Durante tres décadas, David Ignatius ha entrevistado a todos los implicados en el conflicto de Oriente Medio. En el Foro de Davos intentó moderar un debate sobre la guerra de Gaza con algunos de sus irreconciliables protagonistas. La conclusión: el término medio no sólo es insostenible, ha dejado de existir.  

 

Aún conservo los carnés de prensa de cuando, hace casi tres décadas, trabajaba en Oriente Medio: uno expedido por el ala izquierda de la milicia drusa de Líbano; otro del ala derecha de la milicia cristiana libanesa, conocida como la Falange; éste, de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP); aquél, del Gobierno de Israel. Lo único que tienen en común es que llevan mi foto.

BEIRUT, 1982  

Estas credenciales me recuerdan aquella época en la que podías estar en medio del conflicto y creer que lo estabas cubriendo de forma imparcial. Y cuando digo en medio, es casi literalmente. En los 80, podías entrevistar a la OLP en el oeste de Beirut por la mañana, escabullirte de los francotiradores de la zona verde al mediodía y reunirte con los falangistas respaldados por el Gobierno israelí por la tarde al este de la ciudad, mientras ambos bandos se disparaban mutuamente.

Hace poco me hubiera gustado tener uno de esos pases de prensa que llevaban implícito el mensaje: “No dispare; ¡soy periodista!”. Acababa de moderar un acalorado debate sobre Gaza en el Foro Económico Mundial de Davos, en Suiza. La sesión se convirtió en un incidente internacional de segundo orden cuando le dije al primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, que, como habíamos agotado el tiempo disponible, no podía ejercer otra ronda de réplica al presidente de Israel, Simón Peres. Erdogan se levantó y abandonó la sala. En los días siguientes recibí muchos mensajes de indignación, en los que se me acusaba de haber censurado al mandatario turco y de posicionarme a favor de los israelíes.

Para mí, que me he pasado buena parte de mi carrera profesional intentando ser imparcial en el conflicto de Oriente Medio, fue una experiencia muy desagradable. Podría dar varias explicaciones: que llevábamos un retraso de 15 minutos; que todos los oradores, y en especial Peres, habían superado su tiempo, y que los organizadores me habían avisado de que debíamos acabar.

Pero ésa no es la cuestión. En Davos, me sentí en mitad de un combate en el que ya no existe un punto medio. Mi esfuerzo por moderar –dejar a cada parte exponer sus puntos de vista y luego hallar una mínima base en común– me estalló en la cara.

 

EL DIFÍCIL PAPEL MODERADOR DE ESTADOS UNIDOS

Gaza es simplemente uno de esos problemas en los que no existe un término medio. Tanto israelíes como palestinos están convencidos no sólo de que les avala la razón, sino de que la otra parte está moralmente corrupta. Cuando en Davos se abordaron los ataques de mortero de Hamás contra la población israelí, Peres, normalmente apacible, se puso a gritar, furioso como nunca antes le había visto. Erdogan, por su parte, estaba rojo de indignación, y se enfadó porque no le dejé el tiempo suficiente para expresar todo lo que él quería decir.

Cuando veo el papel que Estados Unidos desempeña hoy en Oriente Medio, siento que el país se encuentra en una situación parecida a la mía: intentando ejercer de moderador en una agria disputa, esforzándose en buscar un término medio donde no lo hay. Washington se proclama imparcial, pero la percepción generalizada es que está del lado de los israelíes. Aunque Estados Unidos quiera posicionarse fuera del conflicto, en la región se considera que forma parte de él. Durante el Gobierno de Bush, se le veía como un país combatiente, no como un mediador; es difícil ser neutral con dos ejércitos sobre el terreno. Entonces, ¿qué debería hacer Estados Unidos con Oriente Medio?

Con Barack Obama tienen a un nuevo presidente que dice querer dialogar con todos, tanto con los enemigos de Estados Unidos como con sus amigos. Pero, ¿qué significa esto en la práctica? El daño ocasionado en la época de Bush, ¿es irreversible, o existe otra alternativa?

