Manifestación antigubernamental de simpatizantes del partido político del ex-primer ministro Imran Khan, Pakistan Tehreek-e-Insaf (PTI), en Karachi, Pakistán. (Sabir Mazhar/Getty Images)

Con la inestabilidad instalada en la política y la sociedad pakistaníes, ¿cuáles serán los escenarios que se podrán producir de cara a las próximas elecciones?

Lemas como “por un Pakistán democrático, libre de corrupción y miedo”, frente a “darle el voto supondrá invocar el caos”, nos puede resumir la relación del ex primer ministro Imran Khan con el estamento militar. En realidad, estas declaraciones se remontan a las elecciones de 1965, en las que la hermana del fundador del país, Fátima Alí Yinnah, lideró una coalición de partidos frente al dictador militar, el General Ayub Khan. 

El General Ayub calificó a Fátima, la “madre de la patria”, de traidora, dado que temió por la debilidad del sistema presidencialista que protegía mejor los intereses militares, frente al parlamentarismo que defendía la lideresa. Para ella, no había un Pakistán viable sin remediar los problemas sociales. Pero los partidos políticos y el establishment, término con el que nos referimos al estamento militar y los servicios de inteligencia, estaban enfrascados en la supervivencia de sus propios colectivos.

Esta dinámica se ha perpetuado en el tiempo. Décadas después, otra mujer desafió esta suerte de inercia política, tras declarar que, en Pakistán, los militares tenían un Estado, a diferencia del resto del mundo, en el que los países tienen fuerzas armadas. Esta mujer, Benazir Bhutto, al igual que Fátima, murió en circunstancias no esclarecidas, a pesar de que la suya fue prácticamente retransmitida en directo. Benazir se enemistó con el General Pervez Musharraf, que había dado un golpe de Estado en 1999 y que había “permitido” el regreso de la democracia en 2008, teledirigida por el establishment y con la bendición de Estados Unidos.

La dicotomía en Pakistán se halla entre la creencia en la mejor competencia e integridad de las Fuerzas Armadas para administrar el país, frente a una retórica de incompetencia y corrupción de los partidos políticos. Sin embargo, ningún dictador ha podido escapar a la popularidad de los gobiernos electos y la presión social para el restablecimiento de la democracia tras los golpes militares. En los últimos años, hay quienes ven en el escarnio que fomenta Imran Khan contra el Ejército algo innovador. Lo que cambia son los medios de difusión y, especialmente, el tono empleado. Pero Khan no ha innovado tanto. 

La historia de Pakistán está repleta de gobiernos civiles que han sido respaldados por los militares en una suerte de fábula de la rana y el escorpión que cruzan el río. Zulfiqar Alí Bhutto, que había sido ministro de Exteriores de aquel primer General golpista, perdió su puesto por las diferencias con él. En sus horas bajas, Zulfiqar visitó a su vecina Fátima, la cual dijo al padre de Benazir que no debía fiarse de un dictador como Ayub Khan. El fundador del Partido del Pueblo de Pakistán (PPP) y la dinastía Bhutto, creyó recuperar el poder perdido gracias a su popularidad y las elecciones en 1970. 

Con todo, fue otro militar golpista el que le mandó ahorcar en la misma ciudad en la que su hija perdió la vida 28 años después, ambos acusados en repetidas ocasiones de ser unos traidores y corruptos. Este otro General, Zia ul-Haq (1977-1988), promovió la creación de una élite supuestamente afín que encarnaría la otra saga dinástica de la política pakistaní: los Sharif, con su propia escisión del partido político de la Liga Musulmana (LMP-N). Nawaz Sharif, pretendidamente sumiso, también se rebeló gracias a la popularidad adquirida a través de las urnas en su feudo punyabí. Los Sharif y Bhutto se turnaron desde 1988 en el poder, con los militares jugando al quita y pon, ayudados por jueces y presidentes. 

