Protestas contra el Gobierno en Brasilia, Brasil. (Mario Tama/Getty Images)
Protestas contra el Gobierno en Brasilia, Brasil. (Mario Tama/Getty Images)

La profunda crisis que vive la potencia suramericana pone a prueba las conquistas sociales de un país cuyos pilares económicos se han debilitado a un ritmo que nadie imaginaba.

Pocas obras extranjeras como la del novelista austriaco Stefan Zweig han contribuido tanto a elevar el orgullo nacional brasileño y, a la vez, a rebajarlo. Su Brasil, país de futuro, polémico por su exceso de optimismo cuando fue publicado en 1941 -meses antes de que Zweig, exiliado en Brasil, se suicidara-, es una oda a un país inmenso y abundante en recursos que seduce por su exhuberancia natural y su multiculturalismo. Un texto evocado contemporáneamente para destacar la afortunada singularidad de Brasil en el mundo, pero que alude a un “futuro” que parece estar condenado a jamás alcanzar, anclado, de nuevo, en un presente azotado por la enésima crisis de consecuencias inciertas.

Su sistema político presidencialista, su proteccionista economía impulsada por el consumo doméstico, la extracción de recursos naturales y el negocio agrícola, y sus inapelables logros sociales parecen ahora tambalearse ante una tormenta perfecta creada domésticamente y agravada por el viento desfavorable procedente del exterior. En juego está no solo la imagen de un país que durante el segundo mandato de Luiz Inácio Lula da Silva (2006-2010) se proyectó extensivamente en la esfera internacional, sino la validez de un modelo de desarrollo propio fundamentado en el capitalismo de Estado, el extensivo gasto público y la democracia, a diferencia de la dictadura china.

Las respuestas a esos interrogantes pasan ahora mismo por el futuro inmediato de Dilma Rousseff y, desde hace dos semanas, del de Lula, su predecesor y figura política central en la emergencia de Brasil. El ex sindicalista de 70 años, cuyo nombramiento como ministro de la Casa Civil depende ahora del poder judicial, está seriamente amenazado por su supuesta implicación en la trama Petrobras, de la que se habría beneficiado por medio de recepción de propinas. Será el Supremo Tribunal Federal (STF), la máxima instancia judicial, quien determine en las próximas semanas si considera constitucional su nombramiento como ministro, ante las sospechas de que su elección fue una maniobra para beneficiarle de fuero privilegiado.

También Rousseff está amenazada. El segundo mandato de la presidenta brasileña, labrado en una estrecha victoria en las urnas en 2014, pende ahora de un hilo por el proceso de juicio político que podría deponerla por votación parlamentaria en abril o mayo. La presidenta, que ha adoptado un discurso político revolucionario ante la falta de apoyos en su débil coalición, tiene ahora la tarea urgente de convencer a más de un tercio del Congreso o a más de la mitad del Senado para que no apoye el impeachment. De lo contrario, abandonará el poder y Brasil tendrá su segundo presidente depuesto por voto parlamentario en menos de 25 años, tras la salida de Fernando Collor en 1992. Una muestra, para algunos, del agotamiento del actual sistema político.

“Es una crisis sistémica en el sentido de que hemos llegado al límite del presidencialismo de coalición”, explica Paulo Kramer, profesor de políticas de la Universidad de Brasilia y analista crítico con el Ejecutivo. Su diagnóstico es que Brasil deberá reinventarse políticamente, quizá siguiendo el modelo parlamentarista de países como Francia. “No sé qué va a sustituir al actual modelo, pero no es viable que continúe, se basa en el reparto de cargos políticos para sostener al Gobierno”.

La necesidad de tejer complejas coaliciones –que se expresan en el reparto de cargos ministeriales en todos los escalones- aboca a Brasil a un ineficiente “capitalismo del compadreo” que es netamente perceptible en la trama Petrobras, donde no sólo el Partido de los Trabajadores (PT) se ha beneficiado del desvío de por lo menos 2.000 millones de dólares (unos 1.800 millones de euros) desde la estatal, sino también el Partido de Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), inmensa formación bisagra de corte centrista, que se acaba de retirar del Gobierno.

A diferencia de algunos países europeos como España, no se vislumbran en la oposición figuras políticas renovadoras y que generen ilusión ciudadana. El senador Aécio Neves –contrincante liberal de Rousseff en la segunda ronda de 2014- también está citado como beneficiario de varias tramas, según las confesiones a la policía de imputados en la trama Petrobras.