Sé lo que implica hablar con nuestros enemigos, porque llevo años haciéndolo. No mis enemigos, perdonen ustedes (los periodistas, en teoría, no los tenemos), sino los de mi país. He estado con la OLP en Beirut cuando a los diplomáticos estadounidenses se les tenía prohibido contactar con ellos. He visitado a dirigentes libios en Trípoli mientras Estados Unidos bombardeaba a su líder, Muammar el Gaddafi. He entrevistado dos veces a Hassan Nasralá, el cabecilla de Hezbolá, y otras dos al presidente de Siria, Bachar al Assad, la última en diciembre. Y en 2006 viajé a Irán.

La lista de enemigos está integrada, más o menos, por los mismos Estados y grupos radicales con los que Estados Unidos tiene que dialogar hoy para estabilizar Oriente Medio. Y aunque puede que el mantra de Washington sea no pactar nunca con  terroristas, lo cierto es que, siempre que ha sido necesario o útil, lo ha hecho. Por ejemplo, al mismo tiempo que Esta – dos Unidos rechazaba oficialmente negociar con el grupo terrorista de la OLP, la CIA reclutaba como agente al jefe del servicio de inteligencia de Yasir Arafat, con el consentimiento del propio Arafat.

Recuerdo las inevitables anécdotas de estos encuentros: Arafat repitiendo, en sus arengas de madrugada en Beirut, que los palestinos no eran “los piel roja”; la mirada enloquecida de Gaddafi, justo antes de negarse a conceder la prometida entrevista y esfumarse; la animada expresión de Nasralá cuando hablaba de la cruda misión de Hezbolá; la advertencia casi lastimera de Assad en 2003 sobre el desastre que iba a traer la invasión de Estados Unidos en Irak; el repentino cambio de actitud de un iraní intransigente que cuando se enteró de que era escritor me regaló un libro de poesía persa.

A lo largo de estos años siempre me sentí bienvenido por ser estadounidense. Pero ahora los líderes de Oriente Medio ya no parecen necesitar tanto a Washington. Con Arafat y Gaddafi había un anhelo palpable por estar en contacto con Estados Unidos y su corte de periodistas. Esto ha cambiado con Nasralá, Assad y los iraníes. Ahora quieren que sea Washington el que se acerque a ellos.

Un tema recurrente en estos 29 años ha sido la “dignidad” –en árabe, karama–. Y eso es exactamente lo que Israel y Estados Unidos han ofendido, aunque ambos crean que han actuado con justicia y generosidad. La población de Oriente Medio desea escribir su propia historia; no está dispuesta a someterse a la presión exterior. Prefieren a sus gobernantes incompetentes en vez de a los buenos líderes que Washington les impone.

La gente de Oriente Medio quiere dignidad, y moriría antes de perderla. No es algo que un mediador pueda solucionar. El orgullo de un hombre es tan importante como la autoestima de una nación. Es un concepto extraño para los estadounidenses, que tienen suficiente riqueza y confianza como para no preocuparse por las apariencias. Pero está en el corazón del conflicto de Oriente Medio.

 

LA ENCRUCIJADA PALESTINA

Pongamos como ejemplo a los palestinos. Desde 1967, la diplomacia estadounidense se ha basado en negociar con palestinos simpáticos que, como condición previa, reconocieran el derecho de Israel a existir. Durante muchos años, el compañero de baile de Washington fue el rey Hussein de Jordania. Pero ni siquiera él encontró la forma de eludir al no tan simpático Arafat.

Arafat fue suavizando su retórica poco a poco, hasta reconocer a Israel, y en 1993 firmó los acuerdos de Oslo, de los que surgió la Autoridad Palestina. Este experimento resultó decepcionante. Arafat, preocupado por los palestinos más extremistas, nunca abordó la creación definitiva de un Estado palestino. ¿Por qué? Por increíble que parezca, creo que temía perder su dignidad (y su vida) si aceptaba un pacto que sus críticos tacharían de traición.