En 2013, Nawaz consiguió una mayoría apabullante, sorprendiendo hasta a un establishment que lo creía tener todo controlado. Este veterano político, una vez más, aunque cauto con el aguijón y el veneno, cayó en la complacencia de una nueva mayoría electoral. El patriarca de los Sharif eligió mal los tiempos de la relación con India y su exigencia de independencia en la toma de decisiones en temas de política exterior. Nawaz volvió a cruzar los límites. Esta contrariedad llevó al establishment a probar con Imran Khan, en quien creyeron ver un líder maleable. 

El nuevo Pakistán (Naya Pakistan) de Khan y su PTI (Pakistan Tehrik-e Insaf o Movimiento para la Justicia de Pakistán) era, empero, más de lo mismo. El partido, que no había conseguido mayor relevancia desde su fundación en 1996, adquirió popularidad y poder gracias a la instrumentalización que los militares hicieron del sistema para conseguir que el PTI ganara las elecciones de 2018. Cuando Sharif fue encarcelado, los medios de comunicación fueron clausurados, censurados y amenazados por entrevistarle en plena campaña electoral; los miembros de LMP-N y PPP sufrieron presiones para pasarse al PTI. Entonces, Khan no denunció la corrupción del sistema. 

El carisma de Imran Khan bebe de diversas fuentes. Una es la exasperación de la población con la vieja política, de las dinámicas que impiden que el país desarrolle todo su potencial y les beneficie. La otra corriente es la del populismo de nueva era, el cual nutre a la juventud pakistaní (en torno al 65% tiene menos de 30 años) de causas que puedan dar propósito a unas vidas con pocas alternativas. Por ejemplo, el auge de la Twiplomacia o el uso de las redes sociales para hacer llegar la política a las masas, es un instrumento con la capacidad de ganar adeptos y movilizarlos de forma rápida y eficaz. 

Khan y otros miembros cercanos de su partido han sabido utilizar las redes, especialmente Twitter, para atacar a la oposición y reforzar su ideología maniquea de élites corruptas y malas (representadas por LMP-N y PPP) y el pueblo soberano, bueno y puro (al que Khan dice pertenecer y representar). El uso del islam como fuerza unificadora y movilizadora, también ha tenido en el ex jugador de críquet un puntal ideológico, presentando los fracasos de su mala gestión como una conspiración de Occidente contra el islam. 

La utilización de la religión como herramienta de política exterior ha sido esgrimida como arma arrojadiza contra sus enemigos, especialmente, Estados Unidos e India. Pocos líderes han recurrido tanto a teorías conspirativas (como que su moción de censura fue motivada por el gobierno en Washington) y lanzado insultos impropios de un jefe de Estado (como la constante identificación del primer ministro indio, Narendra Modi, como nazi, fascista, Hitler o genocida).

Sus intentos de aislar a India internacionalmente utilizando el islam con otros países, especialmente de Oriente Medio, se ha dado de bruces con la importancia comercial y la buena sintonía del gobierno de Nueva Delhi con otros como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos o Turquía. Esta política polarizadora de la identidad le llevó a ejercer de mesías de la defensa de los musulmanes de todo el planeta, con excepción de los uigures, y pretender equiparar los ataques contra el profeta del islam con la negación del holocausto. En su defensa del islam y su lucha global contra la islamofobia, también olvidó los derechos de las minorías en Pakistán. 

Pero el mayor error de Khan, nada nuevo, fue chocar con el conocido Jefe del Estado Mayor del Ejército (JEME), el General Qamar Javed Bajwa, en su rifirrafe para nombrar su sucesor y el de los servicios de inteligencia. El primer ministro también bloqueó la apertura del General Bajwa hacia India, para facilitar un mayor comercio entre vecinos en un momento de grave crisis económica. El antagonismo civilizacional que Khan esgrime supera el paroxismo. 

Igualmente, el líder del PTI logró alienar al gobierno de China, tras atacar el Corredor Económico China-Pakistán (CECP). Este acceso marítimo a las aguas del Índico, parte de la iniciativa de la Franja y la Ruta, fue el proyecto estrella con el que el gobierno de la LMP-N aseguró a la población que la suerte económica del país iba a cambiar. Así, contrariando a uno de los pocos aliados exteriores que le quedaban, Khan primaba atacar a Sharif, además de arremeter contra los intereses económicos de la industria de defensa.

