Por qué una intervención militar, híbrida o política en Bielorrusia sería una gran equivocación.

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Póster con la imagen del Presidente bielorruso, Alekxandr Lukashenko, Minsk, agosto 2020. Misha Friedman/Getty Images

Algo se agitaba en Minsk antes de las elecciones del pasado agosto que han desencadenado protestas masivas en el país en contra de la situación política y reclamando limpieza electoral, libertad para los presos políticos –algunos antiguos candidatos presidenciales como V. Babaryka y S. Tsikhanouski–, así como el fin de la represión generalizada contra todo aquel que exprese una opinión contraria al régimen.

Aunque Aleksandr Lukashenko siempre ha sido un presidente que ha seguido a Moscú por conveniencia económica y política, había comenzado un movimiento de aproximación a la Unión Europea que, sorpresivamente, se tradujo en el levantamiento de la mayoría de las sanciones contra Bielorrusia. Lo que a muchos dejó perplejos por la torpeza de la medida de Bruselas.

¿Cómo explicar este aparente giro? Sólo tiene una explicación. La voluntad de Lukashenko de mostrar una apertura a Europa con el único fin de acallar las críticas domésticas contra su régimen. Un gobierno que ha sumido al país desde hace tiempo en el aislamiento internacional, además de llevar a cabo una política de represión contra disidentes y defensores de los derechos humanos. Aunque la situación económica hasta hace unos años ha sido positiva comparada con algunos de sus vecinos (la deuda se sitúa en el 47,8%, el déficit en el 1,81% y el Índice de Desarrollo Humano en 0,808), la propuesta de Moscú de incrementar la fiscalidad sobre los hidrocarburos y reducir este privilegio de su comercio con Rusia tendría un impacto claramente negativo sobre la economía del país y, por tanto, sobre el bienestar de sus ciudadanos. Lo que no haría sino incrementar el malestar con el régimen.

Esta tensión se ha vuelto insostenible tras unas elecciones que gran parte de la población considera que no han sido libres y, por tanto, rechazan aceptar el resultado de un 80,1% de escrutinios a favor del actual Presidente, tras 26 años al frente de Bielorrusia. No es fácil aislar las condenas de fraude electoral de los intereses de quienes así lo juzgan. En este caso, Estados Unidos y la UE han adoptado esta actitud. La OSCE declaró que “no se habían cumplido plenamente los estándares democráticos internacionales”. Esto, junto al encarcelamiento o procesamiento de opositores en las fechas anteriores, son indicios de ello. Pero analizar las actuales protestas pasa por considerar la mala gestión de la covid19 por parte del autoritario líder y su violación de los derechos humanos. Algo tiene que ver con que Bielorrusia continúe siendo el único Estado europeo no miembro del Consejo de Europa ni de su Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Hasta aquí, los hechos y una valoración de la actuación de Lukashenko.

 

Reacciones internacionales

Lo que inquieta, además de la evolución de las protestas, es la reacción internacional. Rodeado de países miembros de la OTAN y de la UE por el Oeste, de Rusia por el Este y de la conflictiva Ucrania por el Sur, todos sus vecinos tienen un interés en que el futuro no gire hacia posiciones que perjudiquen sus intereses.

La Alianza Atlántica no plantea en modo alguno una ampliación a Bielorrusia, pero mira con recelo su estrecha relación con Moscú. Recordemos que ambos países firmaron un tratado de unión en 1999 buscando la integración política. Similares temores aparecen en la Unión Europea, en particular, en algunos de sus miembros: los países vecinos de Bielorrusia.

Para Rusia, Bielorrusia ha resultado un vecino incómodo pero del que no puede prescindir, pues su vacío sería ocupado por la UE o, peor aún, por la OTAN, dejando a Rusia completamente rodeada de Estados, hoy por hoy, hostiles a Moscú. Bielorrusia es miembro de la Unión Económica Euroasiática cuyo objetivo, siguiendo el modelo de la primigenia Comunidad Europea, es la integración económica entre Rusia, Bielorrusia, Armenia, Kazajistán y Kirguizistán. Proceso de integración que, como su original occidental, no pasa por sus mejores momentos. Además, Bielorrusia es el paso natural hacia Kaliningrado, la ciudad rusa a orillas del Báltico rodeada de países de la UE y de la OTAN tan aguerridos como Lituania y Polonia.

Finalmente, EE UU parece ya bastante preocupado con sus problemas internos como para ocuparse de un país sin relevancia económica y que no representa amenaza alguna a los intereses estadounidenses. Sin embargo, muchas veces hemos visto lo útil que es desviar la atención al exterior para evitar incidir en crisis domésticas. No es inimaginable una reacción, tanto presidencial como, sobre todo, por parte de la candidatura demócrata a la Presidencia, que abogue por una toma de posición respecto al vecino occidental de Moscú.

Las opciones que estarían sobre la mesa irían desde una intervención militar, al silencio y ver lo que ocurre en Bielorrusia desentendiéndose del resultado, pasando por medidas para acallar a la disidencia contra Lukashenko o para potenciarla. Curiosamente, la UE advierte en contra de una intervención militar y Rusia lo hace contra cualquier tipo de interferencia de la Unión, de la Alianza Atlántica o de Estados Unidos.

Y todos están en lo cierto. Una intervención en Bielorrusia, militar, híbrida o política, sería un error igual o mayor que la reacción ante la crisis de Ucrania.

