¿Qué le queda a América Latina? Ningún
remedio milagroso –ni las privatizaciones ni los derechos de propiedad
ni la democracia o la dolarización– ha ordenado el caos regional.
Ya que EE UU le presta sólo una atención simbólica, sus
líderes deben buscar soluciones propias. Para empezar: más reformas
económicas, no menos; menos leyes, no más.
“Las reformas liberalizadoras han fracasado”
No. Tal vez la señal más
clara del desencanto de Latinoamérica con las reformas económicas
liberalizadoras es la popularidad de El malestar en la globalización
(Madrid, Taurus, 2002), del Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz,
una mordaz crítica al “fundamentalismo de mercado” del Fondo
Monetario Internacional (FMI). Fue uno de los libros más vendidos en
Argentina, Colombia, Paraguay, Perú y Venezuela en 2002. “No tengo
trabajo por la globalización”, se lamentaba el año pasado
en Bogotá un arquitecto en paro, “¡Stiglitz dice una gran
verdad!”. Muchos observadores han aprovechado la pésima trayectoria
económica de la región en los últimos años para
afirmar que las reformas de los 90 en América Latina –privatizaciones,
liberalización del comercio, desregulación y apertura de los mercados
de capitales–, conocidas como el Consenso de Washington, han fracasado
estrepitosamente. Pero puede que el problema no sea el exceso de reformas, sino
su escasez. Tras la década perdida de 1980 –de crecimiento estancado
e inflación galopante en la región–, las reformas estructurales
ayudaron a estabilizar sus economías (por lo general, la superación
de la hiperinflación se da por sentada actualmente en Latinoamérica,
lo cual sólo sirve para infravalorar ese gran logro). Los inversores
respondieron con 66.000 millones de dólares (unos 54.300 millones de
euros) en inversión directa extranjera entre 1990 y 1995, lustro en el
cual la región creció una media del 4% anual.
¿Cómo se pasó de este periodo de relativo crecimiento a
la crisis actual? Entre las causas están los bajos niveles de ahorro
constantes, que obligan a los países a endeudarse en exceso; la incapacidad
(o falta de voluntad) de algunos gobiernos para alcanzar superávit en
los años buenos; la inestabilidad monetaria, y el contagio de la situación
financiera mundial. La crisis actual no prueba que las reformas fueran una mala
idea, pero sí demuestra que, aunque fueron un importante avance, no fueron
suficientes para alcanzar un crecimiento sostenido.
Los impulsores de las reformas creyeron que las políticas de liberalización
cuajarían con excesiva facilidad, después de décadas de
desarrollo dirigido por el Estado. Tampoco vieron la vulnerabilidad de sus economías
ante crisis financieras como las de Asia y Rusia en los 90, y subestimaron la
necesidad de redes de protección social y reformas institucionales para
mitigar la pobreza y la desigualdad a largo plazo. Aún así, los
países que avanzaron más en sus reformas, como Chile, México
y Perú, sufren ahora menos tensiones económicas que sus vecinos
(Argentina también siguió aplicadamente las recetas de la reforma,
pero la insostenible paridad de su moneda con el dólar dio al traste
con sus logros). Y pese a la retórica populista, líderes nuevos,
como ...
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