Para algunos, Barack Obama puede parecer un JFK, un Roosevelt o un Lincoln contemporáneo. Pero cuando hablamos de su política exterior, sus raíces se hunden en un tiempo algo más remoto: el del príncipe Klemens von Metternich, ministro de Asuntos Exteriores del Imperio Austriaco de 1809 a 1848 y santo patrón del multilateralismo. No hay duda de que Obama es un demócrata liberal, mientras que las tendencias autocráticas de Metternich contribuyeron a provocar el estallido de la revolución de 1848, pero el enfoque cosmopolita de Obama respecto a la diplomacia y su constante alusión a los “intereses comunes” son cosecha de Metternich. Este impulso diplomático es admirable, pero problemático, y sus propios éxitos y fracasos ponen de manifiesto por qué.

El mayor triunfo del príncipe fue el Concierto de Europa, una frágil alianza de las potencias líderes de la época: Austria, Gran Bretaña, Prusia y Rusia (y más tarde Francia). Encarnación más precoz del actual Consejo de Seguridad de la ONU, el grupo celebraba breves congresos siempre que una crisis amenazaba la estabilidad del continente. A lo largo de su andadura, la influencia de Metternich se hizo sentir. Rechazó la política del poder imperturbable, abogó por la idea de una comunidad internacional con soluciones colectivas, y convenció a los Estados liberales como Gran Bretaña para que |cooperasen con los autocráticos. Al igual que su antecesor del siglo XIX, Obama ha cosechado un éxito temprano en la tarea de crear coaliciones, como en la cumbre del G-20 de Londres, celebrada en abril, donde promovió un moderno concierto para destinar 1,1 billones de dólares (780.000 millones de euros) para contrarrestar la crisis económica. Pero más tarde o más temprano, la diplomacia al estilo de Metternich desilusiona a quienes la practican, no por lo que hace, sino por lo que deja de hacer. Es relativamente sencillo coordinar acciones entre países que ya comparten los mismos objetivos, como ocurrió con las guerras napoleónicas entre 1803 y 1815, cuando Metternich acabó cimentando una alianza antifrancesa basada en el miedo a Napoleón. Sin embargo, no funciona en ausencia de objetivos comunes. Fijémonos en 1866, cuando Prusia derrotó a Austria para obtener el liderazgo sobre los Estados germánicos. Viena abandonó las filas de las grandes potencias, víctima de su propia creencia en la tenacidad de los intereses compartidos. Hoy en día, Obama se enfrenta a retos no menos preocupantes. Si la economía se recuperara rápidamente, algunos países podrían decidir que ya no necesitan actuar de modo amable. Si Obama no despliega una política exterior que vaya más allá del rígido multilateralismo del príncipe austriaco, es posible que también acabe por no ver el mundo con claridad.