El que fuera secretario de Defensa estadounidense
durante la crisis de
los misiles en Cuba, Robert McNamara, anda preocupado. Sabe lo cerca que hemos
estado. Sus consejos ayudaron al presidente John F. Kennedy
a evitar una catástrofe nuclear. Hoy cree que Estados Unidos tiene que
dejar de utilizar las armas nucleares como instrumento de política exterior.
Es inmoral, ilegal y terriblemente peligroso.

 

Ya es hora –desde hace un tiempo, en mi opinión– de que
Estados Unidos abandone su dependencia de las armas nucleares como instrumento
de política exterior, propia de la guerra fría. A riesgo de parecer
simplista y provocador, considero que la política actual de Washington
en esta materia es inmoral, ilegal, militarmente innecesaria y terriblemente
peligrosa. La posibilidad de un lanzamiento nuclear fortuito o inadvertido
tiene una dimensión inaceptable. Y la Administración Bush, en
vez de reducir ese peligro, ha declarado que está decidida a mantener
este tipo de arsenal de EE UU como puntal de su poder militar, una postura
perjudicial para las normas internacionales que limitan, desde hace 50 años,
la proliferación de armas nucleares y materiales fisibles. Gran parte
de la política nuclear estadounidense actual está en vigor desde
antes de que yo fuera secretario de Defensa. Además, en los años
transcurridos desde entonces se ha vuelto más peligrosa y, desde el
punto de vista diplomático, más destructiva.

Hoy, Estados Unidos tiene desplegadas aproximadamente 4.500 cabezas nucleares
estratégicas ofensivas. Rusia posee alrededor de 3.800. Las fuerzas
estratégicas de Gran Bretaña, Francia y China son mucho menores,
entre 200 y 400 armas en el arsenal de cada uno de esos países. Pakistán
e India, nuevos Estados nucleares, cuentan con menos de cien armas cada uno.
Corea del Norte afirma que ha fabricado armas atómicas, y los servicios
de inteligencia de Estados Unidos calculan que Pyongyang acumula suficiente
material fisible para fabricar entre dos y ocho bombas.

¿Qué poder destructivo alcanzan estas armas? La cabeza estándar
que posee Estados Unidos tiene un poder destructivo 20 veces mayor que el de
la bomba de Hiroshima. De las 8.000 cabezas estadounidenses activas u operativas,
2.000 están en alerta instantánea, listas para ser lanzadas en
cualquier momento, con una advertencia de 15 minutos. ¿Cómo se
supone que van a emplearse estas cabezas? Estados Unidos nunca se ha comprometido
a una política de "no ser los primeros", ni durante mis
siete años como secretario ni después. Hemos estado y seguimos
estando preparados para utilizar –por decisión de una sola persona,
el presidente estadounidense– armas atómicas contra un enemigo,
nuclear o no, siempre que creamos que nos interesa hacerlo. Durante décadas,
las fuerzas nucleares de Estados Unidos han sido lo bastante fuertes como para
absorber un primer ataque y luego causar un daño inaceptable al enemigo. Ésta
ha sido la base de nuestra disuasión y, mientras nos enfrentemos a un
posible adversario dotado de armamento nuclear, debe seguir siéndolo.

En mi época como secretario de Defensa, el jefe del Mando Aéreo
Estratégico estadounidense (SAC, en sus siglas en inglés) llevaba
siempre encima un teléfono seguro, fuera donde fuera, las 24 horas del
día, todos los días de la semana, 365 días al año.
El teléfono del comandante, cuyo cuartel general se hallaba en Omaha
(Nebraska), estaba conectado al puesto de control subterráneo del Mando
de la Defensa Aeroespacial Norteamericana (NORAD), en las entrañas de
Montaña Cheyenne, en el Estado de Colorado, y con el presidente de EE
UU, estuviera donde estuviera. El presidente siempre llevaba los códigos
del detonador nuclear a mano, en el llamado "balón de fútbol",
un maletín que portaba constantemente a su lado un oficial del ejército.

Lo que resulta más
asombroso es que hoy, cuando hace más de diez años que
terminó la guerra fría, la política nuclear estadounidense
sigue siendo esencialmente la misma

El comandante del SAC tenía orden de contestar el teléfono al
tercer timbrazo como máximo. Si sonaba y le informaban de que parecía
estar en marcha un ataque nuclear con misiles balísticos, disponía
de dos o tres minutos para decidir si la advertencia era digna de tenerse en
cuenta (a lo largo de los años, EE UU ha recibido muchas falsas alarmas)
y, de ser así, cómo había que responder. Le quedaban aproximadamente
diez minutos para determinar la mejor recomendación, localizar y asesorar
al presidente, dejar que éste discutiera la situación con dos
o tres de sus consejeros más próximos (normalmente, el secretario
de Defensa y el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor), escuchar
la decisión del presidente y transmitirla de inmediato, junto con las
claves, a los sitios de lanzamiento. El presidente disponía, básicamente,
de dos opciones: podía aguantar la agresión y posponer cualquier
decisión de lanzar un ataque inmediato en represalia, o podía
ordenar dicho ataque rápido escogiendo entre una serie de posibilidades
que le permitían enviar armas dirigidas contra instalaciones militares
e industriales del enemigo. Seguramente, nuestros adversarios de Moscú debían
de tener y tienen unos planes similares.

Es una situación tan extraña que parece imposible de creer.
En cualquier momento, mientras todos estamos dedicados a nuestras cosas, el
presidente de EE UU está preparado para tomar en 20 minutos una decisión
que puede lanzar una de las armas más destructivas que existen en el
mundo. Para declarar la guerra es necesario que el Congreso estadounidense
apruebe una ley, pero, para poner en marcha un holocausto nuclear, no hacen
falta más que 20 minutos de discusión entre el inquilino de la
Casa Blanca y sus asesores. El caso es que llevamos 40 años viviendo
con esa situación. Con escasos cambios, el sistema sigue siendo prácticamente
el mismo, incluido el balón de fútbol que acompaña constantemente
al presidente.

Yo logré modificar parte de esas políticas y esos procedimientos
tan peligrosos. Mis colegas y yo entablamos conversaciones sobre control de
armas; establecimos cláusulas de salvaguardia para reducir el peligro
de lanzamientos no autorizados; introdujimos más opciones en los planes
de guerra nuclear para que el presidente, en el momento de decidir su respuesta,
no tuviera que escoger entre todo o nada, y eliminamos los misiles nucleares
estacionados en Turquía, que eran vulnerables y constituían una
provocación. Ojalá hubiera podido hacer más cosas, pero
estábamos en plena guerra fría, y nuestras posibilidades eran
limitadas.

Estados Unidos y los aliados de la OTAN se enfrentaban a la poderosa amenaza
convencional que representaban la Unión Soviética y el Pacto
de Varsovia. Muchos de nuestros aliados (así como algunas personas en
Washington) estaban convencidos de que era preciso conservar la opción
de que EE UU pudiera atacar primero para mantener a raya a los soviéticos.
Lo que resulta asombroso es que hoy, cuando hace más de diez años
que terminó la guerra fría, la política nuclear estadounidense
sigue siendo esencialmente la misma. No se ha adaptado a la caída de
la URSS. No ha habido ninguna revisión de los planes y procedimientos
para disminuir las probabilidades de que Estados Unidos u otros países
aprieten el botón.

