de materias primas. En los 90, las exportaciones
regionales de bienes manufacturados crecieron a mucho mayor ritmo que las exportaciones
agrícolas, minerales o de petróleo. Aún así, las
materias primas no son necesariamente una maldición. El estudio del Banco
Mundial de 2001 De los recursos naturales a la economía del conocimiento
sostiene de forma convincente que lo importante no es lo que un país
produce sino cómo lo hace. Tras examinar los casos estudiados en Costa
Rica, México y Chile, los autores señalan que la cercanía
a los grandes mercados, el conocimiento técnico, el capital humano y
un transporte internacional más barato han cambiado las viejas nociones
de los recursos naturales y las ventajas comparativas. “La dicotomía
entre una economía basada en los recursos naturales y otra en el conocimiento
es falsa”, argumenta el coautor del estudio, David de Ferranti. “Los
recursos naturales tienen tanto potencial de progreso tecnológico y de
crecimiento como muchos productos manufacturados”.

La dependencia de los recursos naturales causa problemas por razones políticas.
Los ciudadanos de países con muchos recursos naturales pueden desarrollar
un sentido de derecho de propiedad o queja perpetua: “Si tenemos estos
recursos, ¿por qué no somos ricos todos? Alguien debe estar robándonos”,
donde “alguien” puede ser EE UU, gobiernos locales o nacionales
corruptos, multinacionales, el FMI, inversores extranjeros u oligarquías
nacionales. En otros casos, el desarrollo de los recursos se politiza. En Bolivia,
un lucrativo proyecto de gas natural se ha retrasado y ha causado una crisis
política y social por el país limítrofe (Perú o
Chile) que alojará el gasoducto que llevará el gas al Pacífico
y de allí a los mercados internacionales. Algunos activistas y políticos
bolivianos se oponen de pleno a que sea Chile, pues los chilenos privaron a
Bolivia de su acceso al mar en la guerra del Pacífico en los años
80 (¡1880, no 1980!). “Ese proyecto resolvería nuestro déficit
de la balanza de pagos y del presupuesto”, dijo Sánchez de Lozada
meses antes de dimitir. “Ésta es una cuestión de vida o
muerte que cambiaría el futuro de Bolivia. Pero una guerra de hace 130
años es el principal obstáculo”.

“Estados Unidos debería tomar a Latinoamérica
más en serio”

Pero no lo hará. A pesar del
actual caos en la región, América Latina no es una prioridad para
la política internacional de EE UU ni lo será en breve. Irak,
Corea del Norte, Al Qaeda, Oriente Medio, Rusia, China o la economía
de Japón preceden a Latinoamérica en la lista de prioridades para
Washington. Basta recordar la rapidez con que la Administración Bush
archivó la nueva era de relaciones con México tras el 11-S. Después
de recorrer Washington de arriba abajo a principios de septiembre de 2001, Vicente
Fox tuvo que volver a casa, con sus botas de cowboy, y explicar por qué
sus amigos de EE UU ignoraban a México… otra vez. Una buena relación
con EE UU es hoy lo corriente en la región, pero demasiada cercanía
es contraproducente y despierta en la opinión pública un sentimiento
antiestadounidense. Eso explica por qué los políticos latinoamericanos,
por un lado, se mueren por hacerse fotos con cargos de EE UU y, por otro, atacan
las “políticas neoliberales” de los gringos.

