He aquí los principales desafíos a los que se enfrentará la Administración de Joe Biden en la región.

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Un hombre palestino sostiene un periódico que informa de la victoria de Joe Biden en EE UU fente a la mezquita de Al-Aqsa, Jerusalén. AHMAD GHARABLI/AFP via Getty Images

Las recientes elecciones en Estados Unidos han mostrado las diferentes actitudes de los dos candidatos hacia esa nación, que ha esperado pacientemente el resultado final y que jamás había participado tan activamente en unos comicios presidenciales. Mientras Donald Trump no dejaba de declararse ganador sin tener aún datos para proclamarse como tal, Joe Biden ha ganado al final unas elecciones muy dolorosas que dejan un país dividido y en decadencia.

Un descenso, que si el historiador Emmanuel Todd ya lo había identificado en su libro Después el Imperio en 2005,el mandato presidencial de Trump lo ha mostrado a través de una política neoaislacionista en un mundo globalizado, donde las economías no pueden aislarse como ocurrió en los años 20 del siglo pasado. En paralelo, en política exterior, Trump ha jugado el papel del anfitrión sin darse cuenta que el mundo se ha vuelto multipolar y que su eslogan, “Make America Great Again”, no puede materializarse sin una acción exterior capaz de escuchar y comprender.

El nuevo presidente electo, Joe Biden, se enfrentará a una situación en Oriente Medio que es compleja desde hace mucho tiempo y que su predecesor ha intentado empequeñecer, trivializando su contexto, complexidad e historia. Entre las controvertidas decisiones, cabe destacar las siguientes.

Primero, al traicionar a los kurdos en el norte de Siria ha permitido a la Turquía de Recep Tayyip Erdoğan ganar una posición de fuerza en la frontera siria. Del mismo modo, le ha legitimado a hacer resurgir a Daesh desde sus cenizas en el mismo país, así como a explotar a sus terroristas en nuevos escenarios bélicos donde Ankara ha intervenido: en Libia yen Alto Karabaj. Es bastante evidente que tras la retirada de las tropas estadounidenses del noreste de Siria, Turquía tiene un acceso directo a todas las rutas de comunicación en el país, así como la capacidad de crear inestabilidad a Damasco y Moscú que no han logrado destruir completamente la oposición interna.

Asimismo, saliendo del Acuerdo de paz sobre el conflicto nuclear con Irán, firmado en 2015 por la administración de Barack Obama—de la que Biden era vicepresidente—, Trump ha iniciado una política de acercamiento a Israel, que jamás había sido tan cercana a Tel Aviv, aunque es su aliado más importante en la región. Incluso durante el doble mandato del presidente G. W. Bush (2000-2008), no se había dado seguimiento al tema de trasladar la embajada de Estados Unidos a Jerusalén. Una dirección que no solamente ha supuesto el reconocimiento de Jerusalén como la capital judía del Estado israelí, sino que también ha propiciado el inicio de un proceso de banalización de los acuerdos de paz con Israel por parte de algunos Estados árabes cuyo único objetivo real es atraer dinero e inversiones.

Por último, ha dejado de ser un actor central en Oriente Medio en los últimos cuatros años y este nuevo aislacionismo ha generado un impacto en los conflictos en Libia, Yemen y Siria, en la crisis económica libanesa y en la crisis política y económica egipcia. Cuando en noviembre de 2017, el Primer Ministro libanés, Saad Hariri, parecía haberse convertido en rehén de Riad, fue el presidente francés, Emmanuel Macron, quien intervino políticamente para salir del punto muerto. Beirut persiste en ser rehén de una política exterior contradictoria entre Washington y Teherán donde, sin embargo, los países del Golfo mueven los hilos.

Otros actores internacionales como Francia, Turquía y —sobre todo— Rusia han aprovechado esta ausencia para empezar a establecer una imagen nueva y propia en el área.

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Susan Rice en una conferencia sobre política exterior de EE UU bajo el mandato de Donald Trump, 2018, Washington. Win McNamee/Getty Images

Aparte del juicio que puede hacerse sobre la política de Trump en Oriente Medio, la decisión de Biden sobre el futuro secretario de Estado va a ser clave para empezar a detectar qué rumbo tomará su diplomacia en la región. Hasta ahora, los candidatos más probables, pero, del mismo modo, los primeros que pueden quemarse con las quinielas, son Susan Rice y Antony Blinken. La primera tiene la posibilidad de mirar con ojos nuevos la complejidad del mundo actual, así como ser capaz de imponer una nueva visión sobre Oriente Medio, alineada con la administración Obama. Se dice que Biden había pensado en ella antes que en Kamala Harris para la vicepresidencia. Blinken, de familia judía, es un veterano de la política exterior estadounidense, fue Secretario de estado adjunto en los últimos dos años de la administración Obama y, además, es un experto en Oriente Medio y la economía china. Otros nombres que circulan son los de Chris Coons (senador de Delaware) y Chris Murphy (senador de Connecticut). No obstante, el perfil de estos es más apropiado para la política interna estadounidense que para la Secretaría de Estado.

Al margen de especulaciones, la red internacional de la cadena Al Jazeera ya ha expresado dudas sobre si EE UU innovará en su política hacia Oriente Medio. Medios  de comunicación como Al Monitor y Financial Times admiten que existen algunas oportunidades de intervención que Washington difícilmente podrá no considerar. Entre ellas está, en primer lugar, un nuevo acuerdo con Teherán sobre su programa nuclear que pueda permitir a la economía iraní salir de su crisis perpetua sin dar la impresión de que firma un acuerdo más duro que el precedente. La estrategia más sencilla podría ser permitir a Estados Unidos volver nuevamente al acuerdo que jamás ha sido rechazado por los aliados europeos.