Las garantías de complicidad de Islamabad con el régimen talibán en Afganistán, influencia que se vendió como un hecho consumado a Pekín, tampoco tuvieron el efecto deseado. El empeoramiento de la seguridad misma en Pakistán tras la toma de Kabul de agosto de 2021, y la incapacidad del establishment de reinar sobre una multiplicidad de grupos insurgentes, hace peligrar la estabilidad que el gobierno de Pekín requiere para sus inversiones. La incapacidad de gestión, la dependencia de préstamos chinos y saudíes a cero o bajo porcentaje de interés y su concatenación de préstamos para esquivar la suspensión de pagos, hace peligrar la sabiduría de las inversiones realizadas. 

Con Estados Unidos, la mayor frustración de Khan fue más un desencanto con el presidente Joe Biden al no telefonearle tras su toma de posesión en enero de 2021. El mismo Biden, que dijo al Presidente afgano Hamid Karzai que Pakistán era 50 veces más importante que Afganistán, ninguneó a Khan. En el cambio de prioridades de la política exterior norteamericana, una vez clausurada la “Guerra contra el Terror”, la relevancia de Pakistán mengua. Fatídicamente, es el vecino indio el que cobra mayor relevancia. 

Área afectada por las inundaciones en Sindh, Pakistán. (Muhammed Semih Ugurlu/Getty Images)

En abril de 2022, Khan perdió el poder en una moción de censura, sólo posible con el respaldo implícito de los militares a los partidos de la oposición. El ya ex primer ministro se amotinó contra el establishment, aunque pocos años atrás, se jactaba de tenerlo de su parte. Sus invocaciones a la rebelión y la violencia; a un golpe de Estado para revocar la moción de censura e invalidar la Constitución; el uso de escudos humanos entre sus seguidores, que deben estar dispuestos a ser detenidos o morir en el intento, para evitar que la policía le detuviera; las amenazas explícitas contra líderes del gobierno y contra militares, polarizan en extremo el panorama nacional. Durante el último monzón, con un tercio del país inundado, Khan seguía convocando mítines para atacar al gobierno y pedir su reelección, incluso en regiones inundadas. 

El grado de polarización afecta también a las instituciones militar y judicial, divididas entre quienes apoyan al gobierno y quienes secundan a Khan. La Comisión Electoral ha entrado en colisión con el Poder Judicial; los jueces se enfrentan entre sí y contra la Asamblea Nacional; esta, con el presidente Arif Alvi, del PTI; los militares de alto rango contra el ex premier y con algunos oficiales retirados a favor de Khan; y Khan contra todos, llamando a la insurrección contra quien le impida regresar al poder. En abril 2023, los comicios provinciales en Punyab y Jaiber-Pajtunjua fueron cancelados. Probablemente, una de las razones sea que no se consigue frenar la popularidad de Khan. Las próximas elecciones en Pakistán, si se celebran, plantearán un escenario similar al de Estados Unidos o Brasil, donde los resultados fueron cuestionados por Donald Trump y Jair Bolsonaro. ¿Hasta qué punto nos hallamos frente a un cambio de ciclo? Los votantes han respaldado al partido de Khan en las últimas elecciones parciales (octubre 2022), pero también han mostrado escaso interés en estos comicios, con un mínimo de 15% y un máximo de 35% de participación. Khan, cuya popularidad no se cuestiona, llama a la desobediencia si los resultados no son favorables. Es más, de su boca han salido las palabras “guerra civil”. A sus 70 años, ni caerse de una grúa haciendo campaña en 2013, ni recibir un disparo en noviembre de 2022 en un intento de asesinato, le han frenado. ¿Veremos una insurrección popular, un nuevo aplazamiento de los comicios o habrá un déjà vu en forma de Ley Marcial?