Unas jóvenes caminan por las calles de Kiev, Ucrania. (Sean Gallup/Getty Images)

El giro de Ucrania hacia Occidente apenas acaba de empezar, pero la fatiga y la frustración ya se hacen sentir.

Mientras fuera nieva con fuerza, Olha saca un fajo de billetes del bolso y empieza a meterlos en el cajero automático. Al terminar su larga operación, ha ingresado alrededor de 1.200 grivnas. Una cantidad que, dado que la grivna ha perdido más del 300% de su valor desde 2013, equivale a sólo 40 euros.

Olha, de treinta y tantos años, pertenece a la nueva generación y la clase profesional en las que se apoyan las fuerzas reformistas en Ucrania. A pesar de tener un salario mensual respetable, de más de 500 euros (el salario mínimo es de 1.600 grivnas, es decir, 55 euros), tiene dificultades para lograr una vida remotamente parecida a la de cualquier joven europea, y comprarse una vivienda e incluso ahorrar son cosas fuera de su alcance. Por supuesto, hay otras capas sociales que están peor, y lo pasan mal simplemente para pagar la luz y el gas: los efectos secundarios de las reformas macroeconómicas que ha implantado el Gobierno en los dos últimos años a instancias del FMI y, a menudo, como requisito para obtener los préstamos que necesita el país con el fin de evitar la bancarrota.

Hace dos años, muchos tenían la esperanza de estrechar la relación con Europa, en la que se veía un modelo del principio de legalidad y la posibilidad de tener mejores perspectivas, en contraste con la corrupción y la proizvol (arbitrariedad) de la Rusia de Putin. Hoy, sin embargo, después del Maidán, cunde el desencanto con Europa. Con razón o sin ella, existe la impresión de que los principales Estados miembros se han dormido en los laureles y no han cumplido sus promesas. Además hay una lógica preocupación por el ascenso de las fuerzas antiinmigración y favorables al presidente ruso a ambos lados del Atlántico y se extienden las dudas sobre el futuro de la Unión Europea. Todo esto se añade a las tensiones derivadas de la guerra contra Rusia y sus representantes en la parte este del país, con su coste humano y la polarización política generada.

Los medios de comunicación en manos de oligarcas y los líderes populistas fomentan, cada vez más, unos mensajes contrarios a la Unión que encajarían a la perfección en la Gran Bretaña del Brexit. Y los que eran más favorables a Europa, tanto en el sector privado como en el Gobierno, cansados tras años de duros esfuerzos en un contexto político deteriorado, se lamentan de que "la UE no está cumpliendo sus compromisos", una crítica que sus rivales políticos subrayan aún más.

Las fuerzas eurófobas de Ucrania son una mezcla variopinta de miembros del bloque de oposición prorruso (que han tendido la mano a grupos afines en la UE), nacionalistas (como Oleh Lyashko, del Partido Radical, y el Batallón Azov, de extrema derecha, hoy transformado en el Cuerpo Nacional), y elementos recalcitrantes dentro de los grandes partidos que se dedican a boicotear las reformas. Algunos de ellos coquetean con la idea de una "tercera vía" para Ucrania, que no dependa ni de Rusia ni de la Unión. Mientras tanto, una campaña constante de mentiras y desinformación a favor de Moscú y contra la revolución del Maidán alimenta la idea de que los ucranianos se equivocaron al apoyar a la decadente Europa y van a sufrir una decepción.

Aunque la UE, en medio de su crisis, ha sufrido una gran pérdida de influencia en todos los países vecinos, incluso en zonas incluidas en el marco de la ampliación como los Balcanes, en Ucrania, hasta ahora, ha tenido una presencia positiva. Sus presiones y las de Estados Unidos, sumadas a las de la sociedad civil y el FMI, explican, en parte, los avances realizados desde 2014. Pero esa influencia puede desaparecer y los reformistas pueden perder su capacidad de actuar si Bruselas no hace realidad sus promesas o si las disputas dentro de la Unión siguen teniendo repercusiones negativas para la política ucraniana.