El sentimiento es de una acuciante necesidad de “limpieza ética en el sistema político presidencialista”, explica el profesor Thales Castro, de la Universidad Católica de Pernambuco, estado del noreste. No solo por el desgaste de la imagen del país en América del Sur, donde ejerce un tímido pero perceptible liderazgo, sino también por su acelerada pérdida de influencia internacional. Escoció mucho en Brasil el calificativo de “enano diplomático” profesado por Israel en 2014, al comentar el desacuerdo por el conflicto en Gaza, pero el silencio y la inacción de Brasilia respecto a la grave situación política en Venezuela es uno de los diversos ejemplos que lo confirman.

Una economía en recesión

El incierto pronóstico político, que podría derrumbar de un plumazo a quien fuera el presidente más popular del mundo y a la primera mujer que asume la jefatura del Estado, está profundamente impactado por la histórica recesión que vive el país. Como explican las autoras de la valiosa y reciente Brasil: uma biografia, la mayor economía de América Latina ha sufrido a lo largo de su historia otras crisis provocadas por los vaivenes del comercio del azúcar, el café o, recientemente, por la hiperinflación. Pero la crisis actual es de compleja resolución en el corto plazo y exige coraje y fortaleza gubernamental, condiciones que ahora mismo no tiene la Administración de Rousseff.

La contracción del PIB fue del 3,8% en 2015 y este año avanza a un ritmo similar que podría provocar una caída de la economía nacional cercana al 3,6%. El desempleo aumenta con fuerza y se sitúa en el 8,5%, mientras la crisis se extiende a casi todas las áreas, desde la industria al sector extractivo, con la salvedad de las exportaciones, dopadas por una moneda –el real- que se ha depreciado más del 65% respecto al dólar en dos años. La crisis es tan aguda que muchos economistas creen que ni siquiera un cambio de Gobierno permitirá a Brasil crecer por encima del 1% .

Atrapada entre el descrédito de la crisis política, la falta de competitividad y la caída de los precios de las materias primas, la economía brasileña pierde su lustre en el mundo. El bono brasileño, que obtuvo en 2008 el grado de inversión por parte de las agencias de calificación internacional, ha sido rebajado al “bono basura” por Moody’s, Fitch y Standard and Poor’s (S&P) en el último año.

En el centro de ese desplome de credibilidad está Petrobras, el gigante brasileño. La compañía energética más endeudada del planeta es, a la vez, uno de los motores de la economía brasileña, al suponer en torno al 13% del PIB y una cuarta parte de las inversiones nacionales. La corrupción, la pésima gestión y el hundimiento del precio del petróleo han derrumbado los sueños de desarrollo basados en las inmensas reservas de hidrocarburos descubiertas en 2008. Como si se tratara de una hilera de fichas de dominó, la crisis en la petrolera también ha provocado el derrumbe de otros gigantes, como el club de las constructoras brasileñas.

¿Fin del modelo brasileño?

¿Supone todo ello el agotamiento del modelo de desarrollo brasileño? ¿Puede Brasil recurrir una vez más a la fórmula Lula de aumentar el gasto público para estimular la economía y apostar por una política monetaria expansiva que estimule el crédito y el consumo doméstico? La respuesta a esta última pregunta es no, y ello supone que a corto plazo no habrá condiciones para que se retome el crecimiento a niveles notables. La abultada y creciente deuda pública y la elevada inflación, superior al 10% el año pasado y próxima al 7,5 para este, impiden soluciones a corto plazo y anuncian ajustes dolorosos, como una reforma del insostenible sistema de pensiones.

Con la recaudación estatal en caída libre está por ver la permanencia de iniciativas sociales como la Bolsa Familia, probablemente el programa de reducción de la pobreza más ambicioso de las últimas dos décadas en todo el planeta y que llega a casi 14 millones de familias brasileñas. En marcha desde 2003, Naciones Unidas lo considera como un pilar básico en la consecución de los logros para erradicar el hambre en el país.

Hasta 2014 hubo apenas una desaceleración de las conquistas sociales (reducción de la pobreza, del analfabetismo y de las diferencias de género, raza o clase) por la crisis, pero las bases parecían permanecer. Datos publicados en marzo señalan sin embargo que, por primera vez desde 2001, la desigualdad en Brasil aumentó el año pasado: si la renta creció de media un 3,3% desde 2001 a 2014, en 2015 tuvo una caída del 2,2%. Un signo, quizá, de que Brasil deberá buscar nuevas fórmulas para llegar a ser el país que Zweig imaginó hace siete décadas.