La resistencia de Israel y Arabia Saudí hacia esto será muy dura. Con Tel Aviv, la política estadounidense se posicionará en un difícil intento de plantear un nuevo proceso de paz con los palestinos, la posibilidad de anexionar el margen izquierdo del Jordán y cambiar la Embajada norteamericana en Tel Aviv. En este momento es difícil imaginar todo esto.

Al final, Washington necesitará reflexionar mucho sobre cómo empezar a tener de nuevo un papel propio en Oriente Medio, enfrentándose a actores locales que en los últimos cuatros años han observado la falta de liderazgo estadounidense en el área. Hasta hace un año, el Presidente francés Macron había declarado su falta de confianza en la OTAN, una posición peculiar pero para nada irracional. La Guerra Fría acabó hace años y la Alianza Atlántica tiene un sentido, de algún modo, del antiguo régimen. Sobre todo, porque no está siendo capaz de resolver algunos conflictos internos, como con Turquía, país miembro de la OTAN que promueve desde hace una década su propia política internacional y militar.

Sí es probable que Biden vuelva a impulsar una política transatlántica con la Unión Europea. En estos años en los que se ha manifestado claramente la ausencia de la política de Washington en Oriente Medio, han ocurrido acontecimientos como el golpe de Estado en Sudán en 2019, que ha decretado el fin del régimen de Omar al Bashir, o la cesión de las hostilidades en Libia en octubre 2020 gracias al acuerdo de Ginebra. En un mundo que ha vuelto a ser multipolar, la voluntad y la capacidad de intervención de Washington de promover un nuevo liderazgo en una región destrozada por guerras locales y civiles, crisis económicas, autocracias y falta de desarrollo, es muy sencillo si es capaz de desarrollar una nueva política que defienda los derechos humano en la región. La ausencia de EE UU en esta región puede ser una ventaja para Turquía, Irán y Arabia Saudí, pero, en la última década, la capacidad de estos poderes locales en la autogestión regional no ha salido bien para países como Siria, Irak y Líbano, que se han convertido en áreas de guerras civiles. Washington y Bruselas tienen que plantear un nuevo papel creíble y preparado para asumir posiciones nuevas en torno a aspectos importantes en esta área geográfica.

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Una mujer pasea al lado de uno de los muros de la antigua Embajada de EE UU en Teherán, Irán. ATTA KENARE/AFP via Getty Images

Primero, es necesario un nuevo acuerdo nuclear con Irán y, a su vez, comenzar nuevas relaciones diplomáticas con Teherán para no comprometer los próximos pasos cuando finalice su primer mandato. En esta fase Irán ha pronunciado solamente frases circunstanciales, esperando mejores relaciones con Washington, mientras la económica iraní se encuentra en colapso y la pandemia ha tenido un fuerte impacto en el país.

Segundo, debe empujar un nuevo proceso de paz entre Israel y los palestinos para considerar nuevas perspectivas. La reciente muerte de Saeb Erekat, histórico jefe de la diplomacia palestina que aún creía en la política de los dos Estados, puede inspirar una nueva visión que sea capaz de aclarar como el Estado de Palestina no tiene jamás cabida en los territorios ocupados. La solución de los dos Estados, independientemente, de la posición de Ramala, no va a ser más viable. Tener el coraje de decirlo por parte de Washington podría ser un primer paso para reabrir el discurso sobre el proceso de paz y volver a ser un intermediario creíble. Al contrario, continuar apoyando la solución de dos Estados, persistiría en mantener la relación diplomática sin poder dar pasos concretos hacia la paz. La solución de los dos Estados no es tampoco factible porque, así como no pueden transferirse tres millones de palestinos fuera de los territorios ocupados, no puede hacerse la misma cosa con más de 600.000 colonos israelíes que viven entre los confines de Cisjordania.

Tercero, debe armarse de lo que faltó durante el doble mandato de Barack Obama: el coraje de mantener una postura más decisiva en la relación entre los derechos humanos, los gobiernos autocráticos y la economía, dejando de ser demasiado indulgente con presidentes como Al Sisi en Egipto, Erdoğan en Turquía, Abdalá II en Jordania, Bashar al Asad en Siria, etcétera. Todos estos países están debilitados por una dependencia absoluta de su propia balanza comercial que está relacionada con sectores concretos (armas pesadas, hidrocarburos, energías sostenibles); además, todos estos autócratas tienen fortunas personales en paraísos fiscales árabes y en otros lugares. La Primaveras Árabe no tuvo éxito porque Occidente no quiso adoptar ninguna posición al respecto, empujando y favoreciendo una transición hacia una verdadera protodemocracia.

Cuarto, hay que poner sobre la mesa una política diplomática sin militares y que sea capaz de disfrutar del valor económico que una sociedad más libre puede garantizar, favoreciendo a una sociedad civil que está presente un mucho de estos países.

Por el contrario, puede jugarse la baza del oportunismo aislacionista que su predecesor ha utilizado pródigamente, favoreciendo una alianza única con los poderes que garantizan buenos resultados electorales y un apoyo importante de los lobbies. En los últimos cuatros años, la política exterior de Trump en Oriente Medio se ha vaciado de contenido y se ha convertido en transacciones comerciales: a cambio de firmar la paz con Israel, el nuevo Sudán pagará 335 millones de dólares—como compensación de los atentados del 1998 a las embajadas de EE UU en África— y podrá salir de la lista estadounidense de los países que apoyan el terrorismo.

A diferencia de la presidencia de Obama, que se esperaba más rompedora, en particular en respuesta a las guerras iniciadas por George W. Bush, la política exterior de Biden puede tener más impacto en Oriente Medio si comparte su liderazgo con los aliados europeos y si la misma UE empieza a tener una política propia y unificada en la región.