La mayor economía de América Latina, ejemplo de desarrollo hasta hace pocos años, necesita un líder moderado, carismático y de pasado impoluto para liderar el país a partir de 2019. Tendrá como reto un combate en múltiples frentes: desigualdad, corrupción, violencia y estancamiento económico. Muchos escenarios están abiertos, pero el riesgo de que venza en las elecciones de octubre un nuevo outsider con dejes populistas como Donald Trump es elevado.

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Un brasileño que apoya al candidato de extrema derecha Jair Bolsonaro, su imagen aparece en la camiseta, con un muñeco hinchable que representa a Lula en la cárcel. Mauro Pimentel/AFP/Getty Images

Brasil elegirá el 7 de octubre al próximo presidente del país. Serán las primeras elecciones a la jefatura del Estado tras la destitución de Dilma Rousseff en 2016 por un polémico juicio político que sacó del poder a una mujer que, hasta hoy, no fue acusada de corrupción o enriquecimiento. Serán también los primeros comicios presidenciales tras el inicio de la Operación Lava Jato, que ha desnudado la cruda realidad de un sistema de corrupción político-empresarial endémico en el país y con tentáculos en casi toda la región. Será, asimismo, la disputa electoral más incierta desde la redemocratización del país.

Poco menos de seis meses para la votación en segundo turno, el electorado brasileño bascula entre la nostalgia por la bonanza cosechada durante la década pasada y la ruptura con el establishment político. Asimismo, la corrupción se ha erigido en la principal preocupación de la población, por delante de problemas crónicos como la inseguridad, y será un factor fundamental a la hora de determinar las opciones de los candidatos.

Pese a las sospechas de su implicación en la Lava Jato, los sondeos sitúan a Luiz Inacio Lula da Silva como gran favorito. El expresidente, que acometió una de las políticas sociales más exitosas, con más de 30 millones de personas superando la pobreza entre 2003 y 2014, tiene cerca de un tercio de las intenciones de voto. Su popularidad entre las camadas sociales más bajas y en los sectores intelectuales de la izquierda resiste incluso a su encarcelamiento a 12 años por corrupción y lavado de dinero, la primera condena de media docena de causas abiertas en la justicia por supuestos desvíos e irregularidades.

No está claro cuál será el destino del carismático exsindicalista. Pero es probable que la justicia le inhabilite políticamente por su condena y, así, quede fuera de los comicios. En ese escenario, la incertidumbre es total. “El gran desafío de las elecciones será atraer segmentos más populares, de renta y escolaridad más bajas, de gran peso cuantitativo en el electorado, identificados con las políticas de inclusión del lulismo y especialmente las mujeres”, según Mauro Paulino, director del instituto de encuestas Datafolha.

Lo que revelan los sondeos actualmente es que el más beneficiado sería el diputado y exmilitar de extrema derecha Jair Bolsonaro. Denunciado recientemente por la fiscal general del Estado por racismo y expresiones discriminatorias contra homosexuales, afrodescendientes, indígenas, refugiados y mujeres, Bolsonaro tiene hoy entre el 15% y el 17% de las intenciones de voto, y aparece segundo en las encuestas, por detrás de Lula. Además de proferir insultos a los grupos citados, otra de las polémicas en la que se involucró fue la de honrar al coronel Carlos Ustra, torturador durante la dictadura, durante la sesión parlamentaria que autorizó el impeachment de Rousseff (víctima ella misma de los abusos físicos de los generales en el régimen militar que gobernó entre 1964 a 1985).

Gracias al voto blanco, de clase media-alta y educado, Bolsonaro se impone en las encuestas a figuras como el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, que tiene a su favor la maquinaria del mayor colegio electoral del país, o a la exministra de Medio Ambiente y excandidata Marina Silva, una alternativa progresista para los votantes de Lula y que quedó tercera en 2014. El programa político de Bolsonaro es una incógnita, pero ya ha dicho que aprobará el porte libre de armas en el país con mayor número de homicidios del planeta, erradicará reservas indígenas en el Amazonas para explorar petróleo y minerales, y pondrá en marcha la privatización de empresas públicas del tamaño de Petrobras, la estatal petrolera.

¿Cómo es posible que Bolsonaro, desconocido por la mayoría de los brasileños hace unos años, haya logrado emerger políticamente en un país que, por sus dimensiones continentales, suele beneficiar a candidatos moderados y con un aparato partidario poderoso y con capilaridad?

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Manifestantes que apoyan al expresidente brasileño Lula da Silva en Sao Paulo. Miguel Schincariol/AFP/Getty Images

La principal respuesta es el descrédito generalizado de los políticos, desde gobernadores y parlamentarios hasta el propio presidente de la República, Michel Temer, por escándalos de corrupción. Lula, presidente entre 2003 y 2010, está entre rejas por recibir un apartamento de tres plantas a cambio de favores a la constructora OAS, y también está imputado por ser el supuesto dueño de otra casa con piscina en la localidad de Atibaia, así como de un terreno para erigir el instituto que porta su nombre.

Temer, llegado al poder tras maniobrar entre bastidores contra Rousseff, de quien era vicepresidente, se convirtió en el primer jefe de Estado del país en ser denunciado penalmente durante el ejercicio de su reducido mandato. Y no una, sino dos veces, por los cargos de corrupción y asociación ilícita, respectivamente. Ha logrado frenar las causas con apoyo del Parlamento, que es el que decide si se puede juzgar a un presidente en activo. Pero se especula con una tercera denuncia antes de diciembre.