Como mínimo, tendríamos que apartar todas las armas nucleares
estratégicas del sistema de alerta instantánea, tal como han
pedido algunas personas, caso del general George Lee Butler, último
jefe del SAC. Esa simple medida disminuiría enormemente el riesgo de
un lanzamiento nuclear fortuito. Sería, además, una forma de
indicar a los demás países que Estados Unidos está trabajando
para acabar con su dependencia de las armas nucleares. En 1968, cuando negociamos
el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), nos comprometimos a avanzar
de buena fe hacia la eliminación definitiva de los arsenales nucleares.
En mayo, diplomáticos de más de 180 países se reunieron
en Nueva York para revisar el TNP y juzgar si los países miembros estaban
cumpliendo el acuerdo. El interés del Gobierno estadounidense se centraba,
por motivos comprensibles, en persuadir a Corea del Norte para que se reincorporase
al tratado y en negociar mayores restricciones a las ambiciones nucleares de
Irán. Hay que convencer a ambos países para que respeten las
promesas que hicieron, al firmar el TNP en su día, de no construir armas
nucleares a cambio de tener acceso a los usos pacíficos de la energía
nuclear.

Ahora bien, a su vez, Estados Unidos es foco de atención de muchos
países, incluidos algunos que disponen de armas nucleares desde hace
poco tiempo. El hecho de mantener tal cantidad de armas, y en situación
de alerta instantánea, indica que Washington no está trabajando
verdaderamente para eliminar su arsenal, y suscita dudas más bien inquietantes
sobre los motivos por los que cualquier otro país tiene que reprimir
sus ambiciones nucleares.

UN ANTICIPO DEL APOCALIPSIS
Es bien conocido el poder destructivo de las armas nucleares, pero, dado que
Estados Unidos sigue dependiendo de ellas, conviene recordar el peligro que
representan. Un informe elaborado en 2000 por la Asociación de Físicos
Internacionales para la Prevención de la Guerra Nuclear describe los
efectos probables de una sola arma de un megatón, de la que existen
docenas en los arsenales ruso y estadounidense. En el lugar de la explosión, ésta
crea un cráter de 100 metros de profundidad y 400 de diámetro.
Al cabo de un segundo, la atmósfera se enciende y se transforma en
una bola de fuego de 800 metros de diámetro. La superficie de la bola
de fuego irradia el triple de luz y calor de un área comparable en
la superficie solar, extingue en cuestión de segundos toda forma de
vida que esté debajo y emite radiaciones a la velocidad de la luz,
que provocan graves quemaduras instantáneas a las personas situadas
en un área de hasta casi cinco kilómetros. Doce segundos después,
la onda expansiva de aire comprimido alcanza una distancia de cinco kilómetros
y arrasa fábricas y edificios de oficinas. Los escombros, arrastrados
por vientos de 380 kilómetros por hora, causan heridas mortales en
toda la zona. Al menos el 50% de la gente situada en la zona muere de forma
inmediata, antes de sufrir los efectos de la radiación o la tormenta
de fuego subsiguiente.

Nuestro conocimiento de estos efectos no es puramente hipotético, claro
está. Estados Unidos utilizó armas nucleares que tenían
una potencia equivalente aproximadamente a la septuagésima parte de
la bomba de un megatón que acabamos de describir en dos ocasiones, en
agosto de 1945. Una de las bombas atómicas cayó sobre Hiroshima.
Unas 80.000 personas murieron de forma instantánea; otras 200.000 fallecieron
posteriormente. Después se arrojó otra bomba similar sobre Nagasaki.
El 1 de noviembre de 1995, el alcalde de esta última ciudad recordó el
ataque durante su testimonio ante el Tribunal Internacional de Justicia de
La Haya:

"Nagasaki se convirtió en una ciudad de muerte en la que no se
podía oír ni el ruido de los insectos. Al cabo de un tiempo,
empezaron a juntarse grandes cantidades de hombres, mujeres y niños
en las orillas del cercano río Urakami para beber un poco de agua; tenían
quemados el cabello y la ropa, y la piel abrasada les colgaba del cuerpo como
si fueran harapos. Mientras pedían auxilio, fueron muriendo uno detrás
de otro, en el agua o amontonados en la orilla… Cuatro meses después
de la bomba atómica, había 74.000 muertos y 75.000 heridos, es
decir, dos tercios de los habitantes habían sido víctimas de
la catástrofe que cayó sobre Nagasaki como un anticipo del Apocalipsis".


¿Por qué tuvieron que morir tantos civiles? Porque, por desgracia,
la población civil, que constituyó casi el 100% de las víctimas
de Hiroshima y Nagasaki, estaba co-localizada con los objetivos militares e
industriales japoneses. Su aniquilación no era el propósito de
las bombas, pero fue la consecuencia inevitable de haber escogido aquellos
blancos. Hay que tener en cuenta que, según se cree, durante la guerra
fría, Estados Unidos poseía docenas de cabezas nucleares dirigidas
contra Moscú, porque contenía muchos objetivos militares y una
enorme capacidad industrial. Es de suponer que los soviéticos también
tenían en su mira numerosas ciudades estadounidenses. La afirmación
de que nuestras armas nucleares no están dirigidas contra las poblaciones
civiles movía y mueve a engaño, porque los llamados daños
colaterales
de un ataque a gran escala incluirían la pérdida
de decenas de millones de vidas inocentes.

Esto es, en resumen, lo que hacen las armas nucleares: causan explosiones,
abrasan e irradian, indiscriminadamente, con tal rapidez y de forma tan definitiva
que casi es imposible de comprender. Y eso es exactamente lo que amenazan con
hacer países como Estados Unidos y Rusia, con sus armas nucleares en
situación de alerta instantánea, cada minuto, cada día,
en este nuevo siglo XXI.

SIN POSIBILIDAD DE GANAR
Trabajo en asuntos relacionados con la estrategia nuclear y los planes bélicos
de Estados Unidos y la OTAN desde hace más de cuarenta años.
Durante ese tiempo no he visto jamás un papel que esbozara un plan en
el que Estados Unidos o la Alianza fueran los primeros en usar armas nucleares
y ello les beneficiara. He expresado esta opinión ante diversos públicos,
incluidos ministros de Defensa y jefes militares de la Alianza Atlántica,
en numerosas ocasiones. Nadie la ha refutado. Utilizar las armas contra un
adversario dotado de arsenal nuclear sería suicida. Utilizarlas contra
un enemigo no nuclearizado sería militarmente innecesario, moralmente
repugnante y políticamente indefendible.

A estas conclusiones llegué poco después de que me nombraran
secretario de Defensa. Aunque creo que los presidentes demócratas John
F. Kennedy y Lyndon Johnson compartían mi opinión, no podíamos
decir estas cosas en público porque estaban en abierta contradicción
con la política fijada en la OTAN.

Utilizar las armas contra
un adversario con arsenal nuclear sería suicida. Utilizarlas contra
un enemigo no nuclearizado sería militarmente innecesario, moralmente
repugnante y políticamente indefendible

Después de salir del Departamento de Defensa fui presidente del Banco
Mundial. Durante mis 13 años de mandato, de 1968 a 1981, al ser funcionario
de una institución internacional, tenía prohibido hacer comentarios
públicos sobre asuntos relacionados con la seguridad nacional de Estados
Unidos. Al retirarme del banco empecé a reflexionar sobre la mejor forma
de aprovechar mi experiencia de siete años como secretario de Defensa
para ayudar a que se comprendieran mejor los temas con los que comencé mi
trayectoria en el servicio público.

