A pesar de las profundas heridas que nos han dejado la crisis actual y la anterior, no debemos ni caer en el pesimismo ni asumir que nos dirigimos a buen ritmo hacia el precipicio. El mundo ha ido a mucho mejor en las últimas décadas y también en el siglo XXI. Y hay que seguir avanzando.

Para ser optimistas no necesitamos ni compararnos con el baño de sangre de la Primera y Segunda Guerra Mundial ni con las deplorables condiciones en las que vivían hace 200 años. Solo tenemos que ver dónde estábamos en los 80, los 90 y los 2000… y dónde estamos hoy.

La alianza entre la globalización liberal, el despliegue de los servicios públicos por parte de los estados y el tremendo impulso de los avances científicos ha permitido catapultar las condiciones en las que vivimos y, muy especialmente, en todo lo relacionado con la salud.

Nuestra esperanza de vida se ha disparado en 10 años desde 1982 y se han desplomado, desde 1990, tanto la mortalidad infantil como la probabilidad de morir en la adolescencia. Además, el porcentaje de niños vacunados de tuberculosis, sarampión, malaria, polio, tétanos, difteria o tos ferina ha despegado con fuerza y también ha dado un brinco importante la población que accede a servicios seguros de saneamiento y agua potable. La incidencia de la malaria, la tuberculosis y el VIH es hoy, claramente, menor que hace 20 años, y el gasto sanitario por habitante se ha duplicado.

Es verdad que no todo ha sido maravilloso y que tanto la crisis financiera global de 2008 como la pandémica de 2020 han destrozado los planes de millones de personas en todo el planeta y, en algunas ocasiones, las han hundido en la precariedad y un sinfín de privaciones a las que en absoluto estaban acostumbradas. Son muchos, igualmente, los se han incorporado en los últimos 15 años a un mercado laboral que no les ha dejado crecer profesionalmente y no son pocos los que han tenido que lamentar la pérdida de casi tres millones de familiares por la crisis sanitaria de la Covid-19.

Pero todo ello no debería hacernos olvidar lo conseguido en estas décadas y llevarnos a abrazar un pesimismo que destruya o merme la alianza entre el mercado, el estado y la ciencia que tanto nos ha ayudado hasta ahora. No, no nos encontramos al borde de ningún apocalipsis, sino en medio de una cruda tempestad. Y de nosotros dependerá no convertirla en naufragio.