De igual manera, el presidente de EE UU, George W. Bush, se ha fijado en América
Latina cuando era absolutamente necesario o políticamente conveniente,
como en la campaña presidencial de 2000, cuando, irónicamente,
su relación con Fox ayudó a establecer las credenciales del gobernador
de Texas en política exterior. Desde el fin de la guerra fría,
la política de EE UU ha promovido el libre comercio o la más nebulosa
“democracia de libre mercado” en la región. El Tratado de
Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) de 1994 personifica este
enfoque, así como su reticente apoyo a los rescates del FMI de empresas
en dificultades. Sin embargo, el abandono persiste. Bill Clinton fue el primer
presidente de EE UU, desde Herbert Hoover, que no visitó América
Latina en su primer mandato. Por ahora, “el libre comercio” es aún
la respuesta automática de la Administración Bush a América
Latina, y su próximo objetivo es la creación en 2005 del Área
de Libre Comercio de las Américas para todo el continente. Pero, incluso
si olvidamos los obstáculos políticos de este acuerdo, es poco
probable que el comercio con Washington ayude a Brasil o a Argentina tanto como
el NAFTA ayudó a México, por razones geográficas.

Por último, la falta de un enfoque político global sobre la
región no debería sorprender. ¿Qué estrategia valdría
tanto para los problemas de inmigración de México como para el
caos político venezolano, la debacle económica argentina, las
drogas en Perú y Bolivia, la guerra civil en Colombia o las incertidumbres
de una Cuba post-Castro? EE UU tiene otras prioridades, y por eso los gestos
simbólicos, como el reciente pacto bilateral con Chile, serán
lo habitual, y Latinoamérica seguirá siendo marginal en la política
exterior de EE UU.

Un ejemplo del triunfalismo con que América Latina
alababa la economía de mercado es el Manual del perfecto idiota latinoamericano
(Plaza & Janés , Barcelona, 1996), de Plinio Apuleyo Mendoza et
al. En Un escrutinio a las reformas estructurales en América Latina,
Eduardo Lora y Ugo Panizza examinan las reformas en la región (BID,
Washington, 2002). Véase también, de Nancy Birdsall y Augusto de la
Torre, Washington Contentious: Economic Policies for Social Equity
in Latin America (Carnegie Endowment, Washington, 2000). Sobre la
política de EE UU hacia la región en la Guerra Fría véase National
Security and US Policy Toward Latin America (Princeton University
Press, Princeton, 1987), de Lars Schoultz.En Ojos vendados: Estados Unidos y el negocio de la corrupción
en Latinoamérica (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2001),
Andrés Oppenheimer investiga los oscuros negocios de las
multinacionales estadounidenses en Latinoamérica. Alberto
Fuguet explicó el impacto cultural de la globalización
en la región en ‘Magical Neoliberalism’ (FP,
julio/agosto, 2001). Jorge Domínguez analiza la política
regional en ‘Latin America’s Crisis of Representation’
(Foreign Affairs, enero/febrero, 1997).Sobre las conexiones entre economía y política, véase
La democracia importa: democracia y desarrollo en América
Latina (BID, Washington, julio de 2003), de J. Mark Payne, Daniel
Zovatto, Fernando Carrillo y Andrés Zavala. En el número
de otoño de 2002 de Economía (vol. 3,
nº 1), revista de la Asociación Económica de
América Latina y el Caribe, se tratan las perspectivas sobre
el crecimiento económico. Sobre obstáculos del crecimiento,
véase The Latin American Competitiveness Report, 2001–2002
(Oxford University Press, Nueva York, 2002), del World Economic
Forum y el Center for International Development (Universidad de
Harvard).

Para profundizar en los aspectos sociales, ver los informes de
CEPAL Panorama Social de América Latina 2002-2003, de agosto
de 2003, y Hacia el objetivo del milenio de reducir la pobreza en
América Latina y el Caribe, y el informe del BID América
Latina frente a la desigualdad. Informe de progreso económico
y social en América Latina (BID, Washington, 1998).

