Un cartel con la foto del rey Salman bin Abdulaziz, Mohammed bin Nayef y Mohammed bin Salman en Riad, Arabia Saudí. (Fayez Nureldine/AFP/Getty Images)
Un cartel con la foto del rey Salman bin Abdulaziz, Mohammed bin Nayef y Mohammed bin Salman en Riad, Arabia Saudí. (Fayez Nureldine/AFP/Getty Images)

¿Está perdiendo Arabia Saudí la permisividad internacional absoluta que goza desde hace años?

Desde su creación, en 1932, Arabia Saudí es, más que un país, la propiedad privada de la familia reinante- los Al Saud-, que controla directamente todas las palancas de poder social, político, económico y militar del reino. La clave fundamental de su poder descansa en dos pilares: la ortodoxia religiosa wahabí -sustentada de manera interesada desde hace más de dos siglos por la connivencia de los sucesores de Mohamed bin Abdul Wahab con el jefe de la familia- y la compra de la paz social -gracias a una ingente riqueza basada en los hidrocarburos, que le permite la provisión de servicios, subsidios y privilegios para los nacionales saudíes-. Combinando ambos elementos, y a pesar de los acusados vaivenes que ha sufrido la región en estas últimas décadas, el régimen saudí ha logrado mantener hasta ahora la estabilidad del reino y el predominio particular de la familia. Sin embargo, variadas señales de alarma hacen pensar que el modelo llega a su fin.

Por una parte, la situación interna evidencia el creciente descontento de una población mayoritariamente joven que ya no se siente atada por un mandato religioso tan conservador como discriminador y que tampoco tiene garantizado un futuro tan seguro como el de las generaciones precedentes. En el terreno social Arabia Saudí aparece como un país en el que de manera sistemática se violan y se niega el ejercicio de los derechos humanos; en especial en lo que se refiere a las mujeres, a la minoría chií y a los centenares de miles de extranjeros explotados a diario. En nada ayuda en este caso la imposición de un dictado religioso en el que no se identifica buena parte de los más de treinta millones de habitantes del reino, conscientes del alto nivel de hipocresía con el que se maneja la clave islámica para mantener bajo control cualquier intento de reforma. Mientras tanto, en torno al 20% de la población se siente objetivamente discriminada por su adscripción a la corriente chií del islam, considerada no solo herética sino ajena a la identidad islámica por parte de la jerarquía wahabí.

En el campo económico, y aunque Riad tiene más capacidad de aguante que ningún productor de hidrocarburos, la persistencia de los bajos precios del petróleo acerca al país a una situación insostenible, con un déficit presupuestario incontrolado. Buena muestra de ello es el lanzamiento de la Visión 2030, un ambicioso plan (al menos en el papel) para transformar a Arabia Saudí en un país no dependiente de los ingresos petrolíferos para esa fecha. El régimen, con un visible protagonismo del príncipe Mohamed bin Salman -vicepríncipe heredero, ministro de Defensa y a la cabeza del Consejo de Asuntos Económicos y de Desarrollo- se ha visto obligado ya a recortar subsidios y a poner en marcha tímidas reformas fiscales, disparando de inmediato el descontento y la protesta ciudadana. Lo que anuncia, además, es la progresiva privatización de algunas empresas (incluyendo la joya de la corona, ARAMCO) y la promoción de inversión privada internacional para modernizar la estructura nacional y adecuarla al reto que suponen los tiempos actuales. A la vez que pretende saudizar el mercado laboral para hacer frente al creciente problema de desempleo, sobre todo, en el sector privado (los saudíes prefieren tradicionalmente integrarse en el sector público, mejor remunerado y con privilegios adicionales).

En el ámbito externo, tampoco parece que la aventura militarista que lidera en Yemen esté dando los frutos soñados, mientras que las tensiones con Washington se acercan peligrosamente a un punto de no retorno. En el primer caso, el empeño del régimen (y el personal de Mohamed bin Salman) por consolidar su liderazgo en el mundo árabe suní y desbaratar la emergencia de Irán como nuevo referente, ha provocado un giro en su política exterior, implicándose, más allá de sus fuerzas, en el escenario sirio y yemení (sin olvidar la acción armada para reprimir las protestas ciudadanas en Bahréin). El resultado cosechado hasta ahora es negativo, con acusaciones reiteradas sobre su desprecio por el derecho internacional humanitario y su falta de eficacia en la dirección de operaciones militares complejas.

Es en ese contexto en el que adquiere relevancia (más simbólica que efectiva) el rifirrafe entre la Casa Blanca y el Congreso sobre la posibilidad de que las víctimas y familiares de los afectados por el 11S puedan emprender acciones legales contra una Arabia Saudí que aparece como un sospechoso habitual a la hora de establecer responsabilidades. El varapalo tanto del Senado -con 97 a 1- como de la Cámara de Representantes -con 348 a 77-, echando abajo el veto presidencial a la ley promovida por congresistas republicanos y demócratas para abrir esa posibilidad (conocida como JASTA, Justice Against Sponsors of Terrorism Act) muestra hasta qué punto está llegando el hartazgo con un aliado que sigue pensando que siempre va a contar con el respaldo estadounidense.

Obama pretendía, por un lado, evitar que salgan a la luz detalles de una relación bilateral en exceso permisiva con uno de los regímenes más autoritarios del planeta, lo que daña obviamente a la propia imagen de EE UU. Por otro, confiaba en bloquear la posibilidad de que la aprobación de una norma como JASTA tuviese repercusiones para la seguridad estadounidense, en la medida en que otros gobiernos podrían aventurarse a aprobar medidas similares que acabasen volviéndose contra uniformados estadounidenses desplegados en el exterior, y acusarles de complicidad con actos de terrorismo. Por su parte, Riad ha pretendido asustar a los legisladores de ambas cámaras, dejando flotar la idea de que podría deshacerse de los cientos de miles de millones de dólares que posee en bonos del Tesoro estadounidense (una amenaza escasamente creíble, dado que materializarla supondría un severo coste para su propia economía).

En todo caso es muy improbable que finalmente la ley salga adelante en su, por otro lado, descafeinada formulación actual. El Gobierno retiene la capacidad para controlar cualquier posible acusación personal contra gobernantes saudíes y significados congresistas ya han mostrado su voluntad de retocarla para evitar los efectos negativos que una norma de ese tipo tendría para los militares y agentes estadounidenses desplegados en el exterior. Lo ocurrido, en el mejor de los casos, debería servir para que tanto el rey Salman como el resto de la corte entiendan que se les acaba el tiempo de la permisividad absoluta…, aunque en poco ayuda a que así sea el hecho de que, tan solo unos días después, el Congreso haya aprobado la venta de armas, por un importe de unos 1.150 millones de dólares (unos 1.000 millones de euros), a su fiel aliado para seguir adelante con la campaña militar que lidera en Yemen.