En aquella época se hablaba y se escribía mucho sobre cómo
podía –y por qué debía– Estados Unidos luchar
y vencer en una guerra nuclear con los soviéticos. Este debate implicaba,
por supuesto, que las armas nucleares tenían utilidad militar, que su
utilización en combate podía beneficiar a quien las tuviera en
mayor número o las empleara con más astucia.

Después de examinar estas opiniones, decidí hacer públicas
diversas informaciones que sabía que iban a ser controvertidas pero
que, a mi juicio, eran necesarias para inyectar una dosis de realidad en aquellos
debates, cada vez más irreales, sobre la utilidad militar de las armas
nucleares. Critiqué en artículos y discursos el error fundamental
de pensar que era posible utilizarlas de manera limitada. No hay forma de contener
un ataque atómico, de impedir que cause una tremenda destrucción
de vidas y propiedades civiles, y no existen garantías contra una escalada
sin límites una vez que se produce el primer ataque. No podremos evitar
el grave e inaceptable riesgo de guerra nuclear hasta que reconozcamos estos
hechos y basemos nuestros planes y políticas militares en ellos. Es
una opinión que hoy mantengo incluso con más energía que
cuando empecé a hablar en contra de los peligros nucleares que estaban
provocando nuestras políticas. Sé, por experiencia directa, que
la política nuclear actual de Estados Unidos crea riesgos inaceptables
para otras naciones y para la nuestra.

QUÉ NOS ENSEÃ‘Ó CASTRO
Entre los costes de mantener un arsenal de armas nucleares está el riesgo –para
mí, un riesgo inaceptable– de utilizarlas de manera fortuita o
como consecuencia de un error de juicio o de cálculo en situaciones
de extrema gravedad. La crisis de los misiles cubanos permitió ver que
Estados Unidos y la Unión Soviética –así como el
resto del mundo– habían estado a un paso del desastre nuclear
en octubre de 1962. Según varios ex jefes militares soviéticos,
es cierto que, en los peores momentos de la crisis, sus fuerzas en Cuba poseían
162 cabezas nucleares, entre ellas, al menos 90 cabezas tácticas. En
ese mismo periodo, el presidente cubano, Fidel Castro, pidió al embajador
soviético en La Habana que enviara un cable al líder de la URSS,
Nikita Kruschov, para informarle de que Castro le instaba a que, en caso de
un ataque de Estados Unidos, contraatacara con una respuesta nuclear. Desde
luego, existió un auténtico peligro de que, ante semejante ataque –que
muchos miembros del Gobierno estadounidense estaban dispuestos a recomendar
al presidente Kennedy–, las fuerzas soviéticas en la isla hubieran
decidido emplear sus armas nucleares antes que perderlas. Hasta hace pocos
años no hemos sabido que los cuatro submarinos soviéticos que
seguían a los buques de la Marina estadounidense en las proximidades
de Cuba llevaban torpedos dotados de cabezas nucleares. El jefe de cada submarino
tenía autoridad para lanzar sus torpedos. Y lo que hacía la situación
aún más temible es que, según me contó su comandante,
los submarinos no podían comunicarse con sus bases, y siguieron patrullando
durante cuatro días después de que Kruschov anunciara la retirada
de los misiles de Cuba. La lección quedó clara –por si
no lo estaba antes– en una conferencia sobre la crisis celebrada en La
Habana en 1992, cuando los antiguos responsables de Moscú empezaron
a describir sus preparativos para la guerra nuclear en caso de que Estados
Unidos hubiera invadido. Hacia el final de la reunión, le pregunté a
Castro si habría recomendado que Kruschov utilizase las armas ante una
invasión estadounidense y, de ser así, cuál creía
que hubiera sido la reacción de Estados Unidos. "Partíamos
del supuesto de que, si se invadía Cuba, estallaría la guerra
nuclear", replicó Castro. "Estábamos seguros de ello… Nos
habríamos visto obligados a pagar el precio de desaparecer". "¿Habría
estado dispuesto a utilizar las armas nucleares? Sí, habría aprobado
el uso de armas nucleares". Y añadió: "Si el señor
McNamara o el señor Kennedy hubieran estado en nuestro lugar, y hubieran
visto su país invadido, o que iba a sufrir una ocupación… creo
que habrían usado armas nucleares tácticas".

Debemos suprimir la política
de alerta inmediata y luego eliminar por completo, o casi por completo,
las armas nucleares. EE UU debe tomar medidas inmediatas en cooperación
con Rusia

Prefiero pensar que el presidente Kennedy y yo no nos habríamos comportado
como sugería Castro. Su decisión habría destruido su país.
Si hubiéramos reaccionado de esa forma, el perjuicio para Estados Unidos
habría sido inimaginable. Pero los seres humanos cometen fallos. En
la guerra convencional, los errores cuestan vidas, a veces, miles de vidas.
Sin embargo, cuando afectan a decisiones sobre el uso de fuerzas nucleares,
no hay curvas de aprendizaje. El resultado es la destrucción de países
enteros. La incierta combinación de la capacidad humana para errar y
las armas nucleares engendra un altísimo riesgo de catástrofe
atómica. No hay forma de reducir ese peligro a niveles aceptables, salvo
suprimir la política de alerta inmediata y luego eliminar por completo,
o casi por completo, el armamento nuclear. Estados Unidos debe tomar medidas
inmediatas para iniciar estas acciones, en cooperación con Rusia. Ésa
es la lección de la crisis de los misiles cubanos.

UNA OBSESIÓN PELIGROSA
El 13 de noviembre de 2001, el presidente George W. Bush anunció que
había informado al presidente ruso, Vladímir Putin, de que Estados
Unidos iba a reducir "las cabezas nucleares en despliegue operativo",
de aproximadamente 5.300 a entre 1.700 y 2.200, a lo largo de una década.
Esta reducción se acercaría al nivel de entre 1.500 y 2.200 que
había propuesto Putin para Rusia. Sin embargo, el informe Nuclear
Posture Review
(Revisión de la Posición Nuclear) de la Administración
Bush, ordenado por el Congreso y hecho público en enero de 2002, presenta
un panorama muy diferente. Da por sentado que las fuerzas militares estadounidenses
van a incluir, durante las próximas décadas, un número
de armas nucleares ofensivas estratégicas muy superior a esa cifra entre
1.700 y 2.200. Aunque la cifra de cabezas desplegadas disminuirá a 3.800
en 2007 y a una cantidad entre 1.700 y 2.200 en 2012, tanto las cabezas como
muchas de las plataformas lanzamisiles apartadas se mantendrán en una
reserva "de respuesta", desde la que podrían ser trasladadas
de nuevo a las fuerzas operativas desplegadas.

Los medios de comunicación prestaron escaso interés a la Revisión
de la Posición Nuclear. Pero la importancia que daba a las armas nucleares
ofensivas estratégicas merece un escrutinio detallado por parte de la
opinión pública. Si bien siempre es bienvenida cualquier reducción,
es dudoso que los supervivientes –suponiendo que los hubiera– de
un intercambio de 3.200 cabezas (los números previstos por Estados Unidos
y Rusia para 2012), con un poder destructivo aproximadamente 65.000 veces superior
al de la bomba de Hiroshima, fueran a ser capaces de ver la diferencia entre
los efectos de ese enfrentamiento y el que pudiera provocar el lanzamiento
de las fuerzas estadounidenses y rusas actuales, que ascienden a un total de
12.000 cabezas.