¿Qué le queda a América Latina? Ningún
remedio milagroso –ni las privatizaciones ni los derechos de propiedad
ni la democracia o la dolarización– ha ordenado el caos regional.
Ya que EE UU le presta sólo una atención simbólica, sus
líderes deben buscar soluciones propias. Para empezar: más reformas
económicas, no menos; menos leyes, no más. Carlos
Lozada

“Las reformas liberalizadoras han fracasado”

No. Tal vez la señal más
clara del desencanto de Latinoamérica con las reformas económicas
liberalizadoras es la popularidad de El malestar en la globalización
(Madrid, Taurus, 2002), del Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz,
una mordaz crítica al “fundamentalismo de mercado” del Fondo
Monetario Internacional (FMI). Fue uno de los libros más vendidos en
Argentina, Colombia, Paraguay, Perú y Venezuela en 2002. “No tengo
trabajo por la globalización”, se lamentaba el año pasado
en Bogotá un arquitecto en paro, “¡Stiglitz dice una gran
verdad!”. Muchos observadores han aprovechado la pésima trayectoria
económica de la región en los últimos años para
afirmar que las reformas de los 90 en América Latina –privatizaciones,
liberalización del comercio, desregulación y apertura de los mercados
de capitales–, conocidas como el Consenso de Washington, han fracasado
estrepitosamente. Pero puede que el problema no sea el exceso de reformas, sino
su escasez. Tras la década perdida de 1980 –de crecimiento estancado
e inflación galopante en la región–, las reformas estructurales
ayudaron a estabilizar sus economías (por lo general, la superación
de la hiperinflación se da por sentada actualmente en Latinoamérica,
lo cual sólo sirve para infravalorar ese gran logro). Los inversores
respondieron con 66.000 millones de dólares (unos 54.300 millones de
euros) en inversión directa extranjera entre 1990 y 1995, lustro en el
cual la región creció una media del 4% anual.

¿Cómo se pasó de este periodo de relativo crecimiento a
la crisis actual? Entre las causas están los bajos niveles de ahorro
constantes, que obligan a los países a endeudarse en exceso; la incapacidad
(o falta de voluntad) de algunos gobiernos para alcanzar superávit en
los años buenos; la inestabilidad monetaria, y el contagio de la situación
financiera mundial. La crisis actual no prueba que las reformas fueran una mala
idea, pero sí demuestra que, aunque fueron un importante avance, no fueron
suficientes para alcanzar un crecimiento sostenido.

Los impulsores de las reformas creyeron que las políticas de liberalización
cuajarían con excesiva facilidad, después de décadas de
desarrollo dirigido por el Estado. Tampoco vieron la vulnerabilidad de sus economías
ante crisis financieras como las de Asia y Rusia en los 90, y subestimaron la
necesidad de redes de protección social y reformas institucionales para
mitigar la pobreza y la desigualdad a largo plazo. Aún así, los
países que avanzaron más en sus reformas, como Chile, México
y Perú, sufren ahora menos tensiones económicas que sus vecinos
(Argentina también siguió aplicadamente las recetas de la reforma,
pero la insostenible paridad de su moneda con el dólar dio al traste
con sus logros). Y pese a la retórica populista, líderes nuevos,
como el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, no se están
desviando mucho de las políticas de mercado o de sus compromisos regionales
o internacionales.

Los críticos del Consenso de Washington reclaman ahora con razón
otras medidas, como la reforma fiscal, mayor gasto en sanidad y educación,
e incluso un nuevo “contrato social de economía abierta”
en Latinoamérica. Pero las soluciones deben diseñarse para cada
país y sus problemas específicos; un modelo único, mágico,
no funcionará. Puede ser una observación simple, pero es importante
para una región amante de ideas grandiosas –como la teoría
de la independencia, las reformas del mercado, la dolarización o los
derechos de propiedad–, consideradas en su momento la solución
para todos los problemas.

“La democracia ha sustituido al autoritarismo”

Por ahora. A pocas manzanas del palacio
presidencial de Buenos Aires, al otro lado del congestionado Paseo Colón,
se levanta un temido edificio: el Cuartel General del Ejército. Las estatuas
de soldados que en el parque de enfrente marchan bayoneta desenvainada –monumento
a los héroes caídos en la inútil guerra de las Malvinas
en 1982– son un recuerdo ominoso de lo peor de las hazañas militares.
¿Se puede recriminar a los presidentes argentinos democráticamente
elegidos que observen constantemente a unos militares inquietos, que pueden
tomar el poder al menor problema?

