Los gobiernos antidemocráticos de hoy son más listos y avanzados que nunca.

 

Llamémoslo “Autoritarismo 2.0”. Los regímenes autoritarios de hoy ponen en peligro la democracia de maneras modernas, sofisticadas y generosamente financiadas. Esta nueva clase de autócratas es el mayor obstáculo para la implantación de un sistema internacional basado en el imperio de la ley, los derechos humanos y la libertad de expresión.

Vistos desde ahora, es evidente que los 90 fueron vertiginosos. La Unión Soviética se había derrumbado y la democracia parecía avanzar. Y a principios de la presente década, hubo varias revoluciones de color populares que dejaron atónitos a sus gobernantes y siguen siendo fuentes de inspiración para los demócratas de regiones como Asia central y Oriente Medio. Ahora bien, en parte como respuesta a esos acontecimientos, los autoritarios han recuperado fuerzas y están adaptando y modernizando sus prácticas represivas.

Una serie de expertos han analizado la forma en que cinco países influyentes -China, Irán, Pakistán, Rusia y Venezuela- están impidiendo el desarrollo democrático dentro y fuera de sus fronteras. Las investigaciones han producido un informe, ‘Undermining Democracy: 21st Century Authoritarians’, que estudia las características comunes de estos regímenes y cómo son en gran parte responsables del reciente declive de las libertades políticas en el mundo.

Estos países se parecen a los sistemas autoritarios tradicionales en que subvierten la democracia mediante una combinación de instrumentos, entre ellos la manipulación del sistema legal, el control de los medios y el miedo. El grupo gobernante de cada uno de estos Estados protege su poder mediante la recompensa a los leales y el castigo a los opositores, sin tener en cuenta los debidos procedimientos legales. Nada nuevo para unos dictadores.

Lo que hace que estos casos sean un fenómeno extraordinario y verdaderamente nuevo es el grado de innovación y sofisticación que utilizan para subvertir el discurso en la Red. Estos regímenes, cuando no controlan el acceso a Internet, despliegan ejércitos de comentaristas y provocadores para distraer y perturbar los debates legítimos en el ciberespacio.

Además, estos regímenes se han adaptado al capitalismo global moderno y utilizan el mercado para consolidar su control. China, por ejemplo, comercializa la censura tanto en los viejos medios de comunicación como en los nuevos. En los medios tradicionales, las autoridades animan a los periodistas y responsables a publicar informaciones que tengan atractivo popular -y comercial- pero sean políticamente anodinas. China es un país pionero en la deslocalización creciente de la censura y la vigilancia, que deposita en manos de empresas privadas. Estas actividades siembran dudas sobre la idea generalizada de que Internet es una fuerza en pro de la democracia.

Los nuevos autoritarios pretenden influir también en los valores y opiniones internacionales mediante empresas de medios globales, sofisticadas y bien financiadas. El Kremlin ha lanzado Russia Today, una empresa de televisión multimillonaria que emite para Norteamérica, Europa y Asia. En 2007, Irán creó Press TV, una cadena por satélite en lengua inglesa, con varios cientos de empleados internacionales. Y China se dispone a gastar enormes sumas para la ampliación de sus actividades mediáticas en el extranjero con el objetivo de mejorar su imagen. Según se dice, Pekín ha reservado al menos 6.000 millones de dólares (unos 8.300 millones de euros) para esa tarea.

Los nuevos autoritarios pretenden influir también en los valores y opiniones internacionales mediante empresas de medios globales

Y estos gobiernos no han gastado dinero sólo en inversiones en medios de comunicación. Entregan miles de millones de dólares en ayuda exterior sin ningún tipo de condición, con lo que obstaculizan los esfuerzos internacionales para implantar el buen gobierno y reducir la corrupción a través de la ayuda condicionada. Los líderes chinos propugnan una doctrina en la que las relaciones exteriores deben ser mutuamente beneficiosas, y animan a Estados latinoamericanos, africanos, asiáticos y árabes a formar este tipo de asociaciones con Pekín, basadas en el principio de la no injerencia. El programa de Pekín de ayuda parece atraer beneficiarios; el Banco Mundial calcula que China se ha convertido ya en el principal acreedor de África. Rusia, Irán y Venezuela también han utilizado la riqueza producida por su petróleo para construir alianzas con otros países y financiar a clientes extranjeros, sobre todo en sus respectivas regiones.

Dentro del intento general de exportar la influencia autoritaria, estos regímenes se esfuerzan también para perturbar la labor de los organismos legales internacionales que defienden la democracia y los derechos humanos, entre ellos la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, la Organización de Estados Americanos y el Consejo de Europa. En la ONU, forman coaliciones ad hoc para contrarrestar las críticas, obstaculizan las propuestas de sanciones e impulsan medidas antidemocráticas.

Pero otra cosa nueva de estos regímenes es lo que no hacen.

Los autoritarios de hoy reconocen que el control absoluto de la información y la actividad económica no son posibles ni necesarios. A cambio, han adaptado sus mecanismos tradicionales de coacción con métodos más sutiles. El discurso político está administrado, en vez de claramente dictado, mediante la supresión o la manipulación selectiva de las noticias e informaciones. Y, aunque el Estado coopta o devora las entidades empresariales más importantes, la era de la economía dirigida ya quedó atrás. Los ciudadanos pueden disfrutar de libertades personales -como los viajes al extranjero y el acceso a los bienes de consumo- que habrían sido impensables en la época de Mao y Brezhnev.

Durante la guerra fría, la naturaleza y los objetivos de los Estados autoritarios dominantes estaban más claros. Por el contrario, los autócratas modernos, integrados en la economía mundial y con participación en muchas de las instituciones financieras y políticas internacionales, son un problema más delicado.

Hasta ahora, los líderes democráticos han tenido dificultades para descubrir cómo abordar eficazmente estas amenazas. Y eso es muy preocupante, sobre todo por que la falta de una respuesta clara coincide con un debate más profundo en Estados Unidos sobre la inclusión de “la cuarta D” -democracia- como elemento esencial de su política exterior, junto con defensa, diplomacia y desarrollo. Y nada agradaría más a los nuevos autoritarios que ver desaparecer esa cuarta D del vocabulario.

 

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