NUEVAS ARMAS
Además de planificar el despliegue de gran cantidad de armas nucleares
estratégicas de aquí a largo plazo, la actual Administración
republicana está proyectando una amplia y costosa serie de programas
para sostener y modernizar la fuerza nuclear existente y comenzar a investigar
sobre novedosas plataformas lanzamisiles, además de nuevas cabezas para
todas ellas. Algunos miembros de la Administración han pedido armas
nucleares capaces de alcanzar refugios subterráneos (como los que empleaba
Sadam Husein en Bagdad). El incremento de fuerzas exigiría la construcción
de renovadas fábricas de materiales fisibles. En los planes está prevista
la incorporación de un escudo nacional contra misiles balísticos
en la nueva tríada de armas ofensivas, con el fin de mejorar nuestra
capacidad de contraatacar a un enemigo y, con ello, usar nuestros "poderes
de proyección de fuerza".

Asimismo, el Gobierno Bush ha anunciado que no tiene intención de pedir
al Congreso que ratifique el Tratado de Prohibición Completa de Pruebas
(TPCP) y, aunque todavía no se ha tomado una decisión, ha ordenado
a los laboratorios nacionales que empiecen a investigar sobre nuevos diseños
de armas nucleares y a preparar los lugares subterráneos de pruebas
en el Estado de Nevada para posibles ensayos en el futuro. Es evidente que
la Casa Blanca considera que las armas nucleares van a formar parte de las
fuerzas militares estadounidenses durante varias décadas, por lo menos.

La participación de buena fe en las negociaciones internacionales sobre
desarme nuclear –incluida la presencia en el TPCP– es una obligación
legal y política para todos los firmantes del Tratado de No Proliferación,
que entró en vigor en 1970 y se prorrogó indefinidamente en 1995.
Es lógico que muchos países consideren que el programa nuclear
de la Administración de George W. Bush y su negativa a ratificar el
TPCP equivalen a una ruptura con el TNP por parte de Estados Unidos. Es como
decir a los países que no disponen de armas atómicas: "Nosotros,
la potencia militar convencional más fuerte del mundo, siempre necesitaremos
armas nucleares, pero vosotros, que os enfrentáis a posibles adversarios
muy bien armados, no estáis autorizados a tener ni una sola arma nuclear".

Si Estados Unidos continúa con su posición actual, con el tiempo,
es casi inevitable que se produzca una proliferación considerable de
armas nucleares. Es muy probable que países como Egipto, Japón,
Arabia Saudí, Siria y Taiwan emprendan sus propios programas y que,
como consecuencia, aumente el peligro de utilización de las armas y
de que éstas y los materiales fisibles caigan en manos de Estados descontrolados
o terroristas. En círculos diplomáticos y entre los servicios
de inteligencia se cree que Osama Bin Laden ha hecho varios intentos de adquirir
armas nucleares o materiales fisibles. Se ha hablado mucho de que Sultan Bashiruddin
Mahmood, antiguo director del complejo nuclear de Pakistán, se ha reunido
varias veces con Osama Bin Laden. Si Al Qaeda obtuviera materiales fisibles,
especialmente uranio enriquecido, su capacidad de fabricar armas nucleares
sería enorme. Están ya muy extendidos los conocimientos necesarios
para construir un dispositivo nuclear sencillo, tipo arma de fuego, como el
que arrojamos sobre Hiroshima. Los expertos están bastante seguros de
que los terroristas podrían construir un dispositivo primitivo de ese
tipo si obtuvieran el uranio que necesitan. De hecho, el verano pasado, en
una reunión de la Academia Nacional de Ciencias estadounidense, el ex
secretario de Defensa William Perry dijo: "Nunca he tenido más
miedo de una detonación nuclear que ahora… Hay más del
50% de probabilidades de que, en la próxima década, se produzca
un ataque nuclear contra objetivos estadounidenses". Y yo comparto sus
temores.

UN MOMENTO DE DECISIÓN
Estamos en un momento crítico de la historia humana; tal vez no tiene
el dramatismo de la crisis de los misiles de Cuba, pero es tan crucial como
aquel instante. Ni la Administración de George W. Bush, el Congreso,
el pueblo estadounidense, ni los ciudadanos de otras naciones han discutido
las ventajas de unas políticas alternativas sobre el uso de armas nucleares
de largo alcance para sus países y para el mundo. No han examinado la
utilidad militar de las armas, el riesgo de uso involuntario o fortuito, los
aspectos morales y legales de emplear o amenazar con utilizar esas armas, ni
las consecuencias de las políticas actuales para la proliferación
nuclear. Son debates que debían haberse celebrado hace mucho tiempo.
Si se llevan a cabo, a mi juicio, llegarán a la misma conclusión
que yo, que es a la que han llegado cada vez más jefes militares, políticos
y expertos civiles en seguridad: debemos avanzar rápidamente hacia la
eliminación total –o casi total– de las armas nucleares.

Muchos sienten una gran tentación de aferrarse a las estrategias de
los últimos 40 años. Pero sería un error grave, que conduciría
a riesgos inaceptables para todos los países.

¿Algo más?
Para descubrir hasta qué punto estuvo el
mundo al borde de la guerra nuclear durante la crisis de los misiles
de Cuba, los lectores pueden consultar unos relatos de primera
mano apasionantes. Resultan especialmente absorbentes el de Robert
F. Kennedy, Trece días:
un recuerdo de la crisis de los misiles cubanos
(Ed.
Plaza y Janés, Barcelona, 1978), que sirvió como
inspiración, entre otros, del estupendo filme del mismo
título dirigido por Roger Donaldson en 2000, y el
de Ernest R. May y Philip D. Zelikow (eds.), The Kennedy
Tapes: Inside the White House During the Cuban Missile Crisis
(Harvard
University Press, Cambridge, 1997). El libro de Scott D. Sagan, The
Limits of Safety: Organizations,Accidents, and Nuclear
Weapons (Princeton
University Press, Princeton, 1993), presenta pruebas descubiertas
recientemente sobre lo cerca que se estuvo de una guerra fortuita
durante la crisis. También aporta datos hasta ahora
desconocidos la biografía J. F. Kennedy.
Una vida inacabada
(Ed.
Península, Madrid, 2004), del especialista y profesor de
historia en la Universidad de Boston Robert Dallek, que realiza
una pormenorizada descripción de aquellas dos semanas de
octubre que paralizaron al mundo.Para entender mejor por qué se nuclearizan algunos países,
véase The Nuclear Tipping Point: Why States
Reconsider Their Nuclear Choices
(Brookings
Institution Press, Washington, 2004), editado por Kurt M. Campbell,
Robert J. Einhorn y Mitchell B. Reiss. Un estudio exhaustivo de
las opciones políticas en materia
de armas nucleares es Universal
Compliance: A Strategy for Nuclear Security
(Carnegie
Endowment for International Peace, Washington, 2005), de George
Perkovich, Jessica T. Mathews, Joseph Cirincione, Rose Gottemoeller
y Jon Wolfsthal. También se puede consultar
la estupenda web de
la Federación de Científicos americanos
(www.fas.org), una base inagotable de datos sobre armamento nuclear.

En el cine, las lecciones extraídas del mandato de Robert
McNamara como secretario de Defensa quedan reflejadas en el documental Rumores
de guerra
,
premiado con un Oscar y dirigido por Errol Morris (Sony Pictures,
2003), que, aunque no ha sido estrenado en las salas españolas,
se encuentra ya en DVD.