Hoy, el palestino simpático es el presidente Mahmud Abbas. Pero en casa le consideran ineficaz, porque ha sido incapaz de lograr la paz y la independencia; no ha podido frenar los asentamientos israelíes en Cisjordania ni las incursiones en Gaza. Y su Estado no satisface las demandas mínimas de los palestinos. Por eso se ha producido un trasvase de poder hacia los radicales de Hamás.

Es difícil entender el apoyo palestino a Hamás, hasta que visitas Gaza. Es realmente uno de los lugares más miserables de la Tierra, un territorio diminuto densamente poblado y abarrotado de personas que se alimentan de victimismo y de rabia. Los palestinos se aferran al  único premio que poseen: la dignidad que procede de la resistencia, cada vez más personificada en Hamás. Los israelíes han fracasado en su afán por romper esta unión. La cabezonería es el arma que utilizan los oprimidos contra sus impacientes adversarios.

Fui testigo de esta cultura de resistencia feroz en 1982, mientras viví una semana en Halhul, un pueblo de Cisjordania. En esa época, las insignias de Arafat y de la OLP estaban prohibidas. Pero eran omnipresentes: una anciana me enseñó una bandera de la OLP camuflada en una caja de pañuelos y un hombre me descubrió un mapa de Pa lestina de la OLP (sin Israel) escondido tras una foto.

Halhul era un pueblo agrícola y sus habitantes estaban orgullosos de sus uvas (“las mejores del mundo”, me decían). Volví en 2003 a visitar al hombre que me había acogido en su casa 20 años atrás. Le hizo mucha ilusión verme, pero cuando le pregunté por sus uvas se entristeció. Los israelíes habían construido una carretera para los colonos que viajaban a diario a Jerusalén, bloqueando el acceso a los viñedos; no podía regarlos ni ocuparse de ellos y estaban creciendo sin control, mientras los colonos pasaban con sus coches. Era una humillación diaria.

Es a personas como ésta a las que Estados Unidos tiene que integrar en el proceso de paz –no a los palestinos simpáticos, sino a los furiosos, a los que tienen ganas de venganza–. Y aunque suene desagradable, esto significa dialogar con Hamás.

 

DIVIDIR PARA NEGOCIAR

El hombre de Davos: el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, abandona el debate sobre Gaza que mantenía con el presidente israelí, Simón Peres (en el centro), y que moderaba David Ignatius (a la izquierda).

La estrategia pasaría por dividir al partido de Hamás y atraer hacia las negociaciones a la facción más flexible y pragmática. La forma más rápida de conseguirlo sería empezar a contactar en secreto con aquellos que están más dispuestos a apoyar la formación de dos Estados, Israel y Palestina. En medios árabes se dice que el líder de Hamás Jaled Mashaal se ha mostrado en privado partidario de esta opción. Si Mashaal y los suyos aceptaran negociar, los hiperextremistas del partido lo calificarían de traición. Eso es lo que ocurrió en 1974 cuando Arafat formalizó sus relaciones secretas con la CIA: las facciones más radicales de la OLP se escindieron de la organización Fatah.

Por eso, si Washington consiguiera dar con dirigentes de Hamás dispuestos a dialogar, sin duda debería hacerlo. Puede que este proceso legitime a Hamás como fuerza política, pero también la deslegitimará como organización terrorista. A los israelíes no les gustará: tampoco les agradó cuando Arafat pactó con Estados Unidos. Pero al menos se creará un nuevo marco diplomático.

Otro adversario con el que Estados Unidos tendrá que negociar es Siria, y la Administración de Obama ya ha dado los primeros pasos. Pero es una labor complicada, porque el régimen sirio puede ser muy duro, incluso para los estándares de Oriente Medio. Me di cuenta de ello en 1982: el Ejército sirio acababa de atacar a la comunidad musulmana de Hama, y la única forma de llegar allí era cogiendo la línea de autobús regular Damasco-Alepo. Nunca olvidaré los gritos de desesperación de los pasajeros sirios. Los tanques habían disparado a quemarropa contra las casas en las que se escondían los miembros de la Hermandad Musulmana. Barrios enteros habían quedado devastados. Era como ver fotografías de los escombros de Berlín en 1945. Ése era el mensaje de Assad; haremos lo que sea, cualquier cosa, para sobrevivir.

La misma dureza preside el actual régimen. Muchos libaneses piensan que Siria utiliza el asesinato como arma política para controlar Líbano. Entre las presuntas víctimas se encuentran Bachir Gemayel, el presidente René Mouawad y el primer ministro Rafik Hariri. Varios periodistas han sido también objetivo de sus ataques, entre ellos Samir Kassir y Gebran Tueni.

Cuando entrevisté por primera vez al presidente Bachar al Assad, en enero de 2003, aún era un líder neófito que intentaba ocupar el lugar de su padre. Assad comenzó a hablar en un inglés fluido, aprendido mientras estudiaba Medicina en Londres. Reflexionó sobre la necesidad de modernizar Siria, abrir su economía y convertir al país en una potencia mediterránea. Después, durante la entrevista propiamente dicha, cambió al árabe, y el médico relajado se convirtió en una persona más prudente. No dijo nada que su intransigente padre no hubiera aprobado.

El pasado mes de diciembre me reuní de nuevo con Assad. Habló en inglés durante toda la entrevista, y se le notaba confiado. Instó a Obama a buscar una vía de negociación con Siria, así como con Palestina y Líbano. Esta buena disposición podría abrir un camino hacia negociaciones indirectas entre Israel y Hezbolá (que forma parte del Gobierno libanés).

¿Romperá Assad su alianza estratégica con Irán, como solicita Israel? Probablemente no, al menos no abiertamente. Pero incluso un “quizás” puede dar lugar a nuevas opciones. La propia negociación con Israel y Estados Unidos supondría para Siria alejarse de Irán. Washington podría retomar su papel de mediador entre Siria e Israel. Pero primero tendrá que producirse algún cambio: el compromiso de Estados Unidos con Siria, en el que ambos busquen dónde convergen sus intereses. En esa negociación, Estados Unidos acercaría Siria a Occidente.

La política de supervivencia ha hecho del
régimen sirio un severo adversario, pero eso
también lo convierte en un potencial aliado

Mientras estuve con Assad en diciembre, le comenté que cuando veía fotografías de él y su esposa visitando París no podía imaginarme que su régimen estuviera destinado a aliarse con los lúgubres clérigos de Irán. Él me respondió que esa alianza era producto de la posición estratégica de Siria, lo que implicaba que si la situación cambiase (es decir, si el país dejara de estar amenazado por Israel) podía ser que sus alianzas también se modificaran. La política de supervivencia ha hecho del régimen de Assad un severo adversario, pero esa dureza también lo convierte en un aliado potencialmente serio. Un Gobierno que es capaz de demoler una de las ciudades más grandes de su país para frenar a la Hermandad Musulmana sabe que, al final, tiene que encontrar aliados contra Al Qaeda. Por eso Siria está ahora interesada en negociar.

Entrevistar a Hasán Nasralá es entrar en el universo paralelo que ha creado Hezbolá en Líbano. Desde las oficinas generales situadas al sur de Beirut, a unos 15 minutos en coche de la ciudad, la milicia chií ha construido un mini-Estado: con su Ejército, su servicio de inteligencia, su red de telefonía, su Ministerio de Sanidad y Asuntos Sociales, su canal de televisión, un Ministerio de Exteriores y un largo etcétera. Mientras Hezbolá mantenga esta estructura, seguirá siendo una fuerza desestabilizadora.

Hezbolá es una de las consecuencias no previstas de la invasión de Israel a Líbano en 1982. Tel Aviv destruyó al poder palestino del sur del país, pero a la vez abrió la puerta a chiíes pobres que habían estado bajo el yugo de la OLP. Teherán envió a los mejores cuadros de su Ejército a Líbano para adiestrar a los militantes chiíes en lo que se convirtió en la actual Hezbolá, que ha demostrado ser un enemigo implacable. Igual que otras fuerzas en ascenso de la región, Hezbolá daba respuesta al anhelo árabe de conservar la dignidad desafiando a Israel.