Por fortuna, la imagen de un asombrado señor presidente destituido por
un generalísimo de gafas oscuras ya no es el arquetipo de la turbulenta
política latinoamericana, como en gran parte del siglo xx. Asustados
por la represión y la mala gestión de los regímenes militares,
casi todos los países de América Latina se unieron a las naciones
democráticas a finales de los 70 y durante los 80. Sin embargo, perdura
el aura de un líder fuerte que puede enderezarlo todo. En los 90, presidentes
democráticamente elegidos, como Alberto Fujimori en Perú y Carlos
Menem en Argentina, asumieron poderes semiautoritarios. Ambos lograron aprobar
las reformas económicas en congresos muy débiles y reescribieron
la Constitución para permitir su reelección. Cuando los países
prosperaban económicamente sus ciudadanos les perdonaban tales excesos.
Las exquisiteces democráticas parecían superfluas ante tanto progreso
y modernidad. Pero la corrupción de tales regímenes y su incapacidad
para mantener el crecimiento hizo desaparecer su atractivo. Hoy en América
Latina vemos jefes de Estado débiles e ineficaces, asediados por congresos
fuertes y líderes hambrientos de poder. La popularidad de los presidentes
es bajísima, y algunos gobiernos democráticos parecen incapaces
de ser respetados dentro de sus fronteras. Y es cada vez más común
que los ciudadanos no esperen que sus presidentes completen sus mandatos.

Aunque no por ello se espera una nueva oleada de golpes militares en Latinoamérica.
Las protestas civiles y los cacerolazos son ahora un medio –caótico,
pero democrático– más popular para los cambios de régimen.
El presidente Fujimori abandonó el poder en Perú entre graves
protestas en 2000; en Argentina, Fernando de la Rúa lo hizo en 2001;
en Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada tuvo que dimitir; el presidente
de Venezuela, Hugo Chávez, podría ser el siguiente. A pesar de
su apabullante victoria electoral en octubre de 2002, Lula podría afrontar
una situación similar si la economía de su país se deteriora.
La luna de miel en Brasilia podría ser corta. Sin embargo, cuando a las
fuerzas de oposición sólo les une su desprecio por el líder
de turno, el régimen que le suceda no podrá ser sino uno dividido,
débil e inestable. Ya sucedió en Ecuador, Perú y Argentina,
e igual podría suceder en Venezuela. Los votantes latinoamericanos pronto
podrían añorar los días de la estabilidad militar.

“Chile es la economía de mayor crecimiento en
la región”

Sí en la década de 1990.
Ahora parece ser República Dominicana. El turismo, las remesas del exterior,
las telecomunicaciones y la electricidad, y las zonas francas, le ayudaron a
lograr un crecimiento económico anual medio de casi el 7% entre 1997
y 2001, cifra récord de la región y una de las más altas
del mundo. Otra economía pequeña, Costa Rica, también demostró
dinamismo en la segunda mitad de la década de 1990 gracias al crecimiento
del turismo y a las inversiones del gigante de los microchips Intel, que tiene
grandes operaciones en el país. La importancia de la empresa es tal que
las cuentas nacionales en Costa Rica se calculan a veces con y sin Intel.

¿Qué pasó con el modelo chileno, tanto tiempo alabado por
los reformadores como prueba de que la economía de mercado funciona y
puede avanzar a la par con la reducción de la pobreza? Durante la década
los 80 y parte de la siguiente, Chile marcó la pauta de Latinoamérica.
Tras las liberalizaciones realizadas durante la dictadura de Augusto Pinochet,
el crecimiento superó de media el 7% entre 1987 y 1995, la inflación
fue estable, los salarios reales crecieron y el Gobierno logró superávit
fiscal, y entre 1987 y 2000, el índice de pobreza cayó a la mitad.