El que fuera secretario de Defensa estadounidense
durante la crisis de
los misiles en Cuba, Robert McNamara, anda preocupado. Sabe lo cerca que hemos
estado. Sus consejos ayudaron al presidente John F. Kennedy
a evitar una catástrofe nuclear. Hoy cree que Estados Unidos tiene que
dejar de utilizar las armas nucleares como instrumento de política exterior.
Es inmoral, ilegal y terriblemente peligroso.
Robert McNamara

 

Ya es hora –desde hace un tiempo, en mi opinión– de que
Estados Unidos abandone su dependencia de las armas nucleares como instrumento
de política exterior, propia de la guerra fría. A riesgo de parecer
simplista y provocador, considero que la política actual de Washington
en esta materia es inmoral, ilegal, militarmente innecesaria y terriblemente
peligrosa. La posibilidad de un lanzamiento nuclear fortuito o inadvertido
tiene una dimensión inaceptable. Y la Administración Bush, en
vez de reducir ese peligro, ha declarado que está decidida a mantener
este tipo de arsenal de EE UU como puntal de su poder militar, una postura
perjudicial para las normas internacionales que limitan, desde hace 50 años,
la proliferación de armas nucleares y materiales fisibles. Gran parte
de la política nuclear estadounidense actual está en vigor desde
antes de que yo fuera secretario de Defensa. Además, en los años
transcurridos desde entonces se ha vuelto más peligrosa y, desde el
punto de vista diplomático, más destructiva.

Hoy, Estados Unidos tiene desplegadas aproximadamente 4.500 cabezas nucleares
estratégicas ofensivas. Rusia posee alrededor de 3.800. Las fuerzas
estratégicas de Gran Bretaña, Francia y China son mucho menores,
entre 200 y 400 armas en el arsenal de cada uno de esos países. Pakistán
e India, nuevos Estados nucleares, cuentan con menos de cien armas cada uno.
Corea del Norte afirma que ha fabricado armas atómicas, y los servicios
de inteligencia de Estados Unidos calculan que Pyongyang acumula suficiente
material fisible para fabricar entre dos y ocho bombas.

¿Qué poder destructivo alcanzan estas armas? La cabeza estándar
que posee Estados Unidos tiene un poder destructivo 20 veces mayor que el de
la bomba de Hiroshima. De las 8.000 cabezas estadounidenses activas u operativas,
2.000 están en alerta instantánea, listas para ser lanzadas en
cualquier momento, con una advertencia de 15 minutos. ¿Cómo se
supone que van a emplearse estas cabezas? Estados Unidos nunca se ha comprometido
a una política de "no ser los primeros", ni durante mis
siete años como secretario ni después. Hemos estado y seguimos
estando preparados para utilizar –por decisión de una sola persona,
el presidente estadounidense– armas atómicas contra un enemigo,
nuclear o no, siempre que creamos que nos interesa hacerlo. Durante décadas,
las fuerzas nucleares de Estados Unidos han sido lo bastante fuertes como para
absorber un primer ataque y luego causar un daño inaceptable al enemigo. Ésta
ha sido la base de nuestra disuasión y, mientras nos enfrentemos a un
posible adversario dotado de armamento nuclear, debe seguir siéndolo.

En mi época como secretario de Defensa, el jefe del Mando Aéreo
Estratégico estadounidense (SAC, en sus siglas en inglés) llevaba
siempre encima un teléfono seguro, fuera donde fuera, las 24 horas del
día, todos los días de la semana, 365 días al año.
El teléfono del comandante, cuyo cuartel general se hallaba en Omaha
(Nebraska), estaba conectado al puesto de control subterráneo del Mando
de la Defensa Aeroespacial Norteamericana (NORAD), en las entrañas de
Montaña Cheyenne, en el Estado de Colorado, y con el presidente de EE
UU, estuviera donde estuviera. El presidente siempre llevaba los códigos
del detonador nuclear a mano, en el llamado "balón de fútbol",
un maletín que portaba constantemente a su lado un oficial del ejército.

Lo que resulta más
asombroso es que hoy, cuando hace más de diez años que
terminó la guerra fría, la política nuclear estadounidense
sigue siendo esencialmente la misma

El comandante del SAC tenía orden de contestar el teléfono al
tercer timbrazo como máximo. Si sonaba y le informaban de que parecía
estar en marcha un ataque nuclear con misiles balísticos, disponía
de dos o tres minutos para decidir si la advertencia era digna de tenerse en
cuenta (a lo largo de los años, EE UU ha recibido muchas falsas alarmas)
y, de ser así, cómo había que responder. Le quedaban aproximadamente
diez minutos para determinar la mejor recomendación, localizar y asesorar
al presidente, dejar que éste discutiera la situación con dos
o tres de sus consejeros más próximos (normalmente, el secretario
de Defensa y el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor), escuchar
la decisión del presidente y transmitirla de inmediato, junto con las
claves, a los sitios de lanzamiento. El presidente disponía, básicamente,
de dos opciones: podía aguantar la agresión y posponer cualquier
decisión de lanzar un ataque inmediato en represalia, o podía
ordenar dicho ataque rápido escogiendo entre una serie de posibilidades
que le permitían enviar armas dirigidas contra instalaciones militares
e industriales del enemigo. Seguramente, nuestros adversarios de Moscú debían
de tener y tienen unos planes similares.

Es una situación tan extraña que parece imposible de creer.
En cualquier momento, mientras todos estamos dedicados a nuestras cosas, el
presidente de EE UU está preparado para tomar en 20 minutos una decisión
que puede lanzar una de las armas más destructivas que existen en el
mundo. Para declarar la guerra es necesario que el Congreso estadounidense
apruebe una ley, pero, para poner en marcha un holocausto nuclear, no hacen
falta más que 20 minutos de discusión entre el inquilino de la
Casa Blanca y sus asesores. El caso es que llevamos 40 años viviendo
con esa situación. Con escasos cambios, el sistema sigue siendo prácticamente
el mismo, incluido el balón de fútbol que acompaña constantemente
al presidente.

Yo logré modificar parte de esas políticas y esos procedimientos
tan peligrosos. Mis colegas y yo entablamos conversaciones sobre control de
armas; establecimos cláusulas de salvaguardia para reducir el peligro
de lanzamientos no autorizados; introdujimos más opciones en los planes
de guerra nuclear para que el presidente, en el momento de decidir su respuesta,
no tuviera que escoger entre todo o nada, y eliminamos los misiles nucleares
estacionados en Turquía, que eran vulnerables y constituían una
provocación. Ojalá hubiera podido hacer más cosas, pero
estábamos en plena guerra fría, y nuestras posibilidades eran
limitadas.

Estados Unidos y los aliados de la OTAN se enfrentaban a la poderosa amenaza
convencional que representaban la Unión Soviética y el Pacto
de Varsovia. Muchos de nuestros aliados (así como algunas personas en
Washington) estaban convencidos de que era preciso conservar la opción
de que EE UU pudiera atacar primero para mantener a raya a los soviéticos.
Lo que resulta asombroso es que hoy, cuando hace más de diez años
que terminó la guerra fría, la política nuclear estadounidense
sigue siendo esencialmente la misma. No se ha adaptado a la caída de
la URSS. No ha habido ninguna revisión de los planes y procedimientos
para disminuir las probabilidades de que Estados Unidos u otros países
aprieten el botón.