Con Nasralá, esta respuesta ha tomado forma. Es una de las figuras árabes más carismáticas, con una inteligencia desgarradora y una estricta tendencia antiisraelí. Durante nuestra primera entrevista, en octubre de 2003, le pregunté si los militantes detendrían alguna vez sus ataques contra Israel. “No puedo imaginarme una situación, teniendo en cuenta el proyecto israelí y la naturaleza de los líderes de Israel, en la que los palestinos accedan a dejar las armas a un lado”, contestó.

A juzgar por tal inflexible declaración, podría pensarse que lo único que negociaría Nasralá con  Israel sería su rendición. Sin embargo, esa misma semana comenzó a pactar indirectamente con Tel Aviv las condiciones de intercambio de presos. Lo que recuerda que del dicho al hecho hay un trecho.

En la actualidad, el movimiento de Nasralá tiene dos objetivos: reclama un papel relevante en el Gobierno de Líbano, pero al mismo tiempo insiste en mantener su estatus de resistencia separatista. Predica la guerra contra Israel, pero tras la lucha de verano de 2006, Nasralá se ha cuidado de no volver a provocar otro ataque. Cuando le entrevisté de nuevo, en febrero de 2006, le pregunté si creía que Oriente Medio podía dar un cambio tan radical como para que Hezbolá desapareciera de las listas de organizaciones terroristas de Washington. Contestó: “El mundo entero cambiará. Es ley de vida”. ¿Qué quiso decir? No tengo ni idea, pero no creo que Hezbolá fuera aún más temible si, como parte del Gobierno libanés, entrara a formar parte de un proceso de negociación con Estados Unidos o Israel.

El Ejército de Israel pronto entrará en Beirut Oeste. Proteja a su familia y protéjase a sí mismo. Ponga su vida a salvo. -Panfleto repartido en Beirut en junio de 1982

Lo que resulta inquietante de la actual situación de Líbano no es sólo la evolución incierta de Hezbolá, sino la tenue influencia de Estados Unidos en lo que una vez fue uno de los países del mundo árabe más a su favor. La inscripción bíblica en la entrada de la Universidad Americana de Beirut –“Que puedan tener vida y tenerla en abundancia”– resume la generosa imagen que ostentaba. Ahora, muchos libaneses consideran a Washington parte del problema. Cuando visité Beirut en diciembre pasado, escribí que el país había entrado en una época posamericana. Estados Unidos se ha debilitado diplomáticamente y no ha sido capaz de romper la paralización política durante las elecciones presidenciales de Líbano; la pequeña Qatar asumió el papel de mediadora.

También está Irán, duro de pelar. Aún con el Ejército estadounidense en sus fronteras con Irak y Afganistán, ha desafiado a Washington con éxito. A través de Hamás y de Hezbolá ha proyectado su influencia en el Mediterráneo. No soy capaz de imaginar una seguridad estable en Oriente Medio sin tener en cuenta a Irán.

Un turista occidental se imagina a Irán como la versión musulmana de Corea del Norte –controlada, organizada–. Pero es un lugar mucho más abierto y complicado. Me reuní con varios editores de periódicos que me ofrecieron diferentes puntos de vista sobre el presidente Mahmud Ahmadineyad. Visité a un disidente ayatolá en Qom que me aseguró que el régimen actual estaba difamando el legado de ayatolá Jomeini. Paseando por el bazar, me encontré todo tipo de opiniones políticas.

En las famosas oraciones del viernes en la Universidad de Teherán, los fieles aún gritaban “muerte a Estados Unidos”. Pero cuando pregunté a un joven qué debería hacer un estadounidense ante ese griterío, se avergonzó. “No quieren matar a los estadounidenses”, me dijo, “simplemente no les gusta la política de Estados Unidos”.

Entonces, ¿por qué los líderes iraníes adoptan una posición antiisraelí y antiestadounidense? Una posible respuesta es que sueltan esas maldades porque la gente les hace caso. Puede que su programa nuclear siga la misma lógica: se lo toman tan en serio porque el resto del mundo también le da importancia.