Últimamente, el milagro chileno ha tenido algunos tropezones, a partir
de la recesión en 1999. Y aunque su progreso muestra que la economía
de mercado sí puede reducir la pobreza, otros elementos de la política
chilena a veces se interpretan mal. Por ejemplo, la lección –controvertida
y frecuentemente citada– de que la pequeña tasa que Chile imponía
a las transferencias de ingresos de capital en los 90 demuestra que los países
en desarrollo pueden imponer con éxito controles al capital para defenderse
de la especulación financiera. Los que apoyan estos controles olvidan
a menudo que Chile eliminó ese impuesto en 1998 por miedo a la caída
de la inversión extranjera debido a la crisis financiera de Asia. El
creador de esa política, el ex presidente del banco central chileno Roberto
Zahler, ha advertido además de que sólo los países con
sólidas políticas fiscales y monetarias podrían considerar
establecer tales controles preventivos.

Por último, la experiencia chilena no significa que sólo un régimen
coercitivo y autoritario como el de Pinochet pueda construir una economía
sólida en América Latina. Al contrario, Chile ha gozado de una
larga tradición democrática; el Gobierno militar y la inestabilidad
con el presidente Salvador Allende fueron una gran anomalía en su historia.
El crecimiento de los años 90 debe mucho a la estabilidad política
posterior a Pinochet y a instituciones muy profesionales, y no sólo a
las reformas de la dictadura.

“La corrupción es mayor que nunca”

Cuidado. Pregunte a los directivos
extranjeros cuál es el mayor obstáculo para el crecimiento económico
en la región, y responderán al unísono: la corrupción.
Sin embargo, a pesar de los estudios que muestran cómo la corrupción
afecta al desarrollo en este o aquel país, otras naciones (China o EE
UU) han vivido largos periodos de crecimiento, incluso inmersos en prácticas
políticas o empresariales cuestionables. ¿Fueron corruptos algunos
gobiernos latinoamericanos durante los años 50 y los 60? Con toda probabilidad
lo fueron, pero eso no impidió que la región creciera muy rápidamente.
De hecho, quienes culpan de los actuales problemas económicos de América
Latina a los políticos corruptos olvidan que, por desgracia, la corrupción
no es un desafío nuevo para la región. “En el pasado, la
corrupción en política era algo esperado; uno era ministro para
hacerse rico”, dijo el ex presidente de Bolivia Gonzalo Sánchez
de Lozada, en un discurso en Washington en 2002. “Un ex ministro pobre
era alguien realmente despreciable”.

La corrupción parece hoy mayor que antes sólo porque las reformas
democráticas de la región han destapado más prácticas
deshonestas. Sin embargo, las medidas anticorrupción se multiplican debido
al descontento popular. Poco antes de las elecciones presidenciales de Brasil
en 2002, Lula prometió crear una agencia contra la corrupción.
Y en Argentina, donde la frase “¡Que se vayan todos!” se ha
convertido en popular eslogan anticorrupción, las ONG proponen novedosas
reformas legales para luchar contra la corrupción en la Administración.

Todas estas son iniciativas dignas de aplauso, pero no está de más
puntualizar que en la lucha contra la corrupción, América Latina
no necesita más leyes; en todo caso, menos. La historia de la región
está sembrada de códigos legales y constituciones que son constantemente
modificados para adaptarlos a exigencias políticas de corto plazo, creando
así más oportunidades para la corrupción. En Perú,
por ejemplo, los legisladores debaten la que sería la decimotercera Constitución
en sus 182 años de historia, una media de una Constitución cada
14 años. Haití y Venezuela han tenido más de 20 constituciones
cada uno. Tal vez si los países latinoamericanos exportaran constituciones,
tendrían mejores posibilidades de alcanzar los niveles de vida del llamado
Primer Mundo.

Algunos historiadores y expertos culturales hablan del “legado ibérico”
de América Latina para asegurar que la corrupción está
en el ADN de los latinos. No es así. Como la mayoría de las personas,
los latinoamericanos responden a los incentivos y a la información. ¿De
qué sirven más leyes si los jueces no ganan lo suficiente para
resistirse al soborno? Y cuanta más discreción guarden los funcionarios
públicos sobre las decisiones financieras gubernamentales, más
corrupción habrá –en América Latina y en cualquier
otra parte–. Por último, un intrépido periodismo de investigación
puede lograr más que un ejército de abogados o que las ONG mejor
intencionadas. Las leyes peruanas anticorrupción no derrocaron el régimen
corrupto del aparentemente intocable Alberto Fujimori en 2000: fue la emisión
por televisión de los vladivídeos con todos los sobornos y corrupciones
de alto nivel.

“La globalización ha convertido a América
Latina en la región con mayores desigualdades”

No, ya lo era. Y probablemente lo
será durante mucho tiempo. A pesar de unos pocos países relativamente
más igualitarios, como Costa Rica o Uruguay, el 10% de la población
con mayores ingresos de la región posee alrededor de un 40% de los ingresos
totales, mientras que el 30% más pobre percibe menos del 8%. Además
de la pobreza crónica, Brasil es el país con peor distribución
de ingresos, por lo que no es extraño que el presidente Lula haya convertido
en la prioridad de su Gobierno acabar con el hambre.

Por desgracia, esta desigualdad es un problema antiguo en la región que
ha sobrevivido a los innumerables auges, caídas y giros de la política
económica. Recientemente, unos economistas descubrieron que la distribución
en América Latina mejoró en los años 60, se deterioró
en la siguiente década y permaneció más o menos estable
en los 90. Pero incluso si la globalización no incrementa necesariamente
la desigualdad de ingresos, tampoco la resuelve. Como ha indicado la economista
Nancy Birdsall, la desigualdad creció en algunas partes de América
Latina durante el boom de inversiones de mediados de los 90, cuando los ingresos
de capital se dirigieron cada vez más a activos financieros y beneficiaron
a los que ya eran ricos.

Históricamente, las herencias naturales y la propiedad de la tierra determinaron
la desigualdad. Los economistas Stanley Engerman y Kenneth Sokoloff mantienen
que durante la época colonial las condiciones climáticas de las
Américas eran muy apropiadas para ciertos cultivos, tales como el azúcar,
producido de forma más eficiente en grandes plantaciones de esclavos.
Más aún, las autoridades españolas premiaban a sus élites
con tierras y con el control sobre los trabajadores. Estas condiciones llevaron
a disparidades extremas en el poder y la renta.
Sin embargo, hoy la desigualdad de América Latina no nace de que unas
pocas familias ricas posean la tierra y las industrias; es mucho más
una cuestión de educación. Durante la década de 1990, los
latinoamericanos con al menos educación secundaria mejoraron con más
rapidez que aquellos que no la tenían. En Brasil y México, los
que tenían tan sólo seis años de estudios ganaban el doble
que los que no habían ido a la escuela. Por desgracia, la política
educativa de América Latina ha agravado con frecuencia la desigualdad
porque las élites prefieren dedicar los fondos a la educación
universitaria antes que a escuelas primarias para la población con menos
ingresos.

“Su dependencia de los recursos naturales perjudica
a América Latina”

No necesariamente. Históricamente,
los países de la región se han identificado por los productos
que vendían en los mercados globales: azúcar de Cuba, cobre de
Chile, petróleo de Venezuela. Y durante décadas los teóricos
de la dependencia han afirmado que los países desarrollados explotan
estos recursos o que sus precios se comportan peor que los de los productos
manufacturados que vende el todopoderoso Norte. Aunque las pruebas no aclaran
si los precios globales han perjudicado sistemáticamente a sus exportaciones,
los países latinoamericanos sí han sido vulnerables a los shocks
y a la volatilidad de precios en los mercados mundiales de materias primas.