Como mínimo, tendríamos que apartar todas las armas nucleares
estratégicas del sistema de alerta instantánea, tal como han
pedido algunas personas, caso del general George Lee Butler, último
jefe del SAC. Esa simple medida disminuiría enormemente el riesgo de
un lanzamiento nuclear fortuito. Sería, además, una forma de
indicar a los demás países que Estados Unidos está trabajando
para acabar con su dependencia de las armas nucleares. En 1968, cuando negociamos
el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), nos comprometimos a avanzar
de buena fe hacia la eliminación definitiva de los arsenales nucleares.
En mayo, diplomáticos de más de 180 países se reunieron
en Nueva York para revisar el TNP y juzgar si los países miembros estaban
cumpliendo el acuerdo. El interés del Gobierno estadounidense se centraba,
por motivos comprensibles, en persuadir a Corea del Norte para que se reincorporase
al tratado y en negociar mayores restricciones a las ambiciones nucleares de
Irán. Hay que convencer a ambos países para que respeten las
promesas que hicieron, al firmar el TNP en su día, de no construir armas
nucleares a cambio de tener acceso a los usos pacíficos de la energía
nuclear.

Ahora bien, a su vez, Estados Unidos es foco de atención de muchos
países, incluidos algunos que disponen de armas nucleares desde hace
poco tiempo. El hecho de mantener tal cantidad de armas, y en situación
de alerta instantánea, indica que Washington no está trabajando
verdaderamente para eliminar su arsenal, y suscita dudas más bien inquietantes
sobre los motivos por los que cualquier otro país tiene que reprimir
sus ambiciones nucleares.

UN ANTICIPO DEL APOCALIPSIS
Es bien conocido el poder destructivo de las armas nucleares, pero, dado que
Estados Unidos sigue dependiendo de ellas, conviene recordar el peligro que
representan. Un informe elaborado en 2000 por la Asociación de Físicos
Internacionales para la Prevención de la Guerra Nuclear describe los
efectos probables de una sola arma de un megatón, de la que existen
docenas en los arsenales ruso y estadounidense. En el lugar de la explosión, ésta
crea un cráter de 100 metros de profundidad y 400 de diámetro.
Al cabo de un segundo, la atmósfera se enciende y se transforma en
una bola de fuego de 800 metros de diámetro. La superficie de la bola
de fuego irradia el triple de luz y calor de un área comparable en
la superficie solar, extingue en cuestión de segundos toda forma de
vida que esté debajo y emite radiaciones a la velocidad de la luz,
que provocan graves quemaduras instantáneas a las personas situadas
en un área de hasta casi cinco kilómetros. Doce segundos después,
la onda expansiva de aire comprimido alcanza una distancia de cinco kilómetros
y arrasa fábricas y edificios de oficinas. Los escombros, arrastrados
por vientos de 380 kilómetros por hora, causan heridas mortales en
toda la zona. Al menos el 50% de la gente situada en la zona muere de forma
inmediata, antes de sufrir los efectos de la radiación o la tormenta
de fuego subsiguiente.

Nuestro conocimiento de estos efectos no es puramente hipotético, claro
está. Estados Unidos utilizó armas nucleares que tenían
una potencia equivalente aproximadamente a la septuagésima parte de
la bomba de un megatón que acabamos de describir en dos ocasiones, en
agosto de 1945. Una de las bombas atómicas cayó sobre Hiroshima.
Unas 80.000 personas murieron de forma instantánea; otras 200.000 fallecieron
posteriormente. Después se arrojó otra bomba similar sobre Nagasaki.
El 1 de noviembre de 1995, el alcalde de esta última ciudad recordó el
ataque durante su testimonio ante el Tribunal Internacional de Justicia de
La Haya:

"Nagasaki se convirtió en una ciudad de muerte en la que no se
podía oír ni el ruido de los insectos. Al cabo de un tiempo,
empezaron a juntarse grandes cantidades de hombres, mujeres y niños
en las orillas del cercano río Urakami para beber un poco de agua; tenían
quemados el cabello y la ropa, y la piel abrasada les colgaba del cuerpo como
si fueran harapos. Mientras pedían auxilio, fueron muriendo uno detrás
de otro, en el agua o amontonados en la orilla… Cuatro meses después
de la bomba atómica, había 74.000 muertos y 75.000 heridos, es
decir, dos tercios de los habitantes habían sido víctimas de
la catástrofe que cayó sobre Nagasaki como un anticipo del Apocalipsis".


¿Por qué tuvieron que morir tantos civiles? Porque, por desgracia,
la población civil, que constituyó casi el 100% de las víctimas
de Hiroshima y Nagasaki, estaba co-localizada con los objetivos militares e
industriales japoneses. Su aniquilación no era el propósito de
las bombas, pero fue la consecuencia inevitable de haber escogido aquellos
blancos. Hay que tener en cuenta que, según se cree, durante la guerra
fría, Estados Unidos poseía docenas de cabezas nucleares dirigidas
contra Moscú, porque contenía muchos objetivos militares y una
enorme capacidad industrial. Es de suponer que los soviéticos también
tenían en su mira numerosas ciudades estadounidenses. La afirmación
de que nuestras armas nucleares no están dirigidas contra las poblaciones
civiles movía y mueve a engaño, porque los llamados daños
colaterales
de un ataque a gran escala incluirían la pérdida
de decenas de millones de vidas inocentes.

Esto es, en resumen, lo que hacen las armas nucleares: causan explosiones,
abrasan e irradian, indiscriminadamente, con tal rapidez y de forma tan definitiva
que casi es imposible de comprender. Y eso es exactamente lo que amenazan con
hacer países como Estados Unidos y Rusia, con sus armas nucleares en
situación de alerta instantánea, cada minuto, cada día,
en este nuevo siglo XXI.

SIN POSIBILIDAD DE GANAR
Trabajo en asuntos relacionados con la estrategia nuclear y los planes bélicos
de Estados Unidos y la OTAN desde hace más de cuarenta años.
Durante ese tiempo no he visto jamás un papel que esbozara un plan en
el que Estados Unidos o la Alianza fueran los primeros en usar armas nucleares
y ello les beneficiara. He expresado esta opinión ante diversos públicos,
incluidos ministros de Defensa y jefes militares de la Alianza Atlántica,
en numerosas ocasiones. Nadie la ha refutado. Utilizar las armas contra un
adversario dotado de arsenal nuclear sería suicida. Utilizarlas contra
un enemigo no nuclearizado sería militarmente innecesario, moralmente
repugnante y políticamente indefendible.

A estas conclusiones llegué poco después de que me nombraran
secretario de Defensa. Aunque creo que los presidentes demócratas John
F. Kennedy y Lyndon Johnson compartían mi opinión, no podíamos
decir estas cosas en público porque estaban en abierta contradicción
con la política fijada en la OTAN.

Utilizar las armas contra
un adversario con arsenal nuclear sería suicida. Utilizarlas contra
un enemigo no nuclearizado sería militarmente innecesario, moralmente
repugnante y políticamente indefendible

Después de salir del Departamento de Defensa fui presidente del Banco
Mundial. Durante mis 13 años de mandato, de 1968 a 1981, al ser funcionario
de una institución internacional, tenía prohibido hacer comentarios
públicos sobre asuntos relacionados con la seguridad nacional de Estados
Unidos. Al retirarme del banco empecé a reflexionar sobre la mejor forma
de aprovechar mi experiencia de siete años como secretario de Defensa
para ayudar a que se comprendieran mejor los temas con los que comencé mi
trayectoria en el servicio público.