 

Una estrategia europea consistente con sus valores e intereses

Una intervención en Bielorrusia sería un error, además de una actuación contraria a los principios del Derecho internacional más básicos, porque estamos ante un problema completamente diferente. No existe una división del país, como en el caso de Ucrania. Hay un gobierno y unas protestas masivas, y casi podríamos decir espontáneas, de la ciudadanía. Y hay un régimen político dictatorial que no agrada a nadie, pero en ningún caso legitima una intervención.

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Manifestantes en Minsk, Bielorrusia, agosto 2020. TUT.BY/AFP via Getty Images

Los manifestantes no organizan amotinamientos, ni se enfrentan violentamente a la policía o saquean comercios. Proceden de todos los extractos sociales y económicos y de todas las edades. Incluso podríamos hablar de una feminización de las protestas al ser detenidos la mayor parte de los hombres que iniciaron las manifestaciones. Protestas que han conseguido, de momento, la liberación el 14 de agosto de miles de manifestantes detenidos, pero también el envalentonamiento del régimen que ve peligrar su poder.

Los activistas bielorrusos no quieren comparaciones con Ucrania, cuyo levantamiento consideran violento y causa de un conflicto persistente con la pérdida de control sobre parte de su territorio. Tampoco confían de la oposición rusa a la que ven más como rusa que como oposición. Su movimiento es pacífico y desean que así continúe.

Además, una intervención por cualquiera de los vecinos de Bielorrusia generaría duras críticas internacionales por parte de los no intervinientes, exacerbaría las protestas y, con toda seguridad, la represión sobre una población que se manifiesta firme pero pacífica. Recordemos que los ciudadanos en las calles no reclaman tanto la salida inmediata del Presidente, aunque los partidarios de la candidata Sviatlana Tsikhanouskaya reivindiquen su proclamación como ganadora electoral, como un reconocimiento del fraude electoral, la repetición electoral bajo escrutinio de observadores independientes que garantice unas elecciones libres y un diálogo sobre el traspaso de poder. Exigen también la liberación de todos los detenidos por razones políticas y una investigación que lleve ante los tribunales a los responsables de la violencia policial.

Tanto Rusia, como la UE o la OTAN deben abstenerse de intervenir en Bielorrusia, aunque haya incitaciones para ello. Dentro de la Unión, Lituania y Polonia son los más proclives a una reacción que haga patente el papel de Bruselas en Bielorrusia y eventualmente favorecerían dicha intervención. Por su parte, la invocación de Lukashenko de una supuesta amenaza de la OTAN es una prueba evidente de su voluntad de provocar al Presidente  ruso, Vladímir Putin, hacia una intervención en su apoyo. Una acción por parte del Kremlin de apoyo al líder bielorruso sólo provocaría críticas internas en Minsk, e internacionales y agravaría las vías de diálogo tímidamente abiertas por algunos países europeos. Y sería tan erróneo como cualquier intervención desde el lado occidental, puesto que el futuro del país no debe decidirse ni en Moscú ni en Bruselas, a riesgo de transformar las protestas en un conflicto, hoy inexistente. Debe ser el pueblo bielorruso el que decida por sí mismo, sin injerencias externas. La imposición de sanciones muy selectivas no debería ir más allá para evitar que la UE repita casi inconscientemente su modus operandi en Ucrania y suscite la reacción rusa.

Los líderes europeos hacen bien en ofrecer una mediación internacional, probablemente a través de la OSCE, aunque los buenos oficios de uno o varios Estados europeos (Noruega, por ejemplo) podrían jugar también de forma positiva hacia una solución pacífica y negociada. Y aciertan al mantener el contacto con Moscú para evitar percepciones erróneas y armonizar sus posturas en interés mutuo. Así lo han hecho, a través de conversaciones telefónicas, líderes nacionales como el francés Emmanuel Macron y la alemana Angela Merkel, y también institucionales, como el Presidente del Consejo Europeo Michel y el Alto Representante, Josep Borrell, responsables de dotar de voz internacional a la UE.

El papel de los medios de comunicación es vital para conseguir una transición en paz en vez de enardecer a los diferentes actores implicados. La expulsión de algunos periodistas extranjeros –principalmente rusos y ucranianos–, pero sobre todo, las trabas a los medios de comunicación locales críticos con Lukashenko ciertamente no ayudan. Todos los demás medios acreditados extranjeros siguen desarrollando su labor y sería importante mantener el rigor y la neutralidad informativa.

España tiene una importancia mayor de lo que pudiera parecer a primera vista. La transición democrática en este país, tan denostada por algunos sectores, sigue siendo referencia, desgraciadamente, no muy seguida en otras latitudes. Por su experiencia y distancia geográfica, sería un país idóneo para esa labor mediadora entre Gobierno y disidentes. Por otra parte, a España no le interesa el surgimiento de un nuevo foco de inestabilidad internacional en el Este, que derive recursos de la Unión tanto económicos como militares hacia Minsk, cuando las principales amenazas a la seguridad humana en la UE proceden del Sur y tienen su punto de entrada en las costas españolas. El Embajador de Bielorrusia en Madrid, Pavel Pustovoy, desmarcándose de las consignas de Minsk, ha apostado por medidas de diálogo y resolución de la crisis política, como un recuento de votos o juzgar tanto a policías como a manifestantes violentos. Esta aproximación de entendimiento, ofrecida por España, sería una oportunidad para la diplomacia española a la hora de mostrar su mejor perfil negociador en esta crisis.