El país es consciente del descontento de la sociedad, aunque nada indica que el régimen esté a punto de caer.

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El Magreb y Oriente Medio viven un momento histórico. Es inutil intentar comparar las revueltas actuales con la Revolución Francesa de 1789 u otro alzamiento popular contra una dictadura. Y difícil resulta hacer pronósticos sobre el próximo déspota en exiliarse o “morir en su tierra”, como dijeron Hosni Mubarak y Muamar al Gadafi. Pero he aquí un caso especial: Arabia Saudí. El reino de la familia Al Saud, en el poder desde 1932 y fundadora del país, es un férrea dictadura que no piensa abandonar sus palacios de un día para otro, y seguramente ni Occidente le animará a ello. Simplemente porque es el primer productor y exportador de petróleo del planeta. ¿Una guerra civil en el reino árabe? Provocaría una onda expansiva muy desestabilizadora para la economía global.

La monarquía está rodeada y no pasa ni un solo día sin que las autoridades de Riad miren con atención las noticias de la cadena Al Yazira. Tras ver que las revueltas habían llegado a Yemen y a Bahrein, el rey Abdalá, de 86 años y muy debilitado por una reciente operación, regresó a su país para anunciar millonarias donaciones a su pueblo. Una prueba de que el régimen tenía miedo al contagio, sobre todo en el Este del reino, donde se concentra la población chií, analizaron algunos expertos. No les falta razón, pero también demuestra que la oligarquía saudí quiere ante todo dar una imagen de unidad ante la adversidad ―ver caer a los dirigentes de la región es un trauma para los saudíes― y, de nuevo, pretenden arreglarlo todo con dinero. Todos los príncipes fueron la semana pasada a recoger a Abdalá al aeropuerto de Riad con el fin de mostrar la unidad de una familia que en realidad está dividida.

Los súbditos saudíes tienen muchas razones para manifestarse. Y, aunque las concentraciones públicas están prohibidas, los intelectuales del reino que osan criticar el poder llevan años enviando cartas al rey, pidiéndole reformas sociales y políticas. Hace ya 13 años que el Gobierno reconoció que la era del petróleo “había terminado”, en palabras de Abdalá, entonces príncipe heredero, aunque tampoco propuso grandes reformas para aliviar su dependencia económica del oro negro. Y desde entonces, una realidad es cada vez más evidente en las calles de las grandes ciudades del país: más del 65% de la población tiene menos de 25 años; los jóvenes no encuentran trabajo en una sociedad que depende de la mano de obra extranjera y cuyo sistema de educación es poco práctico; el paro alcanza 12%, según las autoridades, entre 25 y 30%, según fuentes independientes. Son cada vez más las personas que, aunque fieles a su ritmo de vida conservador, critican los excesos de la policía religiosa o las interpretaciones rigurosas del islam.

¿Cuál es el problema? Arabia Saudí es un país que nació con la familia Al Saud, con el Corán como única referencia de legalidad; es un Estado donde no existe el derecho de formar una asociación. Los saudíes, aunque educados y urbanos, no tiene cultura política y social alguna. Por supuesto, la sociedad civil intenta organizarse con la publicación en la prensa de temas tabú como la homosexualidad o las drogas, y varios intelectuales exigen desde 2003 una monarquía constitucional. Esto se permite siempre y cuando no se ponga en tela de juicio la institución intocable: la familia real. Los hermanos que gestionan el reino árabe se aferrarán al poder y responden a cada oportunidad de apertura con represión; incluso las elecciones de 2005 fueron algo controlado y casi cosmético.

La sociedad saudí es conservadora e islámica. Esto no puede olvidarse, aunque el momento clave para que el sistema dé un vuelco se producirá cuando la relación entre el régimen y la sociedad cambie. Si la familia Al Saud quiere seguir en el poder, debe entender que distribuir dinero no es suficiente. Los saudíes lo cogerán, pero podrían cansarse de ello. El reino no es un país tan unificado y es posible imaginarse conflictos locales en algunas zonas (el sur, el este chií), algo que el Gobierno impediría utilizando la fuerza. Y conseguiría incluso el respaldo de Occidente. ¿Por qué? Porque Arabia Saudí puede jactarse de haber resistido a las amenazas internas y externas: después del 11-S, eran muchos los analistas que anunciaban una intervención militar de Estados Unidos para dividir el país en varias partes y hacerse con los pozos de petróleo. Pero este tipo de proyecciones no se produjeron y el caos de Irak demuestra que hasta la Casa Blanca puede equivocarse y se lo pensará dos veces antes de lanzarse en otra guerra.

Arabia Saudí, gran aliado militar de Estados Unidos, es un maestro de la ceremonia. Lo acaba de demostrar con la crisis en Libia, anunciando a los Gobiernos occidentales que abrirá el grifo de petróleo si hace falta. El país tiene el 20% de las reservas mundiales de un líquido del que nadie puede prescindir. A nivel interno, los príncipes saudíes están mucho más preocupados por la sucesión tras la muerte del rey Abdalá que por los supuestos movimientos a favor de la democracia capaces de alzarse contra el régimen. Arabia Saudí sólo podrá cambiar con una revolución política y religiosa interna y esto puede necesitar tiempo.

 

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