En aquella época se hablaba y se escribía mucho sobre cómo
podía –y por qué debía– Estados Unidos luchar
y vencer en una guerra nuclear con los soviéticos. Este debate implicaba,
por supuesto, que las armas nucleares tenían utilidad militar, que su
utilización en combate podía beneficiar a quien las tuviera en
mayor número o las empleara con más astucia.

Después de examinar estas opiniones, decidí hacer públicas
diversas informaciones que sabía que iban a ser controvertidas pero
que, a mi juicio, eran necesarias para inyectar una dosis de realidad en aquellos
debates, cada vez más irreales, sobre la utilidad militar de las armas
nucleares. Critiqué en artículos y discursos el error fundamental
de pensar que era posible utilizarlas de manera limitada. No hay forma de contener
un ataque atómico, de impedir que cause una tremenda destrucción
de vidas y propiedades civiles, y no existen garantías contra una escalada
sin límites una vez que se produce el primer ataque. No podremos evitar
el grave e inaceptable riesgo de guerra nuclear hasta que reconozcamos estos
hechos y basemos nuestros planes y políticas militares en ellos. Es
una opinión que hoy mantengo incluso con más energía que
cuando empecé a hablar en contra de los peligros nucleares que estaban
provocando nuestras políticas. Sé, por experiencia directa, que
la política nuclear actual de Estados Unidos crea riesgos inaceptables
para otras naciones y para la nuestra.

QUÉ NOS ENSEÃ‘Ó CASTRO
Entre los costes de mantener un arsenal de armas nucleares está el riesgo –para
mí, un riesgo inaceptable– de utilizarlas de manera fortuita o
como consecuencia de un error de juicio o de cálculo en situaciones
de extrema gravedad. La crisis de los misiles cubanos permitió ver que
Estados Unidos y la Unión Soviética –así como el
resto del mundo– habían estado a un paso del desastre nuclear
en octubre de 1962. Según varios ex jefes militares soviéticos,
es cierto que, en los peores momentos de la crisis, sus fuerzas en Cuba poseían
162 cabezas nucleares, entre ellas, al menos 90 cabezas tácticas. En
ese mismo periodo, el presidente cubano, Fidel Castro, pidió al embajador
soviético en La Habana que enviara un cable al líder de la URSS,
Nikita Kruschov, para informarle de que Castro le instaba a que, en caso de
un ataque de Estados Unidos, contraatacara con una respuesta nuclear. Desde
luego, existió un auténtico peligro de que, ante semejante ataque –que
muchos miembros del Gobierno estadounidense estaban dispuestos a recomendar
al presidente Kennedy–, las fuerzas soviéticas en la isla hubieran
decidido emplear sus armas nucleares antes que perderlas. Hasta hace pocos
años no hemos sabido que los cuatro submarinos soviéticos que
seguían a los buques de la Marina estadounidense en las proximidades
de Cuba llevaban torpedos dotados de cabezas nucleares. El jefe de cada submarino
tenía autoridad para lanzar sus torpedos. Y lo que hacía la situación
aún más temible es que, según me contó su comandante,
los submarinos no podían comunicarse con sus bases, y siguieron patrullando
durante cuatro días después de que Kruschov anunciara la retirada
de los misiles de Cuba. La lección quedó clara –por si
no lo estaba antes– en una conferencia sobre la crisis celebrada en La
Habana en 1992, cuando los antiguos responsables de Moscú empezaron
a describir sus preparativos para la guerra nuclear en caso de que Estados
Unidos hubiera invadido. Hacia el final de la reunión, le pregunté a
Castro si habría recomendado que Kruschov utilizase las armas ante una
invasión estadounidense y, de ser así, cuál creía
que hubiera sido la reacción de Estados Unidos. "Partíamos
del supuesto de que, si se invadía Cuba, estallaría la guerra
nuclear", replicó Castro. "Estábamos seguros de ello… Nos
habríamos visto obligados a pagar el precio de desaparecer". "¿Habría
estado dispuesto a utilizar las armas nucleares? Sí, habría aprobado
el uso de armas nucleares". Y añadió: "Si el señor
McNamara o el señor Kennedy hubieran estado en nuestro lugar, y hubieran
visto su país invadido, o que iba a sufrir una ocupación… creo
que habrían usado armas nucleares tácticas".

Debemos suprimir la política
de alerta inmediata y luego eliminar por completo, o casi por completo,
las armas nucleares. EE UU debe tomar medidas inmediatas en cooperación
con Rusia

Prefiero pensar que el presidente Kennedy y yo no nos habríamos comportado
como sugería Castro. Su decisión habría destruido su país.
Si hubiéramos reaccionado de esa forma, el perjuicio para Estados Unidos
habría sido inimaginable. Pero los seres humanos cometen fallos. En
la guerra convencional, los errores cuestan vidas, a veces, miles de vidas.
Sin embargo, cuando afectan a decisiones sobre el uso de fuerzas nucleares,
no hay curvas de aprendizaje. El resultado es la destrucción de países
enteros. La incierta combinación de la capacidad humana para errar y
las armas nucleares engendra un altísimo riesgo de catástrofe
atómica. No hay forma de reducir ese peligro a niveles aceptables, salvo
suprimir la política de alerta inmediata y luego eliminar por completo,
o casi por completo, el armamento nuclear. Estados Unidos debe tomar medidas
inmediatas para iniciar estas acciones, en cooperación con Rusia. Ésa
es la lección de la crisis de los misiles cubanos.

UNA OBSESIÓN PELIGROSA
El 13 de noviembre de 2001, el presidente George W. Bush anunció que
había informado al presidente ruso, Vladímir Putin, de que Estados
Unidos iba a reducir "las cabezas nucleares en despliegue operativo",
de aproximadamente 5.300 a entre 1.700 y 2.200, a lo largo de una década.
Esta reducción se acercaría al nivel de entre 1.500 y 2.200 que
había propuesto Putin para Rusia. Sin embargo, el informe Nuclear
Posture Review
(Revisión de la Posición Nuclear) de la Administración
Bush, ordenado por el Congreso y hecho público en enero de 2002, presenta
un panorama muy diferente. Da por sentado que las fuerzas militares estadounidenses
van a incluir, durante las próximas décadas, un número
de armas nucleares ofensivas estratégicas muy superior a esa cifra entre
1.700 y 2.200. Aunque la cifra de cabezas desplegadas disminuirá a 3.800
en 2007 y a una cantidad entre 1.700 y 2.200 en 2012, tanto las cabezas como
muchas de las plataformas lanzamisiles apartadas se mantendrán en una
reserva "de respuesta", desde la que podrían ser trasladadas
de nuevo a las fuerzas operativas desplegadas.

Los medios de comunicación prestaron escaso interés a la Revisión
de la Posición Nuclear. Pero la importancia que daba a las armas nucleares
ofensivas estratégicas merece un escrutinio detallado por parte de la
opinión pública. Si bien siempre es bienvenida cualquier reducción,
es dudoso que los supervivientes –suponiendo que los hubiera– de
un intercambio de 3.200 cabezas (los números previstos por Estados Unidos
y Rusia para 2012), con un poder destructivo aproximadamente 65.000 veces superior
al de la bomba de Hiroshima, fueran a ser capaces de ver la diferencia entre
los efectos de ese enfrentamiento y el que pudiera provocar el lanzamiento
de las fuerzas estadounidenses y rusas actuales, que ascienden a un total de
12.000 cabezas.

