No fue la gente, sino un mal sistema, lo que hundió los mercados.  

 

Tenemos la tentación de ver el colapso de Wall Street de 2008, que desencadenó la crisis económica generalizada, como la consecuencia de la idiotez y la avaricia individuales. Esta explicación resulta atractiva desde el punto de vista emocional: en estos tiempos a todo el mundo le encanta odiar y, mejor aún, sentirse superior a los multimillonarios amos del universo. También resulta atrayente desde el punto de vista intelectual. Echar la culpa de la crisis a los errores humanos es mucho más fácil que intentar entender las deficiencias sistémicas que han quedado al descubierto. Pero que algo sea sencillo no significa que sea cierto. Podríamos denominarlo falacia Michael Lewis. Su libro The Big Short merece el lugar que ocupa en la lista de los más vendidos en Estados Unidos; constituye la mirada más sagaz que se ha lanzado hasta la fecha sobre la locura de las hipotecas basura y el intrincado mundo de los productos financieros estructurados que se utilizaron para que esos espantosos préstamos se mostrasen como inversiones seguras. Pero las fabulosas historias de avaricia y estupidez humana que relata Lewis constituyen una base seductoramente peligrosa para entender la crisis económica mundial.

Empezando por la multitud de fondos de alto riesgo que Lewis nos presenta. Es fácil aplaudir a las personas inteligentes que se mantuvieron al margen previendo el fracaso de esas arriesgadas hipotecas basura, y pensar que, si todo el mundo hubiese sido tan listo y se hubiese opuesto, el sistema no habría colapsado. Pero tanto los estudios académicos como la experiencia real de los mercados demuestran que invertir en una burbuja –en vez huir de ella porque explotará– suele ser un enfoque más sensato, seguro y lucrativo.

Se trata de esa lógica perversa que Chuck Prince, por entonces director general de Citigroup, tenía en mente en julio de 2007, cuando explicaba que “mientras suene la música, uno tiene que levantarse y bailar. Seguimos bailando”. Este comentario, realizado sólo unas pocas semanas antes de que la crisis crediticia se pusiese realmente fea, se cita siempre como prueba de la estrechez de miras imperante en Wall Street, y que a punto estuvo de hacer saltar por los aires el sistema financiero mundial. Sin embargo, lo inquietante de la afirmación de Prince no es que se equivocase, sino que tenía razón. A toro pasado, parece de sentido común salirse de un mercado sobrecalentado. Pero en el momento, oponerse a una burbuja es mucho más complejo que admitir que determinados activos están sobrevalorados.

“He vivido unas seis crisis a lo largo de mis 30 años en el sector, y es el péndulo del capitalismo”, me dijo Peter Weinberg, cofundador de la compañía de inversión Perella Weinberg y ex director general de Goldman Sachs International. “Es muy, muy difícil prestar a contracorriente en una burbuja […]. Si uno de los directivos de una gran empresa de Wall Street se hubiera levantado y hubiese dicho: “¿Sabéis lo que os digo? Vamos a reducir nuestro apalancamiento financiero de 30 a 1 a 15 a 1, y no vamos a participar en un montón de oportunidades del mercado”, no estoy seguro de que ese directivo hubiese conservado su puesto.

“Cada vez que leo historias sobre cómo la gente no lo vio venir, me da la risa”, me dijo un alto directivo –que no quiere darse a conocer– de un fondo de alto riesgo de Nueva York. “Cualquier persona inteligente […] sabía que había una burbuja inmobiliaria”. La clave estaba en saber cuándo iba a estallar. El hecho es que los mercados no son como concursos de matemáticas, puedes tener razón y aun así arruinarte. Eso es lo que le pasó a Julian Robertson, directivo de uno de los mayores fondos de inversión del mundo, que se mostró proféticamente escéptico ante el boom de Internet. Pero mientras la burbuja crecía, su precaución le privó de tantos beneficios que sus inversores empezaron a abandonarle. Robertson, desencantado, cerró su fondo el 30 de marzo de 2000, irónicamente, justo cuando su predicción empezaba a hacerse realidad.

