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Una mujer trabaja en la War Room de Facebook en California, una unidad creada para luchar contra la desinformación en la red social. (Noah Berger/AFP/Getty Images)

Este libro analiza como Facebook, Twitter o YouTube no son solo plataformas de entretenimiento o distracción, también pueden utilizarse como herramientas cargadas de odio y mentiras destinados a influir sobre un público que no distingue entre la realidad y las fantasías nocivas.

LikeWar

E. T. Brooking y P. W. Singer

Recorded Books, 2018

Las redes sociales se están convirtiendo en un instrumento más de la maquinaria de guerra de los estados y los grupos terroristas. La sangre y mentiras derramadas trascienden el ciberespacio y llegan una y otra vez al río de la realidad.

LikeWar, el libro que acaban de publicar los analistas P.W. Singer y Emerson T. Brooking, es revelador, porque explica con casos concretos la manera en la que Facebook o Twitter sirven para lanzar campañas de desinformación masiva, ocupar un territorio mientras se atraen nuevos militantes a la causa, espolear la violencia y crear un estado de opinión apoyado en falsedades y propaganda. El mundo virtual deja atrás los ‘me gusta’ y la emergencia de nuevas comunidades diversas para dar paso a los ‘te odio’ y los grupúsculos sectarios y radicalizados.

Merece la pena señalar desde el inicio el contexto de este libro para no caer en alarmismos. El péndulo de la euforia de Internet, que era injustificable con los datos en la mano, ha virado en la dirección del pesimismo tecnológico. Los héroes de ayer -Mark Zuckerberg, Steve Jobs o Elon Musk- se han convertido por distintos motivos en los deplorables villanos de hoy. Zuckerberg se ha enfrentado a investigaciones parlamentarias y regulatorias, Jobs se ha transformado en un padre maltratador en las memorias publicadas este año por su hija y, por fin, Elon Musk se echó hasta a llorar en las entrevistas poco antes de que los reguladores y algunos de los inversores le forzaran a abandonar la presidencia de Tesla.

Pero que el pesimismo tecnológico sea una moda no significa que todas sus manifestaciones carezcan de base. Un ejemplo de ello, nuevamente, es la forma en la que las redes sociales se están erigiendo en las armas de una guerra de guerrillas a veces (las peores) invisible y otras veces impúdica y descarada. Quizás no sean las casi bombas nucleares que describen Singer y Brooking en su libro y no supongan un antes y un después definitivos en la historia bélica, pero desde luego hablamos de un fenómeno gravísimo que conviene estudiar con cuidado. Menospreciar su poder corrosivo es tan esperpéntico como preguntar, tal y como hizo Stalin al ministro de Asuntos Exteriores francés, Pierre Laval, en 1935: ¿cuántas divisiones (del Ejército) tiene el Papa? El poder blando de la propaganda puede ser mucho más eficaz que un misil.

Las redes sociales están magníficamente equipadas para convertirse en armas. Aprovechan como nadie las debilidades psicológicas que nos animan a configurar, consciente o inconscientemente, una burbuja donde filtramos la parte de la realidad que nos complace. Facebook y Twitter no son medios de comunicación sino empresas dedicadas a masajear intelectualmente al cliente: sus contenidos o le dan la razón directamente o a veces le muestran las versiones más absurdas y extremas -monstruosas en realidad- de las opiniones e intereses contrarios a los suyos.

Explotar la debilidad

En paralelo, estas plataformas explotan o agravan lo que se ha dado en llamar homofilia, el sesgo de confirmación, la pasión por la mentira novedosa y chocante, el inflamable combustible de la ira y la espiral del silencio. La homofilia consiste en la tendencia a creer aquello que nos cuenta alguien que consideramos querido, simpático o auténtico sólo porque tiene una mínima pátina de verosimilitud. Lo que no nos tragaríamos de un político lo hacemos de un amigo que nos reenvía el vídeo de un periodista rocambolesco que denuncia una trama conspiranoica. El sesgo de confirmación, bien documentado por los psicólogos de campo, consiste en la búsqueda y la selección de los aspectos de la realidad (y en ocasiones, también de la fantasía) que encajan -oh, sorpresa- con nuestros prejuicios.

La pasión por la mentira novedosa y chocante suele ir de la mano de la homofilia y el sesgo de confirmación, que no es otra cosa que el placer inconfesable de tener siempre razón. Como recogen los autores de LikeWar, un estudio del MIT de 126.000 cascadas de rumores sin verificar muestra con claridad que las historias falsas se difunden seis veces más rápido. Seguramente, esas mentiras venían ‘compartidas’ o ‘recomendadas’ por contactos que merecían simpatía y confianza. También parece probable que coincidieran con los prejuicios extravagantes de muchos usuarios, que les sorprendiera hasta a ellos verlos confirmados de una forma tan evidente y que asumieron con alegría que el mundo tenía derecho a saber y alabar su preclaridad. El derecho a la información se confunde así con el derecho al narcisismo.

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Unos estudiantes de la Universidad Kardan de Kabul, miran en Facebook el meme ‘Be Like Bill’ que se hizo viral. (WAKIL KOHSAR/AFP/Getty Images)

La ira es un combustible muy inflamable porque se agazapa detrás de muchas patrañas virales y se ha coronado como la emoción que con más fuerza propulsa la difusión de los contenidos en Internet. No sólo eso: la furia es adictiva y contagiosa -especialmente cuando se transmite entre personas unidas por el afecto y la confianza- y multiplica la presencia de comentarios negativos en las redes sociales. Resultará difícil que aquí las buenas noticias no acaben siendo menos verosímiles que las malas y que una información falsa que espolee la indignación general no convenza a millones de usuarios que jamás se la habrían creído en otras circunstancias. La ira convierte el sesgo de la confirmación en una cuestión de orgullo.

La espiral del silencio, por su parte, les lleva a millones de personas a evitar expresar un pensamiento contrario al que parece el sentir abrumador de la sociedad. Una de sus principales motivaciones ha pasado siempre por la necesidad de caer bien, pero en el mundo de las redes sociales, los millones de bots que fabrican falsos consensos y unos trolls anónimos que no se detienen en su denuncia del discrepante ni ante la humillación ni ante el discurso del odio, la espiral del silencio, alimentada por el pánico a la agresión y el rechazo, se vuelve más poderosa.

Es importante detenerse un momento aquí para tomar aliento. La espiral del silencio se ha asociado tradicionalmente a la televisión, la principal fuente de información para la mayoría de la sociedad. Lo que no salía en la televisión, se decía jocosamente, no había ocurrido. Ahora se puede afirmar cada vez más eso mismo pero de los contenidos virales, sean ciertos o falsos. Una mentira ubicua en Internet y avalada por los ‘me gusta’ de muchas amistades resulta peligrosamente convincente y lo que no aparece en las redes sociales es, para los menores de 30 años, casi como si no hubiera sucedido. Facebook y Twitter forman parte de la dieta informativa de una parte enorme y creciente de la población: su capacidad de influir no es la de la televisión pero se acerca.

Así no es extraño que los Estados y los grupos violentos estén utilizando las redes sociales como armas para lanzar ofensivas de desinformación masiva a través de tres importantes vehículos: los contenidos virales de medios de comunicación “políticamente incorrectos”, la alimentación de campañas de trivialización y el acoso y difamación de las fuentes veraces. El objetivo no es otro que sembrar dudas sobre los hechos y forzar a la audiencia a desconfiar de ellos y a relegarlos a la estantería de “una de las muchas versiones que existen sobre lo ocurrido”. Nada es verdad ni mentira. No hay que ser tan radicales. Nadie tiene toda la razón.

Efectivamente, los contenidos virales de medios como Russia Today que difunden rumores, falsedades o supuestas conspiraciones que restan credibilidad a las noticias que les resultan incómodas o justifican agresiones como la anexión de Crimea. Mientras tanto, se incentivan y nutren las campañas planificadas o no de humor y memes que trivializan la gravedad de determinados acontecimientos. Ese humor y esos memes -como Pepe the frog en las manos de supremacistas blancos o neonazis– pueden utilizarse perfectamente para difundir ideas xenófobas, noticias falsas e invitaciones a la violencia.

Finalmente, se ha convertido en algo común animar el acoso, la difamación y, si es posible, el silenciamiento de medios y periodistas que publican contenidos que ponen en evidencia las mentiras. Antes sólo existían fact-checkers que desmentían bulos; ahora la novedad es que han surgido unas plataformas que se hacen pasar por ‘fact-checkers pero que se dedican a denunciar la verdad como si fuese falsa. También se crean webs de medios de comunicación inventados para la ocasión para poner en evidencia las coberturas de medios establecidos.

No es tan burdo

Es interesante tener en cuenta que las campañas de desinformación a veces son más sutiles. En China, por ejemplo, se rastrean y eliminan las menciones de los hechos que contradigan la versión oficial. Irónicamente, si un hecho gravísimo y contrastado no aparece en espacios que el público considera fiables (como los contenidos que comparten sus amigos en las redes sociales)… entonces da la sensación de que son un rumor alimentado por una minoría de paranoicos. Es, literalmente, el mundo al revés.

Hay que decir, también, que las campañas de desinformación a veces no se limitan a sembrar dudas sino que proponen una narrativa alternativa a los hechos oficiales que puede ser muy sofisticada (como cuando los servicios de inteligencia rusos contratan actores y los presentan como expertos que avalan una teoría conspiranoica) o más convencional (como cuando algunos jóvenes macedonios decidieron inventarse noticias virales como el apoyo del Papa Francisco a Donald Trump).

De todos modos la desinformación es sólo un aspecto de esta nueva guerra. Daesh, con un uso depurado de los contenidos virales, de producciones casi cinematográficas de torturas y ejecuciones de adversarios y de mensajes populistas, indignados y apocalípticos ha conseguido ocupar un territorio virtual más amplio que el físico, convencer a sus enemigos próximos de que su poder era mucho mayor del que tenía en realidad y asociar a su marca una serie de siniestros intangibles que la han transformado en un polo de atracción de asesinos y suicidas.

La utilización perversa de las redes sociales ya se ha cobrado sus primeros muertos no sólo en la ofensiva de Daesh, sino también en la anexión de Crimea o en la filtración de una noticia falsa en 2016 que provocó escaramuzas entre dos guerrillas sudanesas que se saldaron con más de 300 fallecidos. La verdad, esencial para el debate público en democracia, ya no es la única gran víctima de lo que hacen los grupos violentos o algunos Estados en Facebook, Twitter o YouTube. Ha llegado el momento de dejar de considerarlas meramente como unas plataformas de entretenimiento o distracción. También pueden ser armas cargadas de odio y mentiras para unos sujetos de gatillo fácil y un público pésimamente equipado para protegerse y distinguir la realidad de las fantasías nocivas para la convivencia.