Desde mayo de 2016, cuando asumió, Temer ya ha nombrado 63 ministros, como consecuencia de que algunos de ellos apenas aguantaron días en el cargo por los escándalos. Su brazo derecho al llegar al Ejecutivo, Geddel Vieira Lima, está en prisión después de que se hallaran sus huellas en un apartamento de Salvador de Bahía en el que la policía encontró, escondidos, nada menos que 51 millones de reales (12 millones de euros) en efectivo.

También el antiguo líder de la oposición y perdedor en segundo turno presidencial ante Rousseff, Aécio Neves, del liberal Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), está en la cuerda floja. Nieto del expresidente Tancredo Neves, este senador y exgobernador del estado de Minas Gerais fue imputado en abril por corrupción y obstrucción a la justicia, después de que grabaciones de voz de marzo de 2017 revelaran que pidió dos millones de reales (medio millón de euros) al dueño del gigante cárnico brasileño JBS para sufragar los costes de defensa por las causas que tiene pendientes en el marco de la Operación Lava Jato. Declaraciones de un delator señalan que podría haber recibido varios millones de dólares irregulares para la campaña de 2014.

Así, la Operación Lava Jato, que surgió de modestas investigaciones en el sur de Brasil en 2014, ha derribado en bloque la credibilidad del sistema político-empresarial del país, al exponer un entramado masivo de coimas, financiación ilícita de campañas, nepotismo y fraude en licitaciones que afecta a la casi totalidad de partidos que han dominado la política en las últimas décadas. Son ya cientos los denunciados y el fraude multimillonario (los acuerdos con las empresas prevén la devolución de 3.000 millones de euros). Corporaciones como Odebrecht, OAS, Petrobras y JBS, hasta hace poco ejemplos de éxito corporativo para un Brasil que se proyectaba como futura potencia global, han quedado expuestas como partícipes de la trama.

Los principales beneficiarios políticos del tsunami de irregularidades son candidatos que, como Bolsonaro, no han estado implicados. Con su lenguaje directo y accesible, prometen soluciones radicales que calan en los oídos de una población cansada de los escándalos. En ese contexto, lo más probable es que Brasil vote en octubre no solo a quien mejores soluciones proponga al desempleo o a la expansión del crimen organizado, sino a quien mejor sepa transmitir a la población que será capaz de inaugurar una nueva era libre de escándalos de corrupción.

 

Desigualdad, violencia y crecimiento

A pesar de este escenario político poco alentador, Brasil deberá enfrentar de la mano de su nuevo jefe de Estado grandes retos en el próximo lustro. El primero será el de unir a un país polarizado, hastiado de los escándalos y de la división, y para ello necesitará carisma y moderación. Con más de 25 partidos políticos representados en el Legislativo, Brasil será ingobernable sin un líder que disponga de una sólida base parlamentaria para, entre otras cosas, poder reactivar la economía con reformas y estímulos.

En un país donde hasta hace unos años la clase media se podía permitir el lujo de ir a Estados Unidos de compras, por la fortaleza de su moneda, el real, en casi paridad con el dólar (hoy está a más de tres unidades por billete verde), la crisis económica ha sido devastadora. El Producto Interior Bruto (PIB) se redujo un 7% entre 2014 y 2016, y desde entonces los datos son pírricos para un gigante con recursos naturales y con un gran mercado interno: progresión del PIB del 1% en 2017 y, en el primer trimestre, crecimiento casi plano.

Los más de 13 millones de desempleados y la poca competitividad a nivel global reflejan que Brasil debe cambiar su modelo económico, basado en la producción de recursos naturales y alimentos para mercados como Asia, Oriente Medio, Rusia o Europa. Las cosechas record y masivas exportaciones de soja –transgénica, en su mayoría–, de carne bovina y aviar, de zumo de naranja y azúcar, han conseguido sacar al país de la recesión, pero el desafío ahora es innovar, entrar en las cadenas globales y estimular el consumo, paralizado a pesar de una inflación y unos tipos de interés en mínimos históricos.

Para ello será imprescindible revertir el repunte de la desigualdad, ya que la pobreza extrema, es decir, las personas que viven con menos de 1,9 dólares al día, creció un 11% entre de 2016 a 2017 y afecta a casi 15 millones de personas, según un reciente estudio. “En lugar de empleos [estables], el mercado de trabajo generó ocupaciones informales, de baja remuneración e ingreso inestable a lo largo del tiempo”, según el economista Cosmo Donato, de la consultora LCA, autora del citado informe.

El mayor desafío, con todo, es el combate a la violencia y la inseguridad, según Samira Bueno, directora del Foro Brasileño de Seguridad Pública. No se trata solo de los 60.000 homicidios anuales –una cifra muy superior a las de países como China, Estados Unidos y Australia, juntos–, sino de la infiltración de las redes criminales y la corrupción en la policía. El mejor ejemplo de ello es la intervención del Ejército en Río de Janeiro, donde la cúpula político-policial fue descabezada para que los militares traten de devolver la normalidad a la ciudad más turística y emblemática del país, donde los robos y los asaltos han crecido a tasas de dos dígitos.

La incertidumbre sobre cuál será el desenlace de las elecciones más atípicas en tres décadas para el gigante de América del Sur probablemente continuará hasta agosto, cuando se cierra el plazo para inscribir candidaturas. Los electores sabrán entonces si Lula puede ser candidato, y eso definirá cuál es el punto de partida de los comicios. Pero todo indica que, sea cual sea el escenario electoral, los próximos seis meses serán de gran turbulencia y polarización. Justamente lo que no necesita Brasil para romper con el ciclo de retrocesos que sufre, precisamente, desde las elecciones de 2014.