Nada menos que una autoridad como John Maynard Keynes resumió este dilema con su típica elegancia: se le atribuye la frase de que el mercado puede permanecer irracional más tiempo del que uno puede mantenerse solvente. Una generación más reciente de expertos ha confirmado esa observación. El más famoso de estos trabajos es ‘Los límites del arbitraje’, un artículo publicado en 1997 en The Journal of Finance, en el que los economistas Andrei Shleifer y Robert Vishny sostienen que “si el arbitraje requiere capital, los árbitros pueden verse más limitados cuando más oportunidades se les presentan, es decir, cuando la valoración errónea a la que se opusieron se agrava aún más”. Y si no, que se lo pregunten a Julian Robertson.

Si acaso, la realidad resulta ser aún más desagradable. No es ya que negarse a invertir en una burbuja sea peligroso, es que invertir en ella puede ser inteligente. Eso es lo que los economistas Markus Brunnermeier y Dilip Abreu demostraron en un artículo publicado en Econometrica en 2003: “Los árbitros racionales saben que al final el mercado colapsará, pero mientras tanto quieren aprovechar la burbuja, que sigue creciendo y generando grandes beneficios”. Si estaba en Wall Street mientras la música sonaba, no tenía otra opción que seguir bailando.

Los mercados no son como concursos de matemáticas: se puede tener razón y arruinarse

Este imperativo del mercado es importante, porque es el motivo fundamental por el que la hipótesis de los mercados eficientes –la idea de que las acciones racionales en busca del interés propio por parte de los participantes en un mercado hacen que éste permanezca en equilibrio– no funciona en la práctica. Hasta Alan Greenspan ha admitido su derrota intelectual. En octubre de 2008, declaró: “Quienes hemos tratado de proteger a los accionistas velando por los intereses de las instituciones de crédito, y me incluyo entre ellos, nos encontramos en un estado de horror e incredulidad”. En retrospectiva, resulta muy fácil atacar lo que el financiero multimillonario George Soros denomina “fundamentalismo de mercado”. Es más difícil desarrollar un marco teórico nuevo y más sólido.

Nouriel Roubini, uno de los pocos economistas que predijeron el colapso financiero, sostiene que sacudidas como la que experimentó el mundo en 2008 no son un evento raro, son una característica natural e inevitable del capitalismo. “En la breve historia del capitalismo moderno, las crisis son la norma, no la excepción”, escriben Roubini y Stephen Mihm, coautores del nuevo libro Crisis Economics. “Contrariamente a lo que se piensa, las crisis no son cisnes negros, son blancos: los componentes de los booms y de las crisis son increíblemente predecibles”.

Si comparte esta visión, probablemente apoye la adopción de normas financieras más estrictas y políticas anticíclicas por parte de los bancos centrales: dado que las burbujas son inherentes al capitalismo, está claro que los legisladores y los bancos centrales deben evitar que sean demasiado grandes. Ese es el planteamiento correcto, pero el heroísmo legislativo tampoco es la panacea. Igual que los banqueros estúpidos no son la raíz del crash de 2008, los legisladores geniales no garantizarán que no haya una nueva crisis; de hecho, la fe casi religiosa en el maestro Greenspan contribuyó a que esta última burbuja creciese tan devastadoramente. Y sin embargo, parece que ahora buscamos nuevas figuras a las que idolatrar. Hace poco, la revista Time retrataba en portada a tres de los sheriffs de Wall Street (Mary Schapiro, Sheila Bair y Elizabeth Warren) en una pose similar a la que se usó para exaltar al triunvirato de Greenspan, Robert Rubin y Lawrence Summers hace una década. El mismo instinto humano que nos impulsa a buscar villanos ahora nos tiene buscando salvadores. Es un impulso preocupante: nuestros problemas eran sistémicos y las soluciones también deben serlo.