De poco sirve negar el derecho a la autodeterminación. Existe y no
es aplicable sólo a las situaciones coloniales, sino que tiene validez
general y universal. Sin remontarnos al siglo XIX o a la Liga de las Naciones,
la Carta de Naciones Unidas de 1945 recoge el principio de la "libre
determinación de los pueblos" en sus artículos 1 y 55,
no ligados a los procesos de descolonización (en el capítulo
correspondiente a esta última no aparece el concepto), sino a la igualdad
de derechos de los pueblos, a las relaciones pacíficas entre Estados
y a la promoción de los derechos humanos. Son innumerables las resoluciones
o declaraciones de la ONU que lo contemplan. También el Acta Final de
Helsinki de 1975 y textos posteriores.

Pero una cosa es el derecho y otra su ejercicio. La ley internacional no anima
ni autoriza a ejercer la autodeterminación ni se habla del derecho a
la secesión, aunque tampoco prohíbe esta última. Si el
principio de la autodeterminación se tradujera por secesión,
chocaría, para empezar, con otro de igual peso: el derecho a la integridad
territorial de los Estados. Tampoco queda claro qué constituye un "pueblo"(el
sujeto de ese derecho) ni cómo y en qué condiciones éste
se puede ejercer, especialmente en sistemas democráticos no sometidos
a opresión. La Asamblea General de la ONU adoptó en 1992 una
Declaración sobre los Derechos de las personas pertenecientes a minorías étnicas,
lingüísticas o religiosas, que no menciona la libre determinación.
Tampoco aparece reflejada en la Carta Europea sobre los Derechos de las Minorías
del Consejo de Europa.

Dicho esto, en los últimos años —sobre todo, pero no únicamente,
con el derrumbe de la Unión Soviética, de su imperio europeo
y centroasiático y de la implosión de Yugoslavia— han surgido
en el mundo casi una veintena de nuevos Estados. Durante la guerra fría,
la República Federal de Alemania siempre insistió en el principio
de la libre determinación con la vista puesta en la unificación,
que llegó tras la caída del muro de Berlín en un ejercicio
de libre determinación, sin mediar un referéndum. Checos y eslovacos
se separaron tras unas elecciones. El último caso de ejercicio de autodeterminación
en Europa tuvo lugar el 21 de mayo con el referéndum en Montenegro para
romper su —débil— unión con Serbia. Aun así,
y pese a un resultado que ha superado el 55% de los votos exigido por la UE,
su aplicación requerirá una negociación entre ambos países.

Aunque no sea de aplicación universal, la sentencia del Tribunal Supremo
de Canadá en 1998 sobre la posible secesión "unilateral" de
Quebec se ha convertido en un referente mundial. Básicamente, llega
a las siguientes conclusiones:

  • La ley internacional no otorga expresamente el derecho a las partes
    constituyentes de un Estado soberano a la secesión unilateral, pero
    tampoco lo deniega.
  • No tiene sentido hablar de autodeterminación cuando no hay una situación
    de opresión o subyugación externa o interna. Quebec no es un
    pueblo ni colonizado ni oprimido (aunque tampoco lo era Montenegro últimamente),
    por lo que no tiene derecho a una secesión unilateral, menos aún
    cuando, en el caso de Canadá, "el principio del federalismo facilita
    la consecución de objetivos colectivos por parte de minorías
    culturales o lingüísticas que constituyen la mayoría en
    una provincia dada". La democracia, sometida a la regla de la mayoría,
    respeta las identidades culturales y colectivas y la primacía del
    derecho.
  • En un Estado democrático, toda secesión lleva a una modificación
    de la Constitución, y debe, por tanto, ir precedida de una negociación
    con el conjunto del Estado.
  • En caso de referéndum, la secesión debe decidirla "una
    clara mayoría ante una pregunta clara" (lo que llevó al
    Parlamento canadiense a promulgar la llamada Ley de Claridad).

Pero añade otra conclusión realista: Si Quebec no puede pretender
invocar un derecho a la autodeterminación para dictar a las otras partes
las condiciones de la secesión, en sentido inverso, tampoco hay que
pensar que una expresión clara por parte de la población de esta
provincia sobre su voluntad de separarse no impondría ninguna obligación
a las otras regiones, al Gobierno federal o a las minorías aborígenes.

Como muchos expertos opinan, en todo caso sería clave poner límites
a este derecho, pues de otro modo, el fraccionamiento de las entidades políticas
no tendría donde pararse, lo que no sólo generaría inestabilidad
en las relaciones internacionales, sino que podría perjudicar la protección
y el ejercicio de los derechos humanos y las libertades fundamentales de las
personas y grupos. Como ha señalado Michael Ignatieff, "alentar
la autodeterminación étnica pone en peligro la estabilidad, que
es una precondición para proteger los derechos humanos". Recuerda
cómo el Consejo de Seguridad de la ONU otorgó el derecho a la
autodeterminación de Timor Oriental sin garantizar su seguridad, lo
que llevó a un baño de sangre.

Si se aplicara en áreas integrantes de los Estados de la Unión
Europea, la situación se complicaría más, pues una secesión —sobre
todo si fuera para permanecer en la UE— requeriría una negociación
no sólo con el país de origen, sino con todos los miembros. Cabe
considerar "autodeterminación europea" el caso de Groenlandia,
que en 1982 decidió dejar de pertenecer a las entonces Comunidades sin
dejar de ser territorio danés. Pero se tuvo que negociar.

En resumen: el titular del derecho, un "pueblo", no está definido;
en todo caso tiene que negociar antes con el Estado del que quiere separarse;
en democracia, no sólo no tiene sentido, sino que puede ser contraproducente,
y en la UE, es más difícil.

Como siempre, estamos abiertos a sus comentarios.

