El comercio ilícito de animales salvajes desestabiliza países y enturbia la seguridad internacional.

 

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Las osamentas, pieles y extremidades de los animales exóticos siguen siendo un preciado tesoro. El movimiento ilícito de estos productos asciende a cerca de 10.000 millones de dólares al año (unos 7.300 millones de euros), según un informe publicado por la organización ecologista WWF, aunque es casi imposible obtener cifras precisas. China y Estados Unidos son los principales consumidores en un negocio cuya gravedad, hasta ahora, no ha sido justamente reconocida. Sin embargo, el informe de WWF llama la atención sobre un hecho que despertará más de una conciencia aletargada: estos delitos suponen una grave amenaza para la seguridad internacional.

La creencia en los poderes sobrenaturales de estos objetos y el prestigio asociado a su tenencia pueden remitir a un ser humano atávico, pero este negocio se ha amoldado con éxito a la actualidad, beneficiándose de la irrupción de una nueva clase consumidora, fundamentalmente en Asia. La orientación de sus futuros hábitos de consumo resulta impredecible, pero todo apunta a que el gusto ancestral por los animales va en aumento. Varios hechos jalonan esta tendencia al alza; uno muy significativo, por tratarse del producto más demandado, es que en 2011 hubo hasta 17 incautaciones de marfil a gran escala, más del doble que el año anterior. Hasta ahora, este tráfico se ha tratado como un delito meramente medioambiental, lo que ha hecho que los gobiernos lo releguen al nivel de prioridad más bajo de sus agendas.

Por el momento no existe una cooperación internacional a la altura de las circunstancias, sino que las autoridades de los países proveedores, de tránsito y consumidores eluden responsabilidades e intercambian culpas. Los países origen de la mercancía, normalmente pobres, piden mayores esfuerzos a los consumidores para que sensibilicen a los ciudadanos sobre los peligros que entraña el comercio de estos productos ilícitos; su propuesta es interesante, pero no aborda el fenómeno a corto plazo. Los principales países consumidores, que tienden a ser ricos o de ingresos medios, responsabilizan a los proveedores de la mercancía por no cumplir con sus obligaciones internacionales de control y prevención de este fenómeno, obviando que tales Estados suelen ser institucionalmente débiles y no tienen las suficientes capacidades e incentivos para enfrentarse a este lucrativo comercio transnacional.

Es necesario sensibilizar en mayor medida por el lado de la demanda, y destinar recursos para luchar contra este fenómeno en los países que albergan la oferta. No obstante, lo que puede llevar a ambos extremos del mercado a la acción es la asociación cada vez más evidente entre el aumento del tráfico y el deterioro de la seguridad. La mayor parte de este negocio está en manos de criminales internacionales que invierten los beneficios obtenidos en armar a grupos violentos en Estados frágiles, en el narcotráfico, en el blanqueo de dinero o en la financiación de grupos terroristas. Los países ricos compradores de esta mercancía ven con cada vez más claridad cómo el clima de seguridad internacional se ve dañado por la desestabilización creciente de territorios que no solo son exportadores de animales exóticos, sino también de inseguridad.

Según un informe de la comisión de Asuntos Exteriores del Senado estadounidense, algunos grupos asociados a Al Qaeda están tratando de compensar sus dificultades para obtener financiación mediante fórmulas alternativas entre las que se encuentra el contrabando de fauna exótica. Del mismo modo, el tráfico mantiene viva más de una guerra: Al Shabaab, el grupo islamista que controla buena parte de Somalia, obtiene fondos por medio del comercio de marfil y de cuernos de rinoceronte; las milicias sudanesas Janjaweed, conocidas por la violencia a la que somenten a la población en Darfur, también se han lucrado con el marfil ilegal; los múltiples grupos que guerrean en la República Democrática del Congo (entre ellos, las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda, perpetradoras principales del genocidio de 1994 en el país vecino) han sacado dinero gracias a la caza furtiva y a la venta ilegal de miembros de animales. Estas actividades florecen en los países más inestables, siendo al mismo tiempo causa y consecuencia de su volatilidad y flaqueza institucional. Pero sus redes van mucho más allá; el crimen organizado radicado en países ricos también posee ramificaciones en este negocio, del que se lucran las mafias china, japonesa, rusa e italiana.

La legislación internacional se ocupa de este fenómeno, pero en términos insuficientes. En 1975 entró en vigor la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES), que vela por que el comercio internacional de especies no constituya una amenaza para su supervivencia. Sin embargo, el cambio en las tendencias de la demanda ha hecho que la Convención se encuentre desfasada, mientras que su actual nivel de financiación no permite asegurar que sus preceptos se cumplan sobre el terreno. Del mismo modo, su dimensión estrictamente medioambiental impide que CITES sea un instrumento adecuado para abordar los problemas de seguridad que se derivan de este negocio.

Ante la insuficiencia del marco multilateral, se están estudiando iniciativas individuales y regionales para hacer frente a este problema. En un ejemplo de estos esfuerzos, los países de la ASEAN acordaron el pasado diciembre establecer tribunales medioambientales para combatir de manera más sistemática estos crímenes. Existen además iniciativas para fortalecer las capacidades de los puestos fronterizos por los que se introducen estas mercancías, como el programa GAPIN, financiado por Suecia y encaminado a mejorar el escrutinio en las aduanas africanas. En el ámbito individual, la República Centroafricana ofreció el pasado octubre un ejemplo de transparencia al auditar la totalidad de sus reservas de marfil.

La suma de estas y otras iniciativas tendrá efectos positivos, pero las dimensiones del fenómeno requieren ya una intervención decidida por parte de los gobiernos, especialmente los de aquellos países en los que se radica el grueso de la demanda. Las apelaciones ecologistas no han conseguido recabar la voluntad de acción necesaria, que comenzará a surgir cuando los vínculos entre este fenómeno y la degradación de la seguridad internacional se generalicen en el dicurso político. De este modo, la realpolitik podría salvar a más de un rinoceronte de perder su preciado cuerno.