NUEVAS ARMAS
Además de planificar el despliegue de gran cantidad de armas nucleares
estratégicas de aquí a largo plazo, la actual Administración
republicana está proyectando una amplia y costosa serie de programas
para sostener y modernizar la fuerza nuclear existente y comenzar a investigar
sobre novedosas plataformas lanzamisiles, además de nuevas cabezas para
todas ellas. Algunos miembros de la Administración han pedido armas
nucleares capaces de alcanzar refugios subterráneos (como los que empleaba
Sadam Husein en Bagdad). El incremento de fuerzas exigiría la construcción
de renovadas fábricas de materiales fisibles. En los planes está prevista
la incorporación de un escudo nacional contra misiles balísticos
en la nueva tríada de armas ofensivas, con el fin de mejorar nuestra
capacidad de contraatacar a un enemigo y, con ello, usar nuestros "poderes
de proyección de fuerza".

Asimismo, el Gobierno Bush ha anunciado que no tiene intención de pedir
al Congreso que ratifique el Tratado de Prohibición Completa de Pruebas
(TPCP) y, aunque todavía no se ha tomado una decisión, ha ordenado
a los laboratorios nacionales que empiecen a investigar sobre nuevos diseños
de armas nucleares y a preparar los lugares subterráneos de pruebas
en el Estado de Nevada para posibles ensayos en el futuro. Es evidente que
la Casa Blanca considera que las armas nucleares van a formar parte de las
fuerzas militares estadounidenses durante varias décadas, por lo menos.

La participación de buena fe en las negociaciones internacionales sobre
desarme nuclear –incluida la presencia en el TPCP– es una obligación
legal y política para todos los firmantes del Tratado de No Proliferación,
que entró en vigor en 1970 y se prorrogó indefinidamente en 1995.
Es lógico que muchos países consideren que el programa nuclear
de la Administración de George W. Bush y su negativa a ratificar el
TPCP equivalen a una ruptura con el TNP por parte de Estados Unidos. Es como
decir a los países que no disponen de armas atómicas: "Nosotros,
la potencia militar convencional más fuerte del mundo, siempre necesitaremos
armas nucleares, pero vosotros, que os enfrentáis a posibles adversarios
muy bien armados, no estáis autorizados a tener ni una sola arma nuclear".

Si Estados Unidos continúa con su posición actual, con el tiempo,
es casi inevitable que se produzca una proliferación considerable de
armas nucleares. Es muy probable que países como Egipto, Japón,
Arabia Saudí, Siria y Taiwan emprendan sus propios programas y que,
como consecuencia, aumente el peligro de utilización de las armas y
de que éstas y los materiales fisibles caigan en manos de Estados descontrolados
o terroristas. En círculos diplomáticos y entre los servicios
de inteligencia se cree que Osama Bin Laden ha hecho varios intentos de adquirir
armas nucleares o materiales fisibles. Se ha hablado mucho de que Sultan Bashiruddin
Mahmood, antiguo director del complejo nuclear de Pakistán, se ha reunido
varias veces con Osama Bin Laden. Si Al Qaeda obtuviera materiales fisibles,
especialmente uranio enriquecido, su capacidad de fabricar armas nucleares
sería enorme. Están ya muy extendidos los conocimientos necesarios
para construir un dispositivo nuclear sencillo, tipo arma de fuego, como el
que arrojamos sobre Hiroshima. Los expertos están bastante seguros de
que los terroristas podrían construir un dispositivo primitivo de ese
tipo si obtuvieran el uranio que necesitan. De hecho, el verano pasado, en
una reunión de la Academia Nacional de Ciencias estadounidense, el ex
secretario de Defensa William Perry dijo: "Nunca he tenido más
miedo de una detonación nuclear que ahora… Hay más del
50% de probabilidades de que, en la próxima década, se produzca
un ataque nuclear contra objetivos estadounidenses". Y yo comparto sus
temores.

UN MOMENTO DE DECISIÓN
Estamos en un momento crítico de la historia humana; tal vez no tiene
el dramatismo de la crisis de los misiles de Cuba, pero es tan crucial como
aquel instante. Ni la Administración de George W. Bush, el Congreso,
el pueblo estadounidense, ni los ciudadanos de otras naciones han discutido
las ventajas de unas políticas alternativas sobre el uso de armas nucleares
de largo alcance para sus países y para el mundo. No han examinado la
utilidad militar de las armas, el riesgo de uso involuntario o fortuito, los
aspectos morales y legales de emplear o amenazar con utilizar esas armas, ni
las consecuencias de las políticas actuales para la proliferación
nuclear. Son debates que debían haberse celebrado hace mucho tiempo.
Si se llevan a cabo, a mi juicio, llegarán a la misma conclusión
que yo, que es a la que han llegado cada vez más jefes militares, políticos
y expertos civiles en seguridad: debemos avanzar rápidamente hacia la
eliminación total –o casi total– de las armas nucleares.

Muchos sienten una gran tentación de aferrarse a las estrategias de
los últimos 40 años. Pero sería un error grave, que conduciría
a riesgos inaceptables para todos los países.

¿Algo más?
Para descubrir hasta qué punto estuvo el
mundo al borde de la guerra nuclear durante la crisis de los misiles
de Cuba, los lectores pueden consultar unos relatos de primera
mano apasionantes. Resultan especialmente absorbentes el de Robert
F. Kennedy, Trece días:
un recuerdo de la crisis de los misiles cubanos
(Ed.
Plaza y Janés, Barcelona, 1978), que sirvió como
inspiración, entre otros, del estupendo filme del mismo
título dirigido por Roger Donaldson en 2000, y el
de Ernest R. May y Philip D. Zelikow (eds.), The Kennedy
Tapes: Inside the White House During the Cuban Missile Crisis
(Harvard
University Press, Cambridge, 1997). El libro de Scott D. Sagan, The
Limits of Safety: Organizations,Accidents, and Nuclear
Weapons (Princeton
University Press, Princeton, 1993), presenta pruebas descubiertas
recientemente sobre lo cerca que se estuvo de una guerra fortuita
durante la crisis. También aporta datos hasta ahora
desconocidos la biografía J. F. Kennedy.
Una vida inacabada
(Ed.
Península, Madrid, 2004), del especialista y profesor de
historia en la Universidad de Boston Robert Dallek, que realiza
una pormenorizada descripción de aquellas dos semanas de
octubre que paralizaron al mundo.Para entender mejor por qué se nuclearizan algunos países,
véase The Nuclear Tipping Point: Why States
Reconsider Their Nuclear Choices
(Brookings
Institution Press, Washington, 2004), editado por Kurt M. Campbell,
Robert J. Einhorn y Mitchell B. Reiss. Un estudio exhaustivo de
las opciones políticas en materia
de armas nucleares es Universal
Compliance: A Strategy for Nuclear Security
(Carnegie
Endowment for International Peace, Washington, 2005), de George
Perkovich, Jessica T. Mathews, Joseph Cirincione, Rose Gottemoeller
y Jon Wolfsthal. También se puede consultar
la estupenda web de
la Federación de Científicos americanos
(www.fas.org), una base inagotable de datos sobre armamento nuclear.

En el cine, las lecciones extraídas del mandato de Robert
McNamara como secretario de Defensa quedan reflejadas en el documental Rumores
de guerra
,
premiado con un Oscar y dirigido por Errol Morris (Sony Pictures,
2003), que, aunque no ha sido estrenado en las salas españolas,
se encuentra ya en DVD.


Robert McNamara fue secretario de Defensa de EE UU de 1961 a 1968 y presidente
del Banco Mundial de 1968 a 1981.