De poco sirve negar el derecho a la autodeterminación. Existe y no
es aplicable sólo a las situaciones coloniales, sino que tiene validez
general y universal. Sin remontarnos al siglo XIX o a la Liga de las Naciones,
la Carta de Naciones Unidas de 1945 recoge el principio de la "libre
determinación de los pueblos" en sus artículos 1 y 55,
no ligados a los procesos de descolonización (en el capítulo
correspondiente a esta última no aparece el concepto), sino a la igualdad
de derechos de los pueblos, a las relaciones pacíficas entre Estados
y a la promoción de los derechos humanos. Son innumerables las resoluciones
o declaraciones de la ONU que lo contemplan. También el Acta Final de
Helsinki de 1975 y textos posteriores.

Pero una cosa es el derecho y otra su ejercicio. La ley internacional no anima
ni autoriza a ejercer la autodeterminación ni se habla del derecho a
la secesión, aunque tampoco prohíbe esta última. Si el
principio de la autodeterminación se tradujera por secesión,
chocaría, para empezar, con otro de igual peso: el derecho a la integridad
territorial de los Estados. Tampoco queda claro qué constituye un "pueblo"(el
sujeto de ese derecho) ni cómo y en qué condiciones éste
se puede ejercer, especialmente en sistemas democráticos no sometidos
a opresión. La Asamblea General de la ONU adoptó en 1992 una
Declaración sobre los Derechos de las personas pertenecientes a minorías étnicas,
lingüísticas o religiosas, que no menciona la libre determinación.
Tampoco aparece reflejada en la Carta Europea sobre los Derechos de las Minorías
del Consejo de Europa.

Dicho esto, en los últimos años —sobre todo, pero no únicamente,
con el derrumbe de la Unión Soviética, de su imperio europeo
y centroasiático y de la implosión de Yugoslavia— han surgido
en el mundo casi una veintena de nuevos Estados. Durante la guerra fría,
la República Federal de Alemania siempre insistió en el principio
de la libre determinación con la vista puesta en la unificación,
que llegó tras la caída del muro de Berlín en un ejercicio
de libre determinación, sin mediar un referéndum. Checos y eslovacos
se separaron tras unas elecciones. El último caso de ejercicio de autodeterminación
en Europa tuvo lugar el 21 de mayo con el referéndum en Montenegro para
romper su —débil— unión con Serbia. Aun así,
y pese a un resultado que ha superado el 55% de los votos exigido por la UE,
su aplicación requerirá una negociación entre ambos países.

Aunque no sea de aplicación universal, la sentencia del Tribunal Supremo
de Canadá en 1998 sobre la posible secesión "unilateral" de
Quebec se ha convertido en un referente mundial. Básicamente, llega
a las siguientes conclusiones:

  • La ley internacional no otorga expresamente el derecho a las partes
    constituyentes de un Estado soberano a la secesión unilateral, pero
    tampoco lo deniega.
  • No tiene sentido hablar de autodeterminación cuando no hay una situación
    de opresión o subyugación externa o interna. Quebec no es un
    pueblo ni colonizado ni oprimido (aunque tampoco lo era Montenegro últimamente),
    por lo que no tiene derecho a una secesión unilateral, menos aún
    cuando, en el caso de Canadá, "el principio del federalismo facilita
    la consecución de objetivos colectivos por parte de minorías
    culturales o lingüísticas que constituyen la mayoría en
    una provincia dada". La democracia, sometida a la regla de la mayoría,
    respeta las identidades culturales y colectivas y la primacía del
    derecho.
  • En un Estado democrático, toda secesión lleva a una modificación
    de la Constitución, y debe, por tanto, ir precedida de una negociación
    con el conjunto del Estado.
  • En caso de referéndum, la secesión debe decidirla "una
    clara mayoría ante una pregunta clara" (lo que llevó al
    Parlamento canadiense a promulgar la llamada Ley de Claridad).

Pero añade otra conclusión realista: Si Quebec no puede pretender
invocar un derecho a la autodeterminación para dictar a las otras partes
las condiciones de la secesión, en sentido inverso, tampoco hay que
pensar que una expresión clara por parte de la población de esta
provincia sobre su voluntad de separarse no impondría ninguna obligación
a las otras regiones, al Gobierno federal o a las minorías aborígenes.

Como muchos expertos opinan, en todo caso sería clave poner límites
a este derecho, pues de otro modo, el fraccionamiento de las entidades políticas
no tendría donde pararse, lo que no sólo generaría inestabilidad
en las relaciones internacionales, sino que podría perjudicar la protección
y el ejercicio de los derechos humanos y las libertades fundamentales de las
personas y grupos. Como ha señalado Michael Ignatieff, "alentar
la autodeterminación étnica pone en peligro la estabilidad, que
es una precondición para proteger los derechos humanos". Recuerda
cómo el Consejo de Seguridad de la ONU otorgó el derecho a la
autodeterminación de Timor Oriental sin garantizar su seguridad, lo
que llevó a un baño de sangre.

Si se aplicara en áreas integrantes de los Estados de la Unión
Europea, la situación se complicaría más, pues una secesión —sobre
todo si fuera para permanecer en la UE— requeriría una negociación
no sólo con el país de origen, sino con todos los miembros. Cabe
considerar "autodeterminación europea" el caso de Groenlandia,
que en 1982 decidió dejar de pertenecer a las entonces Comunidades sin
dejar de ser territorio danés. Pero se tuvo que negociar.

En resumen: el titular del derecho, un "pueblo", no está definido;
en todo caso tiene que negociar antes con el Estado del que quiere separarse;
en democracia, no sólo no tiene sentido, sino que puede ser contraproducente,
y en la UE, es más difícil.

Como siempre, estamos abiertos a sus comentarios. Andrés
Ortega