Por desgracia, el proteccionismo que inspiró esta vulnerabilidad en los
años 60 sólo consiguió hacer más vulnerable a la
región, al aislar las industrias locales de la competencia global, e
hizo a sus economías aún más dependientes de los recursos
naturales. En los últimos años, los países latinoamericanos
han confiado menos en las exportaciones de materias primas. En los 90, las exportaciones
regionales de bienes manufacturados crecieron a mucho mayor ritmo que las exportaciones
agrícolas, minerales o de petróleo. Aún así, las
materias primas no son necesariamente una maldición. El estudio del Banco
Mundial de 2001 De los recursos naturales a la economía del conocimiento
sostiene de forma convincente que lo importante no es lo que un país
produce sino cómo lo hace. Tras examinar los casos estudiados en Costa
Rica, México y Chile, los autores señalan que la cercanía
a los grandes mercados, el conocimiento técnico, el capital humano y
un transporte internacional más barato han cambiado las viejas nociones
de los recursos naturales y las ventajas comparativas. “La dicotomía
entre una economía basada en los recursos naturales y otra en el conocimiento
es falsa”, argumenta el coautor del estudio, David de Ferranti. “Los
recursos naturales tienen tanto potencial de progreso tecnológico y de
crecimiento como muchos productos manufacturados”.

La dependencia de los recursos naturales causa problemas por razones políticas.
Los ciudadanos de países con muchos recursos naturales pueden desarrollar
un sentido de derecho de propiedad o queja perpetua: “Si tenemos estos
recursos, ¿por qué no somos ricos todos? Alguien debe estar robándonos”,
donde “alguien” puede ser EE UU, gobiernos locales o nacionales
corruptos, multinacionales, el FMI, inversores extranjeros u oligarquías
nacionales. En otros casos, el desarrollo de los recursos se politiza. En Bolivia,
un lucrativo proyecto de gas natural se ha retrasado y ha causado una crisis
política y social por el país limítrofe (Perú o
Chile) que alojará el gasoducto que llevará el gas al Pacífico
y de allí a los mercados internacionales. Algunos activistas y políticos
bolivianos se oponen de pleno a que sea Chile, pues los chilenos privaron a
Bolivia de su acceso al mar en la guerra del Pacífico en los años
80 (¡1880, no 1980!). “Ese proyecto resolvería nuestro déficit
de la balanza de pagos y del presupuesto”, dijo Sánchez de Lozada
meses antes de dimitir. “Ésta es una cuestión de vida o
muerte que cambiaría el futuro de Bolivia. Pero una guerra de hace 130
años es el principal obstáculo”.

“Estados Unidos debería tomar a Latinoamérica
más en serio”

Pero no lo hará. A pesar del
actual caos en la región, América Latina no es una prioridad para
la política internacional de EE UU ni lo será en breve. Irak,
Corea del Norte, Al Qaeda, Oriente Medio, Rusia, China o la economía
de Japón preceden a Latinoamérica en la lista de prioridades para
Washington. Basta recordar la rapidez con que la Administración Bush
archivó la nueva era de relaciones con México tras el 11-S. Después
de recorrer Washington de arriba abajo a principios de septiembre de 2001, Vicente
Fox tuvo que volver a casa, con sus botas de cowboy, y explicar por qué
sus amigos de EE UU ignoraban a México… otra vez. Una buena relación
con EE UU es hoy lo corriente en la región, pero demasiada cercanía
es contraproducente y despierta en la opinión pública un sentimiento
antiestadounidense. Eso explica por qué los políticos latinoamericanos,
por un lado, se mueren por hacerse fotos con cargos de EE UU y, por otro, atacan
las “políticas neoliberales” de los gringos.

De igual manera, el presidente de EE UU, George W. Bush, se ha fijado en América
Latina cuando era absolutamente necesario o políticamente conveniente,
como en la campaña presidencial de 2000, cuando, irónicamente,
su relación con Fox ayudó a establecer las credenciales del gobernador
de Texas en política exterior. Desde el fin de la guerra fría,
la política de EE UU ha promovido el libre comercio o la más nebulosa
“democracia de libre mercado” en la región. El Tratado de
Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) de 1994 personifica este
enfoque, así como su reticente apoyo a los rescates del FMI de empresas
en dificultades. Sin embargo, el abandono persiste. Bill Clinton fue el primer
presidente de EE UU, desde Herbert Hoover, que no visitó América
Latina en su primer mandato. Por ahora, “el libre comercio” es aún
la respuesta automática de la Administración Bush a América
Latina, y su próximo objetivo es la creación en 2005 del Área
de Libre Comercio de las Américas para todo el continente. Pero, incluso
si olvidamos los obstáculos políticos de este acuerdo, es poco
probable que el comercio con Washington ayude a Brasil o a Argentina tanto como
el NAFTA ayudó a México, por razones geográficas.

Por último, la falta de un enfoque político global sobre la
región no debería sorprender. ¿Qué estrategia valdría
tanto para los problemas de inmigración de México como para el
caos político venezolano, la debacle económica argentina, las
drogas en Perú y Bolivia, la guerra civil en Colombia o las incertidumbres
de una Cuba post-Castro? EE UU tiene otras prioridades, y por eso los gestos
simbólicos, como el reciente pacto bilateral con Chile, serán
lo habitual, y Latinoamérica seguirá siendo marginal en la política
exterior de EE UU.

Un ejemplo del triunfalismo con que América Latina
alababa la economía de mercado es el Manual del perfecto idiota latinoamericano
(Plaza & Janés , Barcelona, 1996), de Plinio Apuleyo Mendoza et
al. En Un escrutinio a las reformas estructurales en América Latina,
Eduardo Lora y Ugo Panizza examinan las reformas en la región (BID,
Washington, 2002). Véase también, de Nancy Birdsall y Augusto de la
Torre, Washington Contentious: Economic Policies for Social Equity
in Latin America (Carnegie Endowment, Washington, 2000). Sobre la
política de EE UU hacia la región en la Guerra Fría véase National
Security and US Policy Toward Latin America (Princeton University
Press, Princeton, 1987), de Lars Schoultz.En Ojos vendados: Estados Unidos y el negocio de la corrupción
en Latinoamérica (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2001),
Andrés Oppenheimer investiga los oscuros negocios de las
multinacionales estadounidenses en Latinoamérica. Alberto
Fuguet explicó el impacto cultural de la globalización
en la región en ‘Magical Neoliberalism’ (FP,
julio/agosto, 2001). Jorge Domínguez analiza la política
regional en ‘Latin America’s Crisis of Representation’
(Foreign Affairs, enero/febrero, 1997).Sobre las conexiones entre economía y política, véase
La democracia importa: democracia y desarrollo en América
Latina (BID, Washington, julio de 2003), de J. Mark Payne, Daniel
Zovatto, Fernando Carrillo y Andrés Zavala. En el número
de otoño de 2002 de Economía (vol. 3,
nº 1), revista de la Asociación Económica de
América Latina y el Caribe, se tratan las perspectivas sobre
el crecimiento económico. Sobre obstáculos del crecimiento,
véase The Latin American Competitiveness Report, 2001–2002
(Oxford University Press, Nueva York, 2002), del World Economic
Forum y el Center for International Development (Universidad de
Harvard).

Para profundizar en los aspectos sociales, ver los informes de
CEPAL Panorama Social de América Latina 2002-2003, de agosto
de 2003, y Hacia el objetivo del milenio de reducir la pobreza en
América Latina y el Caribe, y el informe del BID América
Latina frente a la desigualdad. Informe de progreso económico
y social en América Latina (BID, Washington, 1998).

 

Carlos Lozada es editor gerente de Foreign
Policy.