Un ejemplo de este peligro es el estancamiento del proceso de liberalización de los visados. La exención de visados es una de las zanahorias más valiosas que puede ofrecer la UE y ha sido un gran incentivo para las reformas anticorrupción en Ucrania. Sin embargo, la impresión que hay hoy es que ese proceso está postergándose todo el tiempo. Dentro de la Unión existen las discrepancias habituales sobre las condiciones para la aplicación del mecanismo del "freno de emergencia", que permite una suspensión temporal del régimen, pero eso es difícil de explicar a los ucranianos, que no ven más que a unos gobiernos que están perdiendo el tiempo porque están más preocupados por sus respectivos problemas internos que por los intereses de Ucrania e incluso de Europa. Si el régimen de exención de visados sigue aplazándose tras las elecciones francesas y alemanas de 2017, la credibilidad europea quedará todavía más dañada.

En realidad, parece que, cada vez que los atribulados ucranianos ven una señal prometedora, llega inmediatamente otro golpe de algún personaje europeo. Poco después de que se anunciara un acuerdo sobre el régimen de visados, el parlamentario holandés Mark Rutte, presionado por el ascenso de Geert Wilders, amenazó unilateralmente con impedir la entrada en vigor de todo el Acuerdo de Asociación con Ucrania. Aunque los otros 27 miembros ya habían ratificado el tratado, Rutte exigió garantías legales de que el texto no establecía obligaciones de ayuda militar ni el compromiso de acabar aceptando a Ucrania como miembro de la UE. El Acuerdo no implica nada de ese tipo, pero, por si acaso, en la reciente cumbre europea se introdujeron garantías y cláusulas adicionales. Rutte quería ir más allá y descartar la integración por completo, pero los demás países se negaron. El mensaje que transmitió todo este episodio a los ucranianos fue, como dice Olha: "No esperéis nada de nosotros aunque empeoren las cosas" (después de lo que sucedió con Crimea y Donbás, en Kiev hay muchos que no dejan de pensar en la inquietante caída de Alepo), y "para nosotros no sois verdaderamente europeos".

Como consecuencia, la imagen de la UE ha sufrido un nuevo deterioro que impide tener en cuenta la ayuda sustancial en otros ámbitos. Precisamente cuando más necesita mostrar una credibilidad y una unidad que le permitan utilizar su influencia para evitar el fracaso del proceso de Minsk y la puesta en marcha de una contrarrevolución por parte de los poderosos y oligarcas de Ucrania. En especial, dado el aumento del autoritarismo en Kiev, que está dividiendo a la sociedad y acosando a los reformistas proeuropeos.

Muchos ucranianos —aunque no las clases dirigentes enemigas de las reformas— han demostrado ser más europeístas que muchos ciudadanos de la UE. Su desgracia, como dice un famoso intelectual ucraniano, es que coinciden con un momento en el que Occidente está tonteando con venirse abajo. Tienen el mérito de que, en su gran mayoría, no se han dejado arrastrar todavía por la corriente nacionalista y populista que están siguiendo los países ricos de la Unión y Estados Unidos. Pero la situación puede cambiar si Ucrania se queda —como en Yalta— abandonada a merced de la guerra, la crisis económica y los populistas.

Como suele suceder en este tipo de transiciones, los resultados de muchas reformas sólo se verán a medio plazo. Por eso la mejor estrategia que puede seguir Europa es la de tener paciencia, mantener su rumbo y aumentar las presiones para que se hagan esas reformas, sobre todo las relativas al sovietizado sector de los cuerpos de seguridad. Concentrarse en exceso en los aspectos políticos del proceso de Minsk y apresurar su aplicación podría conducir a los mismos errores que se cometieron en Bosnia y Macedonia, porque los acuerdos de reparto de poder tienden a reforzar a las fuerzas minoritarias e impiden la consolidación democrática.

El pueblo ucraniano es resistente y adaptable. La gente saldrá adelante y encontrará su propio camino hacia la construcción de un Estado democrático, mientras trata de dejar atrás el sistema anterior con su perniciosa política de mafiosos y proteger su soberanía. Europa puede contribuir a ese proceso e incluso encontrar una nueva razón de ser. En los viejos tiempos, los países europeos se esforzaban más en mantenerse unidos y buscar los intereses comunes a pesar de los particulares. Hoy, como mínimo, algunos europeos deberían intentar respetar el viejo principio de "no hacer daño" a sus socios y vecinos, lejanos y no tan lejanos.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia