¿Ataques nucleares ‘limpios’?
- Science & Global Security,
vol. 12, nº 1, invierno 2004,
Princeton (EE UU)
En la guerra del Golfo de 1991, mientras las bombas inteligentes estadounidenses
escogían objetivos iraquíes, los potenciales adversarios de Estados
Unidos aprendieron una importante lección: para proteger activos militares
valiosos, como centros de mando o arsenales de armas químicas y biológicas,
la mejor apuesta podría ser enterrarlos a gran profundidad en búnkeres
fortificados o bajo una montaña de granito.
En los años posteriores a la Operación Tormenta del Desierto,
los estrategas militares estadounidenses analizaron cuál sería
la mejor forma de destruir esos objetivos duros que entrañaban una dificultad
supuestamente añadida: si Estados Unidos bombardeaba los arsenales de
armas, el ataque podía dispersar los agentes químicos y bacteriológicos
almacenados y causar una destrucción generalizada.
Entre otras soluciones, se propusieron pequeñas bombas nucleares que
penetran bajo tierra antes de estallar y destruyen los objetivos endurecidos,
al tiempo que mitigan los daños colaterales de los escapes radiactivos.
Dado el calor y la radiación que producen, algunos de sus defensores
sostienen que estas bombas subterráneas podrían neutralizar los
agentes químicos o biológicos y reducir aún más
los daños.
Aunque llevamos años oyendo hablar sobre las cabezas nucleares destructoras
de búnkeres, la Administración estadounidense no apoyó
explícitamente su fabricación hasta 2002, con la publicación
del informe Nuclear Posture Review (NPR). No sorprende que tal decisión
no gustara a los defensores del control armamentístico.