Como todo Oriente Medio, los iraníes anhelan el respeto. Y, con motivo, piensan que Estados Unidos ha suprimido sus ambiciones nacionales. Lo que sin duda les irrita. Y aún así todo iraní tiene un familiar o un conocido que ha alcanzado el éxito en Estados Unidos. Son graciosos, encantadores, hipócritas y arrogantes. Justo como los estadounidenses, pensarán ustedes. Lo que buscan –respeto, confianza en sí mismos, algo que ya han conseguido– otros no pueden dárselo.

Durante 30 años, los intentos por hallar una base común entre Estados Unidos e Irán han sido en vano. Washington debería superar esa división. Puede que Teherán no esté preparada para ello, dado el rechazo de los dirigentes iraníes a relacionarse con Estados Unidos. Pero incluso esa oposición tendría un efecto clarificador.

 

HORA DE INTENTAR ALGO DISTINTO

Yo estaba en Líbano en 1982 cuando Israel llegó a las puertas de Beirut Oeste. Aún conservo uno de esos panfletos rosas repartidos por toda la ciudad en la primera semana de guerra del mes de junio. “El Ejército de Israel pronto entrará en Beirut Oeste. Proteja a su familia y protéjase a sí mismo. Ponga su vida a salvo”.

Pero, para consternación del general israelí Ariel Sharon, los palestinos se mantuvieron firmes ante los ataques. A mediados del verano, los israelíes estaban abrumados. Para invadir la ciudad tendrían que destruirla en televisión, una estrategia poco viable en una guerra moderna. Cuando Israel se retiró finalmente de Líbano, en 2000, muchos israelíes reconocieron que la invasión había sido un error.

A veces se habla de la lucha contra el terrorismo musulmán que comenzó tras el 11 de septiembre de 2001 como la “larga guerra”. Washington está sin lugar a dudas en guerra contra Al Qaeda y otros movimientos que tienen como objetivo destruir a Estados Unidos. Pero ese conflicto no lo aboca a una guerra general contra los musulmanes. Irán también se opone a Al Qaeda, y también Siria y Hezbolá. En cualquier lugar en el que Al Qaeda ha operado, se ha cobrado nuevos enemigos. Esta guerra se puede ganar, especialmente si Estados Unidos es capaz de esclarecer las otras corrientes.

Incluso el habitante más desdichado y pobre
de Gaza sacrificaría su casa, su seguridad y
su vida antes de renunciar a su dignidad

Los líderes estadounidenses tienen que dejar de pensar que pueden transformar a Oriente Medio y a su cultura con un ejército. George W. Bush lo intentó, igual que hizo Sharon en 1982 cuando invadió la fortaleza de la OLP en Beirut. Pero no hay transformación posible para Oriente Medio.

Todo lo que sé de la región me indica que el poder militar no conseguirá cambiar a los adversarios de Estados Unidos. Israel ha intentado llevar a cabo esa estrategia contra los radicales palestinos durante décadas, sin mucho éxito. Parece ser que incluso el habitante más desdichado y pobre de Gaza sacrificaría su casa, su trabajo, su seguridad, su vida, antes de renunciar a su dignidad.

Es hora de intentar algo diferente, y Obama ofreció la fórmula correcta en su acto inaugural: “Para el mundo musulmán buscamos otra forma de seguir adelante, basándonos en el interés y en el respeto mutuo”.

Todas las guerras llegan a su fin. Incluso las personas que se desprecian encuentran un motivo por el que hablar para salvar las apariencias. No se quedan en mitad de un conflicto en el que no hay punto medio. Siguen adelante. Eso es lo que espero que le ocurra a Estados Unidos en Oriente Medio. La Administración Obama está comenzando un proceso serio y respaldado de negociación con sus enemigos. Ese proceso consiste en escuchar cuidadosamente y en hablar con franqueza, y en dejar a un lado la pretensión de realizar el papel de moderador. Estados Unidos tiene que salir del casi inexistente medio, superar los límites de los conflictos y sentarse a dialogar. Incluso si estas negociaciones fracasan, Washington se habrá adentrado en un lugar diferente y mejor.